—¿No te agrada? —preguntó Romulus—. Dicen que es encantador con las mujeres.
Fabiola ya no podía contener su ira.
—¿No te das cuenta? Intentó violarme —gritó.
A Romulus estuvieron a punto de salírsele los ojos de las órbitas por la sorpresa.
—¿Qué hizo?
—Por fortuna, Brutus regresó y el hijo de puta no pudo continuar —prosiguió—. Pero hizo lo suficiente para que supiese…
—¿Supieses qué?
—Quién era.
Romulus la miró confundido.
Fabiola le tomó las manos entre las suyas.
—César fue quien agredió a nuestra madre.
Romulus no entendía aquellas palabras.
—¿Qué?
Fabiola repitió. Y después lo dijo claramente.
—La violó.
Conmocionado, soltó las manos.
—¿Cómo lo sabes?
—Por su mirada y por su tono. Sus palabras, por ellas… simplemente lo supe —repuso Fabiola con voz temblorosa por la ira.
Desconcertado, Romulus apartó la mirada.
—Quieres decir… Tú crees que somos…
—Hijos de César. Sí —repuso.
—¡Por todos los dioses! —murmuró Romulus. ¿El hombre al que había idolatrado era su padre? Había violado a su madre. Cómo podía ser, gritaba en su mente. Iba contra todas sus creencias—. ¿Le preguntaste a César si la había violado?
Fabiola lo miró con desdén.
—Claro que no. ¿Es que crees que ese hijo de puta lo hubiese reconocido?
—Entonces no puedes estar segura de que hubiera sido él.
—Sí que puedo estar segura —replicó con vehemencia—. Tú no estuviste allí. ¡Y no hay más que verte! ¡Mírate al espejo! ¿Es que no lo ves?
Romulus estudió el rostro de su hermana, contraído por la ira.
—Tranquila. Te creo —repuso, aturdido por sus palabras. Guardaba un asombroso parecido con César.
—Bien. —Se relajó un poco—. Entonces puedes ayudarme a matarlo.
Abrió la boca sorprendido.
—Estás de broma.
—¿Tú crees? —contestó con una mirada iracunda.
—Espera —protestó Romulus—. No tienes pruebas.
Fabiola se golpeó en el pecho.
—Lo siento aquí.
—Eso no basta. La República necesita a César. Gracias a él, pronto reinará la paz.
—A mí qué más me da. Y a ti ¿por qué debería importarte? ¡Eres un esclavo! —gritó Fabiola—. Violó a nuestra madre.
Romulus no respondió, conmocionado como estaba por la revelación de su hermana.
Se sentía culpable porque sus sentimientos hacia César no coincidían con los de ella.
—¿Fabiola? —preguntó una voz.
Fabiola abrió los ojos como platos.
—¿Brutus?
Romulus miró por encima del hombro de su hermana y vio a un hombre de cabello castaño vestido con una elegante túnica que caminaba por el pasillo. Su rostro agradable denotaba una gran preocupación.
—¿Estás herida? —gritó y echó a correr. Tras él trotaba un grupo de legionarios de aspecto duro.
—¡Ay, Brutus! —gritó Fabiola. El labio inferior le temblaba y una lágrima le caía por la mejilla—. Estoy bien. No me han tocado.
Romulus se quedó confundido ante el lenguaje corporal de su hermana. ¿Se trataba de una emoción real o fingida?
Estaba claro que Brutus pensaba que era genuina. Se acercó a ellos y abrazó a Fabiola apasionadamente.
—He venido en cuanto me he enterado —susurró con la voz quebrada—. Gracias a todos los dioses. —Farfulló una orden y sus hombres inmediatamente se dispusieron a comprobar todas las habitaciones—. Traedme a todo el que encontréis con vida —gritó—. Quiero saber quién ha ordenado esto.
—Ha sido Marco Antonio —dijo Fabiola—. ¡Estoy segura!
Brutus la miró desconcertado.
—Baja la voz —murmuró mientras le daba palmaditas en la mano. Miró a Romulus y sonrió—. Éste debe de ser tu hermano mellizo.
Fabiola se enjugó las lágrimas.
—Sí.
Romulus le saludó.
—Es un honor conoceros, señor.
Brutus inclinó la cabeza en señal de reconocimiento.
—Hoy los dioses nos sonríen.
—Cierto —repuso Fabiola con una sonrisa—. ¿Cómo sabías que era mi hermano?
—¿Aparte de que sois como dos gotas de agua? —Brutus sonrió—. El hombre de la cicatriz que me avisó de la agresión me lo dijo. ¿Es amigo tuyo? —preguntó a Romulus.
—¿Tarquinius? Sí, señor. Es un antiguo camarada.
—Está esperando fuera —añadió Brutus. La insinuación era obvia.
—Entonces, con vuestro permiso, señor… —pidió Romulus cortésmente. Había llegado el momento de hacer mutis por el foro. Daba la impresión de que la pareja iba a reconciliarse y él no debía inmiscuirse. Además, tenía mucho que pensar. César no era sólo su general, quizá también fuese su padre y Fabiola quería asesinarlo. Aunque Romulus había jurado hacer lo mismo si descubría la identidad del violador de su madre, el hecho de que fuese César le había afectado profundamente. Se trataba del hombre que lo había liberado de la esclavitud. A quien había seguido en lo bueno y en lo malo, desde Egipto hasta Asia Menor y África. A quien había acabado por querer. A Romulus lo embargaba el desconcierto.
—Faltaría más —Brutus miró a Fabiola—. Será mejor que te lleve a mi
domus
. Romulus puede visitarte más tarde.
—No tardes mucho. —Fabiola le alargó la mano—. Y trae a tu amigo también.
—Iremos enseguida —repuso Romulus.
—Todo el mundo conoce mi casa —añadió Brutus—. Está en el Palatino.
—Gracias, señor. —Romulus se encontraba a mitad del pasillo cuando oyó que Brutus preguntaba: «¿Quién violó a tu madre?»
Una repentina tensión llenó el ambiente.
Romulus se detuvo.
—¿Qué has dicho, amor mío? —La risa de Fabiola era crispada y poco convincente, al menos para Romulus.
—Al entrar he oído la última parte de lo que estabas diciendo. Algo sobre quién violó a tu madre. Nunca me habías contado nada de esto.
—Por supuesto que no —contestó—. Sucedió hace mucho tiempo.
—Parecías furiosa —prosiguió Brutus—. ¿Quién fue?
Romulus esperaba que Fabiola pronunciase las palabras «Julio César», pero no lo hizo.
—¿Y bien? —La animó Brutus con ternura.
—No estoy segura. Nuestra madre nunca nos lo contó. Lo que he dicho es que pudo ser alguien como Scaevola.
Romulus no daba crédito a lo que oía.
Sin embargo, Brutus parecía satisfecho.
—¿Está ese hijo de puta aquí?
—Sí, ahí dentro. —Fabiola señaló el lugar—. Está muerto. Mi hermano lo ha matado.
«¿Qué pasa aquí?», se preguntó Romulus. Fabiola mentía como una bellaca. Pero entonces cayó en la cuenta. Brutus era un leal seguidor de César. No quería que lo supiese porque no estaba segura de cómo iba a reaccionar. «Se supone que tengo que aceptar matarlo sin inmutarme. Y eso a pesar de que Fabiola no tiene pruebas definitivas, sólo que César intentó seducirla por la fuerza y que él y yo tenemos la nariz aguileña. Probablemente aquella noche Fabiola hubiera bebido más vino de la cuenta.» Romulus sabía que se estaba inventando excusas para no creerse la historia de Fabiola, pero no podía evitarlo. Cuando echó la vista atrás y miró a su hermana, ella le guiñó un ojo. Brutus no se dio cuenta.
En lugar de sentirse más tranquilo, Romulus estaba furioso. Era obvio que Fabiola tenía por costumbre manipular a los hombres y ahora a él lo trataba de la misma manera. De repente, se le ocurrió una idea que en el pasado le habría parecido totalmente descabellada. ¿Podía fiarse de Fabiola?
«Claro que puedo —pensó—, es mi hermana. Mi melliza. Sangre de mi sangre.»
Su reacción fue instantánea: alguien intenta manipularme. Enfadado, Romulus siguió pasillo abajo. Tendrían que volver a hablar de esto, en privado.
No tan feliz como habría deseado, Romulus se dispuso a ir en busca de Tarquinius.
El reencuentro de Romulus con el arúspice se desarrolló como había esperado o incluso mejor. El trayecto hasta el Mitreo, que hicieron a pie por sugerencia de Tarquinius, le pareció corto. El golfillo los seguía encantado, impresionado por los veinticinco
denarii
que había ganado gracias a su pericia. Para Romulus, la cantidad extra era una nadería, pues le había ayudado a llegar al Lupanar a tiempo para salvar a Fabiola. Como comprobó después, el muchacho, que se llamaba Mattius, se había convertido en su admirador de por vida.
Romulus explicó al arúspice su experiencia en el ejército, incluido el incidente en Asia Menor, cuando salió a la luz su condición de esclavo y Petronius se mantuvo a su lado demostrando una gran valentía. Su regreso al
ludus
. Tarquinius, normalmente poco dado a exteriorizar sus sentimientos, suspiró cuando Romulus le explicó la muerte de Petronius y se sobresaltó cuando le contó cómo había matado al rinoceronte.
—¡Por todos los dioses! —dijo con un suspiro. Después de ver cómo capturaban a esas bestias, no habría apostado nada por ti.
Romulus afirmó con la cabeza, sin acabar de creerse su hazaña.
—Y fue entonces cuando conociste a César.
—Sí. —Romulus relató la historia de cómo había sido liberado.
En ese punto, Mattius dio un grito ahogado de sorpresa.
—Los esclavos no son distintos a ti o a mí —explicó Romulus, consciente de que el golfillo probablemente desdeñaría a la única clase social más baja que la suya—. Si se les brinda la oportunidad, pueden hacer cualquier cosa. Igual que tú, si lo deseas.
—¿De veras? —susurró Mattius.
—Mírame y mira a lo que he sobrevivido —repuso Romulus—. Y eso que fui esclavo.
Mattius asintió con determinación.
Tarquinius se rio.
—Pero en lugar de disfrutar de tu libertad, ¿te presentaste voluntario para luchar con el ejército de César?
Romulus se ruborizó.
—Creyó lo que le expliqué. Consideré que era lo que correspondía hacer.
—Seguro que apreció el gesto —dijo el arúspice. Le dio una palmadita en la espalda—. Entonces ¿participaste en la campaña africana?
—Sí. Ruspina fue como Carrhae —reveló Romulus—. Apenas teníamos caballería, en cambio los númidas tenían miles de soldados. Parecía que aquello iba a ser una masacre, pero César nunca perdió la calma. —Siguió explicando su ataque a Petreyo y también la batalla de Thapsus.
—He oído que los elefantes pompeyanos no tuvieron el mismo éxito que los elefantes indios contra la Legión Olvidada.
La culpa que Romulus sentía por Brennus reapareció con fuerza mientras explicaba al arúspice cómo había salvado a Sabinus en Thapsus.
El rostro de Tarquinius se ensombreció y, cuando Romulus terminó de hablar, permaneció callado unos momentos. Caminaron en silencio hasta que Romulus se dio cuenta de que el arúspice estudiaba el cielo, el aire y todo cuanto lo rodeaba. Intentaba ver si le revelaban algo sobre Brennus. El corazón se le aceleró.
—Está demasiado lejos. No puedo ver nada —dijo Tarquinius al cabo de un rato. Parecía decepcionado.
Romulus notó que dejaba caer los hombros bruscamente e hizo un esfuerzo por enderezarse.
—Si yo soy capaz de hacer que un elefante huya, ¿qué no podría hacer Brennus? —espetó—. ¡Puede que aún esté vivo!
—Puede que sí —admitió el arúspice.
Romulus le sujetó el brazo con fuerza.
—¿Tú creías que esto podía suceder?
Tarquinius miró a Romulus a los ojos.
—No. Pensaba que Brennus hallaría la muerte en el río Hidaspo y vengaría la muerte de su familia. No vi nada más allá.
Romulus asintió con la cabeza en un gesto de aceptación.
—Pero ¿miraste más allá?
—No —repuso Tarquinius con un deje de disculpa—. Quién iba a imaginar que un hombre lucharía contra un elefante y sobreviviría.
Romulus no soportaba la idea de que su querido camarada y mentor se hubiese enfrentado a tormentos y peligros sin él a su lado. Tragó saliva y cambió de tema.
—¿Qué te sucedió en Alejandría? —preguntó—. ¿Por qué desapareciste?
Tarquinius parecía incómodo.
—Estaba avergonzado —se limitó a decir—. Pensé que nunca me perdonarías por no habértelo dicho antes y que merecía morir.
El dolor que destilaba la voz de Tarquinius le rompió el corazón y de nuevo dio las gracias a Mitra por haberlos reunido.
—Pues no es lo que sucedió —apuntó Romulus.
—Bueno, aún estoy aquí. —Tarquinius esbozó una sonrisa irónica—. Los dioses todavía no han terminado conmigo. Es evidente que nunca preví más allá del retorno a Roma contigo. Tras separarnos, no estaba seguro de lo que debía hacer.
—¿No sacrificaste ningún animal ni intentaste adivinar?
—Constantemente. —Frunció el ceño—. Pero siempre veía las mismas imágenes confusas. No lograba encontrarles sentido, por esta razón me fui a estudiar a la biblioteca, porque pensé que quizá tendría alguna revelación.
Romulus era todo oídos.
—¿La tuviste?
—En verdad, no. Vi peligro en Roma, pero no podía estar seguro de que fueses tú o Fabiola o alguien totalmente diferente. —El arúspice suspiró—. También vi a Cleopatra. —Bajó la voz—. Estaba embarazada de César.
Sorprendido, Romulus se volvió bruscamente. La reina egipcia y su hijo se habían instalado recientemente en una de las residencias de César en la ciudad, lo que había provocado habladurías entre el pueblo. A pesar de estar casado, el dictador honraba públicamente a su amante. Romulus no le había dado mucha importancia hasta entonces, pero después de lo que Fabiola le acababa de contar, todo cambiaba. Si ella estaba en lo cierto, ellos dos y el hijo de Cleopatra eran hermanos por parte de padre. No podía ni imaginárselo.
Alarmado, notó que los ojos oscuros de Tarquinius lo observaban detenidamente.
Romulus apartó la mirada. Todavía no estaba preparado para compartir la información o la petición de Fabiola de que matase a César. Necesitaba tiempo para pensar y decidir qué hacer.
El arúspice no le preguntó nada. Siguió explicando su historia hasta el encuentro, ebrio, con Fabricius, que inesperadamente le supuso el pasaje de vuelta a Italia.
—Nunca pensé que regresaría —reconoció Tarquinius—. Aunque me ha llevado todo este tiempo averiguar por qué, era lo que debía hacer. Estar aquí para impedir la agresión de Gemellus ha sido toda una bendición.
—También le has salvado la vida a Fabiola —añadió Romulus, agradecido.
El arúspice sonrió.
—Debí adivinar que los dos podíais estar en peligro.
—Dijiste que, en el pasado, Gemellus había sido tu amo —añadió Mattius.