Avergonzado pero orgulloso, Romulus le lanzó una mirada de agradecimiento. Así pues, seguiría los dictados de su corazón. Al día siguiente avisaría a César y evitaría su asesinato. Después hablaría con Fabiola. A pesar de sus actos, Romulus no quería que la mala sangre que había entre ellos continuase.
«¿Y si tiene razón? —preguntaba su voz interior—. Si César violó a tu madre, ¿no se merece morir?»
«No fue él —pensó Romulus con vehemencia—. No es ese tipo de hombre.»
Con esto en mente, se despidió de Tarquinius y de Secundus. Romulus encontró a Mattius en la puerta de la
domus
como si de un cachorro fiel se tratase y le pidió que regresase al día siguiente al amanecer. Estaba claro que el pilluelo no sabía nada de lo que el arúspice había visto, así que Romulus se lo explicó y le dijo que se había marchado porque no se sentía bien. La revelación tenía que mantenerse en secreto y, aunque Mattius fuera leal, todavía era muy joven.
Tras una visita breve y sin incidentes al Mitreo, Romulus se retiró a su pequeña habitación. Ya había pasado la tarde y anochecía. Era hora de descansar lo máximo posible antes de que llegase la mañana.
Los idus de marzo.
Los sueños de Romulus fueron muy vividos e inquietantes. César, Fabiola y Tarquinius aparecían en una serie de secuencias violentas y distorsionadas que lo tuvieron dando vueltas en la cama toda la noche. Se despertó empapado de sudor y sin poder recordar un solo detalle de lo que había soñado, excepto las identidades de aquellos con los que se había encontrado. En circunstancias normales habría preguntado a Tarquinius sobre las pesadillas, pero no aquel día. Tremendamente inquieto, salió para ver qué hora era. Todavía estaba oscuro, aunque el patio adoquinado ya rebosaba con los hombres de Secundus que se preparaban para el combate. Llevaban la cota de malla debajo de la capa, pero habían decidido no ponerse el casco de bronce coronado con un penacho y el pesado escudo para no llamar la atención.
Animado por la determinación que mostraban sus rostros, Romulus regresó a su dormitorio. Se ciñó el
gladius
y también el puñal, pero decidió no llevar armadura ni escudo. Las armas podían levantar las sospechas de los guardias de César y no quería arriesgarse al fracaso. Por último, Romulus se colocó en la túnica las dos
phalerae
de oro. Sus posesiones más preciadas y las que esperaba que le abriesen las puertas para una audiencia con el dictador y le ayudasen a recordar los tres encuentros que habían tenido. Si César se acordaba de él, sería más fácil que se creyese su aviso. No le sorprendió encontrar al arúspice en la entrada con el hacha de guerra colgada en la espalda. Le emocionó su lealtad. Fuesen cuales fuesen sus sentimientos con respecto a César y a Roma, Tarquinius estaba al lado de su camarada.
—Buena suerte.
—Gracias —repuso Romulus—. Espero no necesitarla.
—¿Fabiola? —Era la primera vez desde la adivinación que el arúspice mencionaba a su hermana.
—No diré ni una palabra sobre ella. Ahora bien, vete a saber qué pasará cuando arresten a los conspiradores. —Romulus se encogió de hombros con resignación—. Eso ya depende de los dioses. Si hay suerte, ajustaré cuentas con ella después.
Los ojos oscuros de Tarquinius no transmitían emoción alguna.
—Nos vemos en el complejo de Pompeyo.
Se dieron un rápido apretón en el antebrazo y después Romulus abrió la puerta de par en par. Salió a la calle poco antes del amanecer, y encontró a Mattius esperándole. Se pusieron en marcha en silencio, pero al poco rato el muchacho ya no pudo contener la curiosidad.
—¿Adónde vamos?
—A la
domus
de César.
Mattius abrió los ojos como platos.
—¿Por qué? ¿Es que Tarquinius vio algo importante ayer?
—Sí. —Romulus no dio más explicaciones.
No hacía falta. Roma era un hervidero de rumores y aunque Mattius todavía era un niño era espabilado.
—Alguien quiere asesinar a César. Es eso, ¿verdad? —preguntó con voz de pito—. ¿Por qué otra razón ibas a ir a su casa a esta hora y armado con el
gladius
?
A pesar de su humor sombrío, Romulus sonrió.
—No tienes la cabeza llena de pájaros —reconoció.
—¡Lo sabía! —exclamó Mattius. Hubo una breve pausa—. ¿Sólo vamos tú y yo?
Romulus percibió el temblor de su voz y dirigió la vista hacia abajo. A pesar del miedo obvio, Mattius agarraba con firmeza un cuchillo oxidado que debía de haber escondido bajo la túnica. Su coraje le hinchió el corazón. No le importaba quién gobernase en Roma ni si César vivía o moría. Estaba allí por una sola razón: para mostrar su solidaridad para con su amigo. Romulus se paró en seco.
—Tienes verdaderas agallas, chaval, pero no vas a tener que luchar —explicó mientras daba unas palmaditas en los hombros huesudos de Mattius—. Los veteranos nos acompañan. Tarquinius también.
—Bien —repuso Mattius, aliviado—. Estaré preparado por si acaso.
Romulus pensó en su adolescencia y disimuló una sonrisa.
Poco tiempo después llegaron a la
domus
de César, una residencia palaciega en la colina Palatina. Amanecía y se distinguían las obras de construcción de una nueva fachada que pretendía asemejarse a un templo. La obra acababa de iniciarse, así que casi toda la parte frontal del edificio estaba tapada por los andamios, que ocultaron a la pareja hasta que ésta llegó a la entrada.
—¡Alto ahí! —gritó uno de los cuatro soldados apostados delante de las inmensas puertas con remaches de hierro—. Identificaos.
—Romulus, legionario veterano de la Vigésima Octava y Mattius, un muchacho de la colina Cella —repuso Romulus mientras salía de las sombras.
El centinela hizo un gesto de desprecio.
—¿Asunto?
Romulus se volvió un poco para que sus
phalerae
brillasen con la luz de la antorcha. Le satisfizo ver que el soldado abría los ojos como platos. Pocos hombres conseguían dos medallas de oro.
—Deseo una audiencia con César —contestó.
—¿Ahora? —se mofó un segundo centinela—. Ni siquiera es la
hora prima.
—Es muy urgente.
—Me importa un carajo —repuso el primero—. Márchate. Regresa esta tarde y puede que tengas suerte.
—No puedo esperar tanto.
Los centinelas intercambiaron una mirada de incredulidad antes de que el primero bajase el
pilum
y lo apuntase al pecho de Romulus.
—Te sugiero que tu amiguito y tú os larguéis —gruñó—. Ya.
Romulus no se movió ni un ápice.
—Decidle a César que se trata del esclavo que mató al toro etíope. El esclavo al que le concedió la manumisión.
La extraordinaria tranquilidad de Romulus y la extravagante demanda resultaban desconcertantes y un vulgar soldado no estaba acostumbrado a ellas. Enojado, el primer centinela desapareció para consultar con el
optio
. El oficial subalterno apareció al cabo de un instante poniéndose el casco. Irritado y con ojos de sueño, escuchó en silencio la petición de Romulus.
—¿Y cuál es el propósito? —exigió.
—Eso sólo se lo puedo decir a César, señor —repuso Romulus, con cuidado de que su voz sonase neutra. Si no actuaba como debía, su misión podría fracasar y no podía permitírselo.
El
optio
lo miró detenidamente.
—¿Dónde las has conseguido? —Señaló las
phalerae
de Romulus.
—Una en Ruspina y la otra en Thapsus, señor.
—¿Por qué motivo?
Romulus describió brevemente sus hazañas y el oficial cambió de expresión enseguida.
—Espera —ordenó, y desapareció en el interior de la residencia.
Romulus ignoró las miradas de cólera de los legionarios y se apoyó en el andamio. Mattius se mantenía cerca de él, más intimidado que su amigo. Esperaron aproximadamente media hora hasta que el
optio
reapareció.
—César te va a recibir —dijo—. Deja las armas aquí.
Los guardias le miraron con ojos desorbitados por este resultado inesperado.
Romulus inclinó la cabeza para esconder una sonrisa, se desabrochó el cinturón y se lo entregó a Mattius.
—Volveré enseguida —dijo—. No digas ni una palabra a estos necios —añadió en un susurro.
El muchacho asintió con la cabeza, encantado con su responsabilidad.
Romulus siguió al
optio
y entró en el
atrium
. A pesar de las pocas antorchas que estaban encendidas, había luz suficiente para distinguir la lujosa decoración de la casa. Los suelos estaban cubiertos de mosaicos profusamente dibujados y bien colocados, y las paredes estucadas estaban pintadas con deslumbrantes escenas. Bellas estatuas griegas ocupaban todas las hornacinas y a través de las puertas abiertas del
tablinum
Romulus identificó el murmullo del agua de una fuente del jardín.
El
optio
le condujo hasta una de las muchas estancias que había alrededor del patio central. Comparada con el resto de la casa, estaba decorada de forma espartana. Aparte de un impresionante busto de César, sólo había un escritorio abarrotado, una silla con respaldo de cuero y un par de mesas que crujían bajo los rollos de pergamino y de papiro. Un joven esclavo colocaba aquí y allá lámparas de aceite que otorgaban un cálido resplandor dorado a la cámara.
El
optio
indicó a Romulus que debía esperar de pie ante el escritorio y se retiró hasta la puerta. Esperaron en silencio durante unos instantes, y Romulus se preguntó qué estaría haciendo Fabiola en ese preciso momento. Seguramente estaría ocupada con los últimos preparativos. ¿Haría acto de presencia más tarde en el Senado? Lo embargó un pánico repentino al pensar en defender a César de su hermana. «Júpiter, no dejes que esto suceda —rogó Romulus—. Sería demasiado, no podría soportarlo. ¿Cómo reaccionarías? —preguntó su voz interior.»
—Legionario Romulus —dijo una voz por detrás—. Madrugas.
Se dio la vuelta. César, vestido con una sencilla toga blanca, estaba de pie en el vano de la puerta. A su lado, el
optio
se cuadró. Romulus hizo lo mismo.
—Pido disculpas, señor —repuso.
Pasándose la mano por el cabello ralo, César se dirigió hacia el escritorio y se sentó.
—Espero que tengas una buena razón —dijo secamente—. Apenas ha amanecido.
Romulus se sonrojó, pero no pidió disculpas.
—La tengo, señor. —Estudió al dictador con interés renovado y le sorprendió el increíble parecido de las facciones de César con las suyas. «Coincidencia —pensó Romulus—. Debe de ser una coincidencia.»
—Pues venga, explícate —dijo César mirándolo. Las líneas de cansancio dibujaban ojeras grises bajo sus ojos. Se cubrió la boca con la mano y empezó a toser—. Malditos pulmones. Dime.
Romulus miró de reojo al
optio
y al esclavo, que ahora se encargaba de ordenar las mesas.
—Preferiría que sólo vos oyerais lo que tengo que decir, señor.
—¿En serio? ¡Por Júpiter! —César se rascó la barbilla pensativo—. Muy bien —dijo—. Dejadnos. —Indicó con la cabeza.
El esclavo obedeció inmediatamente, sin embargo el
optio
dio un paso adelante.
—¡No confiéis en él, señor!
César se rio.
—Mis enemigos son muchos, pero no creo que este hombre se incluya entre ellos. Le concedí la libertad por haber matado a un toro etíope,
optio
, y desde entonces dos veces le he condecorado en el campo de batalla. No existe en la República un soldado más leal que él. Márchate y cierra la puerta cuando salgas.
Colorado como un tomate, el oficial hizo lo que se le ordenaba.
—Es resuelto, pero receloso —añadió César—. Supongo que debo estar agradecido.
—Señor. —Romulus no se atrevía ni a admitirlo ni a negarlo.
Para sorpresa suya, el dictador no se lanzó a acribillarlo a preguntas sobre el motivo de su visita.
—¿Cómo te va la vida desde que te licenciaste?
—Muy bien, gracias, señor.
—¿Te gusta la finca?
—Sí, señor —repuso Romulus con todo el entusiasmo del que hizo acopio.
Observador, César se rio.
—Labrar los campos no es tan emocionante como estar detrás de un muro de escudos, ¿verdad que no?
Romulus sonrió.
—No, señor.
—Aunque se trata de una ocupación más saludable, si es que consigues aguantarla —continuó César.
—Extraño que diga eso, señor —soltó Romulus—. Estaba pensando en presentarme voluntario para vuestra nueva campaña.
—Los soldados como tú son siempre bien recibidos —repuso César, claramente complacido. En su rostro largo y delgado apareció una expresión pensativa—. ¿Serviste en Carrhae?
—Sí, señor —contestó Romulus, mientras los recuerdos vividos bullían en su interior—. No me importaría enfrentarme a los partos de nuevo.
—Así me gusta. ¿Por qué no me acompañas al Senado esta mañana? —sugirió César alegremente—. Es bueno que los senadores sepan lo que es enfrentarse a ellos en una batalla.
—Será un honor, señor —repuso Romulus—. Pero he venido para rogarle que hoy no asista al debate.
—Mi esposa también está preocupada. —César frunció el ceño—. ¿Por qué iba a dejar de ir?
—Es demasiado peligroso, señor —exclamó Romulus—. Hay un complot para asesinaros.
El dictador se mostró tranquilo.
—¿Cómo te has enterado?
—Un amigo, señor.
—¿Quién es?
Romulus se quedó callado porque no sabía cómo reaccionaría.
—Un arúspice, señor.
—¿Uno de ésos? —se burló César—. Son mentirosos y tramposos. Si hubiese vivido según lo que decían los augures nunca habría conquistado la Galia ni la República. En realidad, nada.
—Él no es un charlatán, señor —protestó Romulus—. Sirvió conmigo a las órdenes de Craso y predijo la derrota de Carrhae y muchas otras cosas que también sucedieron. Es el mejor.
—¡Hummm! —César lo miró fijamente—. ¿Y qué ha visto?
—Un complot para asesinaros en el Senado, señor. Hay una veintena de hombres implicados.
—¿Y es hoy?
Romulus tragó el nudo que tenía en la garganta.
—Sí, señor. Cuidado con los idus de marzo.
—¿Alguna vez se ha equivocado tu amigo con las profecías?
—Por supuesto, señor. Así es la aruspicina.
César soltó una risotada de desprecio.
—¡Me encanta! Es la misma razón inútil que dan los adivinos para explicar que se inventan todos y cada uno de los malditos detalles que salen de sus bocas. Hace meses que hay rumores de un atentado y no es más que palabrería. ¿Por qué iba nadie a querer asesinarme? Tras décadas de luchas la República está en paz. Tu amigo se imagina cosas. Tú puedes creer lo que quieras, Romulus, pero no me pidas que yo haga lo mismo. Hay asuntos importantes que debatir hoy en el Senado. Debo estar allí y no veo razón alguna para no asistir.