César yacía bajo una gran estatua de Pompeyo en medio de un charco de su sangre que no paraba de crecer. Tenía toda la toga cubierta de reveladoras manchas rojas, cada una de ellas la señal de entrada de la punta de un cuchillo. Había heridas en el pecho, la barriga, el bajo vientre y las piernas. Le habían desgarrado la toga de lana blanca a la altura del hombro izquierdo, donde Romulus también distinguió múltiples marcas de puñaladas y cortes. César parecía la mitad de un cerdo mal sacrificado. Nadie sobrevivía a tantas heridas. Romulus dio un patinazo y se arrodilló al lado del dictador. Tenía los ojos cerrados. Una respiración superficial y convulsa sacudía su pecho, la piel ya había adquirido la lividez grisácea de los moribundos.
—¿Qué he hecho? —gimió Romulus. Que César hubiese acabado de esta manera le produjo una inmensa pena.
Asustado por el derramamiento de sangre, Mattius se quedó atrás.
—¿Romulus?
Sorprendido, miró a César, que había abierto los ojos.
—¿Señor?
—Eres tú… —La respiración le repiqueteaba en el pecho.
Romulus se encontró estrechando una de las manos ensangrentadas al dictador.
—No digáis nada, señor —repuso frenéticamente—. Enseguida traeremos a un médico para que os cure.
César abrió los labios.
—Mentir no es lo tuyo, legionario —susurró—. Debí hacerte caso cuando me dijiste que no viniese.
Romulus bajó la cabeza en un intento de disimular las lágrimas. Todos sus esfuerzos habían sido en vano. Un instante después, notó cómo le apretaba la mano.
—Eres un buen soldado, Romulus —declaró César jadeante—. Me recuerdas… a mí cuando era joven.
La sensación instantánea de orgullo que Romulus sintió con este cumplido no duró más de dos segundos. Con la frente perlada de sudor, apartó la mano. Una duda furiosa invadió su mente.
César parecía confuso. Intentó incorporarse, pero las heridas empezaron a sangrarle. Era demasiado esfuerzo y se tumbó sobre el suelo de mármol. Sus ojos tenían la mirada distante de los que ven el Elíseo o el Hades.
Romulus pensó en Fabiola y en la razón por la que deseaba la muerte de César. Contuvo su pena y respiró profundamente. Sólo quedaban unos instantes antes de que fuese demasiado tarde.
—Una noche de hace veintiséis años, una bonita esclava fue violada por un noble cerca del Foro —susurró al oído de César. Romulus comprobó la expresión del dictador y se alegró cuando vio que había oído sus palabras. Esperó unos instantes a que las digiriese y después se inclinó y se acercó por segunda vez—. ¿Fuisteis vos? —Observó de cerca para juzgar la reacción de César.
No se produjo ninguna. Al cabo de un momento, Romulus le puso la yema húmeda del dedo sobre la boca y los orificios nasales para intentar percibir cualquier movimiento de aire. Un levísimo frío en la piel húmeda le indicó que todavía quedaba algún resquicio de vida en aquel cuerpo acuchillado y ensangrentado que yacía a su lado. «Júpiter —rogó Romulus con todas sus fuerzas—. No dejes que muera sin que llegue a conocer la verdad.» Se inclinó sobre el dictador y le instó a que lo mirase una vez más. Nada.
—¿Sois mi padre? —preguntó, obligándose a pronunciar las palabras.
Los párpados de César se abrieron y su cuerpo se quedó rígido.
Romulus lo miró fijamente a los ojos y vio la pura verdad.
—¡Por todos los dioses, sí que violasteis a mi madre! —exclamó, y todo el peso de esta revelación cayó sobre sus hombros. Fabiola siempre había tenido razón. El parecido con César no era una mera coincidencia: era hijo suyo.
¿Y eso en qué situación lo dejaba? ¿Acaso su amor por César había sido algo más que el de un soldado fiel? Romulus no lo sabía. En su mente, todo era confusión. Un instante después vio que el dictador había muerto. Romulus sintió una inmediata sensación de dolor que intentó rechazar. ¿Cómo podía sentirse triste? Ese cabrón había violado a su madre. Las lágrimas surcaron su rostro cuando su vieja herida se reabrió.
—No era tan malo —dijo Tarquinius de repente—. El hecho de que te concediera la manumisión lo demuestra.
Romulus sintió la mano del arúspice sobre su hombro. Agradecía el contacto.
—¿Lo sabías? —le preguntó.
—Lo sospeché durante mucho tiempo —repuso Tarquinius—. Últimamente, mis sentimientos eran más fuertes.
—¿Por qué no me lo dijiste? —exclamó Romulus.
Tarquinius suspiró.
—Ya te había hecho tanto daño que no me pareció necesario decírtelo. Además, a partir de ahora, los hijos de César corren peligro. De todos modos, ¿te habrías aliado con Fabiola de haberlo sabido?
Dirigió la mirada al suelo, al cuerpo de César que yacía de espaldas, y se planteó seriamente la pregunta de su amigo. Había pasado varios años de su vida preguntándose qué haría si conociese a su padre. Solía pensar en largas sesiones de tortura como las que había planeado para Gemellus. Sin embargo, cuando tuvo al comerciante a su merced, todo había sido muy distinto.
—No —dijo al final.
—¿Por qué no?
—La violación es un delito terrible, pero no justifica esto —respondió Romulus con tristeza. Tocó el cadáver mutilado de César—. Participar en su asesinato tampoco me iba a devolver a mi madre.
—Por desgracia —agregó Fabiola.
Se dio la vuelta y se encontró a su hermana detrás de él. Intercambiaron una mirada recelosa antes de que Romulus diese el primer paso. Tenía que hacerlo.
—Tenías razón —admitió.
El rostro de Fabiola se iluminó y le tocó el brazo a Romulus.
—¿Ha confesado que violó a nuestra madre?
—Se lo he preguntado —reveló Romulus—, y la mirada de sus ojos cuando escuchó la pregunta… era culpable. Estoy seguro.
—Lo sabía —alardeó Fabiola. Miró hacia abajo, al cuerpo ensangrentado de César y se rio.
—El hijo de puta ha pagado el precio que merecía. ¡Alabad a los dioses!
Romulus bajó la cabeza, sintiéndose culpable porque sus sentimientos no coincidían con los de Fabiola.
Ella pareció notar su confusión.
—¿No te alegras?
Romulus no sabía qué responder.
—En parte —murmuró al fin.
—¿Qué otras pruebas necesitas? —espetó Fabiola—. ¿Que nuestra madre se levante de su tumba y lo identifique?
—Por supuesto que no —contestó Romulus a la defensiva—. Pero es complicado, hermana. Me liberó de la esclavitud. Si le hubieses asesinado hace unos años, yo no estaría aquí ahora. —Se imaginó a otra persona como
editor
de los juegos aquel día. El hecho de matar al rinoceronte sólo habría retrasado su muerte—. Acabé como
noxius
, ya sabes. De no haber sido por César, mis huesos yacerían en la colina Esquilina.
Fabiola no respondió.
Mattius regresó zumbando de la entrada.
—Se empieza a formar una multitud —anunció.
Romulus se animó.
—Querrán sangre cuando vean lo que han hecho. Vámonos.
Dejaron el cuerpo de César bajo la estatua de su gran rival y se abrieron paso hacia la entrada. Romulus y Fabiola no hablaban. Los dos pensaban en la magnitud de los acontecimientos y en la gravedad de lo que no se decían. Los ojos oscuros de Tarquinius se posaron en los dos, pero no interfirió. Por suerte para él, Mattius era demasiado joven para percatarse del ambiente enrarecido.
Los guardas también habían huido presos del pánico y habían dejado los cuerpos inconscientes de sus camaradas tumbados junto a las inmensas puertas. No cabía duda de que ellos y los senadores inocentes habían corrido la voz de que César había sido asesinado, pensó Romulus. Estaba en lo cierto. A los pies de la escalinata, ya se había formado una muchedumbre. La gente, todavía demasiado temerosa de subir los escalones y verlo con sus propios ojos, gritaba y gemía incitándose unos a otros. Romulus había visto en otras ocasiones el frenesí de una muchedumbre incontrolada. Crecía con rapidez, y contemplarlo resultaba aterrador. Nadie se pararía a escuchar que había intentado salvarle la vida a César y ni siquiera a Mattius le perdonarían la vida.
—Caminad detrás de mí. No miréis a nadie —ordenó—. Tarquinius, tú detrás. —Levantando la espada amenazadoramente, Romulus bajó los escalones. Los demás lo siguieron.
Algunas personas que se encontraban entre la multitud los vieron. Enseguida se oyeron gritos de ira.
—¿Es cierto? —gritó un hombre barbudo vestido con una túnica de obrero—. ¿César ha sido asesinado?
—Sí —repuso Romulus que seguía bajando.
Un sonido inarticulado de ira se elevó de entre los ciudadanos y Romulus se dio cuenta de que Fabiola se estremecía.
—Sigue caminando —susurró.
—¿Quién ha sido? —gritó el obrero.
—Un grupo de senadores —contestó Romulus—. Los habréis visto huyendo con las ropas ensangrentadas.
—Yo he visto a algunos —gritó una voz.
—Yo también —aulló otro.
El rostro del obrero se retorció de furia.
—¿Hacia dónde han ido?
—Por allí —respondieron con un grito.
En un instante, la atención de la muchedumbre pasó de Romulus y sus compañeros a una bocacalle que llevaba hasta los exóticos jardines de Pompeyo y de allí a la ciudad.
—Vayamos tras ellos —bramó el obrero. La masa de ciudadanos respondió a su grito y se movió con rapidez; un mar de puños y de armas ondeaban sobre él.
—Que los dioses ayuden a quien cojan —dijo Tarquinius.
Fabiola se estremeció al recordar a la muchedumbre que la había arrastrado tras el asesinato de Clodio Pulcro.
Romulus ignoró su angustia obvia. Ahora tampoco era momento de saldar cuentas.
—Iremos por allí —dijo. Señaló el anfiteatro—. Así entraremos en la ciudad por una puerta distinta.
Apenas habían recorrido una corta distancia cuando un pequeño grupo de personas surgió de una puerta en la pared del anfiteatro. Romulus entornó los ojos para intentar discernir quiénes eran y se puso tenso. Eran gladiadores. Instintivamente, aligeró el paso para alejarse.
No sirvió de nada. Al verlos, el grupo echó a correr con objeto de cortarles el paso en la calle que los llevaba a la ciudad.
—¡Deteneos! —ordenó Romulus. Tarquinius y él se colocaron de manera protectora delante de Fabiola y de Mattius y esperaron. Enseguida distinguieron a cuatro luchadores: dos
murmillones
y un par de tracios. Todos llevaban cascos, espadas y escudos. «¿Quién demonios son?», pensó Romulus, deseando tener algo más que sólo un
gladius
. Tras los luchadores trotaba un hombre ataviado con una elegante toga blanca. Se trataba de Decimus Brutus. Romulus lanzó una mirada a Fabiola. Parecía estar encantada, cosa que le agradó. Luchar contra cuatro gladiadores completamente armados no era precisamente lo que le apetecía en ese momento.
—¡Pensaba que eras tú, amor mío! —exclamó Brutus al acercarse—. Gracias a Júpiter que estás sana y salva. ¿Adónde habías ido?
Fabiola parecía sorprendida.
—Dentro, para asegurarme de que César estaba muerto.
Brutus hizo una mueca de dolor.
—He venido con estos luchadores para llevarme su cadáver. Para tratarlo con la dignidad que se merece.
A Romulus le bullía la sangre.
—Ya es un poco tarde para eso —masculló—. Más valdría que te hubieses quedado a su lado en lugar de entretener a Marco Antonio en el exterior.
—¿Cómo te atreves? —espetó Brutus—. No es tan sencillo.
Romulus estaba tan enfadado que olvidó la diferencia de clase.
—¿De veras? Tal vez no te importe explicarme cómo es posible jurar fidelidad a alguien y después planear su asesinato.
Brutus apretó los labios, furioso.
—Te respondo solamente porque Fabiola es tu hermana. Se había convertido en un tirano que despreciaba la República.
—César acabó con décadas de conflictos y de guerra civil —replicó Romulus, despectivo porque el noble había sucumbido a los encantos de Fabiola cuando él había tenido la fortaleza de no hacerlo—. Era el mejor futuro para este país, y tú lo sabes. Sin olvidar que le habías jurado lealtad.
—Romulus —dijo Fabiola adelantándose—. Por favor.
Indiferente, Romulus dio rienda suelta a toda su furia. En su inconsciente sabía que parte de la ira era la que sentía hacia Fabiola —y hacia sí mismo—, pero no le importaba.
—¿Dices que eres soldado? Más bien eres un maldito cobarde.
—¡Basura! —gritó Brutus—. ¡No eres más que un liberto!
—Basura, ¿eh? —gritó Romulus—. Al menos, yo apoyé a César cuando tú ni siquiera tuviste las agallas de clavarle un cuchillo.
Brutus señaló a Romulus con el dedo hecho una furia.
—¡Matad a ese hijo de puta! ¡Y a su amigo!
Con unas sonrisas malévolas en el rostro, los gladiadores se acercaron arrastrando los pies. No les importaba quiénes eran el joven soldado y su acompañante.
—¡Es mi hermano! —exclamó Fabiola.
—Me da igual quién sea —repuso Brutus con las venas del cuello hinchadas—. Ningún canalla le habla a un noble de esta manera y vive para contarlo.
—¡Apártate, Fabiola! —instó Romulus con urgencia.
—No. —Fabiola levantó las manos para suplicar a Brutus—. Por favor, cálmate, mi amor. El tirano ha muerto. Eso es lo que importa. No hay necesidad de derramar más sangre.
—Escucha lo que estás diciendo —gruñó Romulus, dirigiendo entonces su ira hacia su hermana—. Conque un tirano, ¿no? Como si eso te importase. Lo único que querías era vengarte del hombre que había violado a tu madre.
Brutus palideció.
—¿Ése era tu motivo?
Fabiola levantó los hombros con orgullo.
—Sí. Por esta razón te escogí a ti en lugar de a cualquiera de los imbéciles que visitaban el Lupanar.
Brutus se mostró sorprendido.
—Yo te escogí primero.
—Puede que sí —contestó Fabiola—. Pero después yo lo propicié. Tú eras mi camino hacia César e hice absolutamente todo lo que estaba en mis manos para que me prefirieses a todas las demás.
Brutus levantó la mano en un intento de apartar las palabras.
—No —masculló—. Mientes.
—¿Por qué iba a mentir? —espetó Fabiola con los labios salpicados de saliva—. La venganza era lo único que tenía para no volverme loca mientras me prostituía contigo y con mil más. Además, siempre tuve razón sobre ese cabrón.
La angustia de Fabiola le desgarró el corazón.
Brutus se apartó tambaleante, conmocionado por la confesión de Fabiola.
Todo sucedió muy deprisa.