—Cada cual es dueño de su destino. Le has ofrecido tu ayuda y César la ha rechazado de plano. Es su prerrogativa y no debemos interferir.
—¡Pero puede que le maten! —exclamó Romulus.
—Es su elección —repuso Secundus sombrío mientras silbaba una orden.
—¿Qué vas a hacer?
—Regresar al Mitreo —fue la sencilla respuesta—. Haremos una ofrenda a Mitra para que proteja a César.
Romulus no podía hacer nada más. Después de susurrarle a Secundus al oído que cuidase de Mattius, contempló con total desolación cómo los veteranos desfilaban ante él ordenadamente. Muchos se despidieron amablemente con un gesto de cabeza, pero ninguno se ofreció a quedarse. Su confianza en la autoridad de Secundus era total, incluso más fuerte de lo que Romulus había visto en el ejército. Le resultaba imposible enojarse con ellos. Su filosofía de respetar el destino de un hombre provenía del mismo sistema de creencias que compartía Tarquinius y que éste había enseñado a Romulus. Sin embargo, hpy le resultaba imposible llevarlo a la práctica.
Darse cuenta de esto le hizo esbozar una sonrisa sardónica y contemplar el tatuaje que tenía en el brazo derecho. «Quizá, después de todo, no sea tan devoto de Mitra», pensó. Pero no había forma de reconsiderar su decisión. Echarse atrás sería como dejar a Brennus solo ante un elefante.
Durante algún tiempo, Romulus se dedicó a observar la llegada de los senadores a la sesión matinal. Mattius, deseoso de saber cuál iba a ser su cometido, no se apartó de su lado. Romulus estudiaba con recelo uno a uno a los hombres envueltos en togas, en un intento de percibir un atisbo de maldad. Para su frustración, no logró percibir nada. Con sus largas cajas de estiletes en la mano, los políticos se apeaban de las literas y saludaban a los conocidos. Romulus reconoció a unos pocos. Paseaba de un lado a otro intentando escuchar las conversaciones, pero resultaba difícil hacerlo sin levantar sospechas. Lo único que oyó fueron cotilleos sin importancia o sobre el hijo de Longino, que esa mañana recibiría la toga viril. A su pesar, Romulus se relajó un instante.
Resultaba interesante ver una vez más al hombre que había servido a las órdenes de Craso. En la campaña parta, sólo había visto a Longino de lejos, pero poco antes de que César le concediese la manumisión, el entrecano ex soldado le había acribillado a preguntas. Sentía cierta afinidad con Longino y al verlo allí se había sentido inquieto. ¿Por qué siempre había algo que le recordaba a Partia si no era por tener relación con la próxima campaña de César? Este pensamiento avivó la pequeña esperanza de que Tarquinius se hubiese equivocado con respecto al asesinato.
Al final de la mañana, Romulus empezaba a sentirse optimista; pensaba que, a diferencia de él, Decimus Brutus había conseguido convencer a César de que no asistiera al Senado. En el interior del templo, habían empezado los actos matutinos. A pesar del fuerte viento y de la amenaza de lluvia, todavía había muchos senadores en el exterior. «Nada de eso importa si César no se presenta», pensó Romulus.
Por eso se le cayó el alma a los pies cuando una litera lujosamente decorada se acercó pasando por entre la inevitable multitud de ciudadanos que se había reunido allí para contemplar a los ricos y famosos o para pedir que interviniesen en un negocio que había salido mal. La litera, portada por cuatro esclavos fornidos con taparrabos, iba precedida por otro esclavo armado con un palo largo con el que se abría camino. Romulus no veía señales de guardias o soldados. Cuando el primer esclavo pronunció el nombre de César se puso en pie de un salto.
—Ha llegado el momento —susurró a Mattius—. Los
lictores
nunca me dejarán pasar, pero puede que tú te abras camino a rastras y logres entrar. ¿Crees que puedes conseguirlo?
Con una expresión de determinación infantil en el rostro, Mattius asintió con la cabeza.
—¿Qué tengo que hacer?
—No pierdas de vista a César ni un solo momento —le advirtió Romulus—. A la mínima señal de peligro, llámame. Me quedaré lo más cerca posible de la puerta.
—Puede que para entonces ya sea demasiado tarde, especialmente si los
lictores
intentan impedirte la entrada.
—¿Qué otra cosa puedo hacer? —preguntó Romulus. Alzó las manos en un gesto de impotencia.
Un instante después apareció el arúspice entre la multitud.
—Fabiola está aquí —anunció con calma.
—¿Dónde? —preguntó Romulus conmocionado a pesar de que se lo esperaba.
Tarquinius señaló a una figura con capa y capucha de pie, medio escondida tras una columna cerca de la entrada del templo. Era lo bastante menuda como para ser una mujer.
—¿Estás seguro? —Romulus no quería dar crédito a sus ojos.
Tarquinius esbozó una sonrisa fría.
—¿Crees que se lo iba a perder?
Romulus sintió la boca seca y áspera. La predicción de Tarquinius estaba a punto de hacerse realidad. ¿Por qué si no estaba Fabiola allí? Sintió una necesidad apremiante de enfrentarse a su hermana y sus ojos saltaban de Fabiola a la litera de César, que se había detenido al pie de la escalinata. Un amplio grupo de senadores esperaba al dictador y Romulus se puso nervioso. Vio a Longino y a Marco Bruto. Aunque Marco Antonio, el más fiel seguidor de César, también estaba allí, los asesinos podían atacar inmediatamente.
No iba a tener tiempo de correr hasta Fabiola y volver antes de que César se apease. Maldiciendo, se abrió paso a empujones entre la multitud entusiasta hasta la litera del dictador. Mattius hizo amago de seguirle, pero Romulus sacudió la cabeza y el muchacho se acordó de su cometido. Con una sonrisa, subió corriendo la inmensa escalinata tallada y se detuvo al lado de la entrada. Los guardias le ignoraron, tan sólo era un emocionado espectador más que intentaba conseguir ver bien la entrada de los senadores. Ellos hacían lo mismo. Con gran aplomo, Mattius aparecía y desaparecía de la vista. Romulus hizo una mueca de satisfacción. Al menos una cosa salía como había planeado. Todavía quedaba por ver si alguna cosa más también saldría bien. Romulus desenvainó el
gladius
y murmuró la que quizá sería su última plegaria a Júpiter y Mitra para pedir su protección y ayuda.
Se oyó una fuerte ovación cuando César descendió de la litera. A pesar del descontento de algunos políticos, César disfrutaba de una enorme popularidad entre los ciudadanos de a pie. La mirada penetrante del dictador escrutó la muchedumbre y, al no ver peligro, agradeció la ovación con saludos y sonrisas. Tras él apareció un hombre de cabellos castaños. Para sorpresa de Romulus se trataba de Decimus Brutus. ¿Quería esto decir que el amante de Fabiola era uno de los conspiradores? ¿O que, como Romulus, no había logrado convencer a César para que no asistiese a la sesión? No sabía qué pensar. Romulus avanzó lentamente hasta colocarse delante de la multitud y vio que los senadores que esperaban habían formado dos líneas para ofrecer a César un camino despejado hasta el templo. El ambiente estaba lleno de saludos efusivos. Ya no soportaba más la tensión y salió disparado hacia delante para ponerse al lado del dictador.
—Legionario Romulus. Me alegra verte de nuevo. —César puso el pie en el primer escalón—. Te llamaré enseguida.
—Gracias, señor. —Romulus saludó antes de murmurar—. Por favor, dejadme que os acompañe al interior.
César sonrió.
—No será necesario. —Levantó los brazos y señaló a los senadores—. Tengo a estos buenos hombres para guiarme.
—Pero, señor —protestó Romulus—. Mi amigo dijo…
—Eso es todo, soldado —repuso César secamente.
Con la protesta en la garganta, Romulus dio un paso atrás. Se dio cuenta de las miradas de desaprobación de los senadores, pero le dio igual. Lo movía una mezcla de miedo y de pura adrenalina. Como no percibió peligro inmediato, Romulus llegó a la conclusión de que el ataque se llevaría a cabo en el interior. Se abrió camino hasta la parte lateral de la concentración y subió los escalones hasta la entrada. Para tener alguna posibilidad de salvar a César, tendría que situarse lo más cerca posible de él. Se dio cuenta vagamente de que detrás estaba Decimus Brutus saludando a Marco Antonio de forma jovial. Esto levantó sus sospechas y miró hacia atrás. Fabiola le había contado que se odiaban y, sin embargo, ahí estaba Brutus pasándole el brazo por encima del hombro a Marco Antonio. Al principio, el ex jefe de Caballería pareció molesto, pero cuando Brutus siguió hablando, esbozó una lenta sonrisa en su rostro ancho y hermoso.
César empezó a subir la escalinata y dejó rezagados a Marco Antonio y a Brutus, que estaban enfrascados en una conversación. Como si Vulcano le hubiese dado un martillazo, Romulus se dio cuenta de lo que pasaba. Era todo parte del plan. Los conspiradores sólo querían matar a César, por esta razón entretenían en el exterior a su más leal seguidor. Romulus quería gritar con todas sus fuerzas. ¿Nadie más se daba cuenta? «Tranquilízate —pensó—. No está todo perdido, aún no.» ¿Cómo iban a matar a César? La toga no era la prenda idónea para esconder un arma. ¿Acaso habían escondido armas en el interior? Inmediatamente descartó esta teoría. Demasiadas personas ajenas —sacerdotes, acólitos y devotos— tenían acceso al templo.
Entonces los ojos de Romulus se posaron en los estuches de los estiletes que todos los senadores llevaban en la mano y se le revolvió el estómago. Los elegantes estuches de madera tenían la medida ideal para guardar un cuchillo. La cabeza le daba vueltas por lo sencillo y lo mortífero del plan. Desesperado, Romulus dirigió la mirada al grupo que ascendía. Allí, al otro lado del escalón, a su misma altura, vio a Fabiola. Sus ojos se encontraron y se miraron con una intensidad insoportable. Después de un instante que pareció durar una eternidad pero que en realidad no duró más que unos segundos, Fabiola abrió la boca.
Pero antes de que pudiese hablar, César los había alcanzado. Rodeado por un sinnúmero de senadores, hablaba sobre el gran día del hijo de Longino. Recibir la toga viril era uno de los acontecimientos más importantes de la vida. Marco Antonio seguía estando a los pies de la escalinata conversando con Decimus Brutus. Romulus nunca se había sentido tan cansado en su vida. No era más que un observador impotente.
—Estoy aquí —dijo Tarquinius desde atrás.
Romulus estuvo a punto de gritar de alivio.
—¿Me acompañarás?
—Por supuesto. Para eso están los camaradas —repuso el arúspice mientras se descolgaba el hacha de guerra doble.
—Puede que nos maten —dijo Romulus mirando a los seis guardias que tenían la atención puesta en César.
—¿Cuántas veces he oído eso? —Tarquinius sonrió—. Pero eso no significa que te vaya a dejar ir solo.
Romulus se alejó de la multitud y desenvainó el
gladius
. Lanzó una mirada a Fabiola, pero ella estaba demasiado ocupada observando al dictador. Una mezcla de emociones deformaba su bello rostro y Romulus pensó en su madre. «¿Y si su hermana tenía razón? —se preguntó de nuevo con desesperación. Su instinto le respondió enseguida—. Aunque tuviese razón, César no se merecía que lo matasen como a una oveja rodeada por una manada de lobos. De manera que ahora no se iba a echar atrás.»
Tenso, Romulus observó cómo el dictador se alejaba de su vista. Por suerte, cuatro de los guardias también entraron y sólo dos se quedaron en la puerta, que permaneció abierta.
Ahora dependía de Mattius.
Dio un par de pasos en dirección a la entrada y Tarquinius hizo lo mismo. Ninguno de los dos guardias, que hablaban entre ellos mientras miraban de pasada lo que sucedía en el interior, se dio cuenta de nada. Romulus deslizó las
caligae
sobre las piedras y se acercó unos pasos más.
—¡Romulus!
El grito de Fabiola fue como el chasquido de un látigo en un espacio cerrado.
Romulus la miró fijamente, consciente de que los guardias lo habían visto.
—¿Qué vas a hacer? —gritó.
La imagen del sufrimiento de Velvinna hacía que le ardiera la cabeza. Le seguía otra de César sonriendo mientras le concedía la manumisión en el anfiteatro a no más de trescientos pasos de allí. Dividido entre las dos, miró a Tarquinius.
—Tu camino es tuyo y de nadie más —susurró el arúspice—. Nadie más que tú puede decidirlo.
—¡Vosotros dos! —gritó uno de los guardias—. ¡Tirad las armas al suelo! —Su camarada y él avanzaron con los
pila
preparados mientras pedían ayuda.
Se detuvieron al oír un grito animal de dolor procedente del interior del templo.
—Casca, imbécil, ¿qué haces? —exigió César.
—Ayudadme —chilló una voz—. ¡Matad al tirano!
—Romulus —gritó Mattius—. ¡Rápido!
Se oyó un aullido de ira y Romulus percibió el sonido amortiguado de los golpes. La ira lo consumía. Levantó el
gladius
y saltó hacia los dos guardias.
Los dioses sonreían en ese momento. Distraídos por la conmoción del interior, los dos habían girado la cabeza. Romulus lo agradeció, pues no deseaba hacerles daño innecesariamente. Dio la vuelta al
gladius
y golpeó con la empuñadura el cráneo del hombre que tenía más cerca. Por el rabillo del ojo, vio que Tarquinius utilizaba la base de metal del hacha para hacer lo mismo con el otro centinela. Saltaron por encima de los dos hombres caídos y corrieron al interior del templo.
Por suerte, el resto de los guardas estaban completamente enfrascados en lo que sucedía, de manera que tenían vía libre. Romulus abrió los ojos como platos al ver el esplendor de la cámara, larga y de techos altos y bien iluminada gracias al gran número de pequeñas ventanas en la parte superior de la pared. Como es lógico, no se dedicó a contemplar la decoración ni el rango de los senadores ataviados con togas que de pie gritaban y señalaban. Estaba claro que la mayoría de los seiscientos senadores no sabía nada sobre el intento de asesinato. Le indignó que ninguno hubiese intentado intervenir. Corrió hacia la zona central donde se encontraban los asientos de los cónsules y de César. Allí pudo distinguir a un grupo de hombres. Todos llevaban cuchillos y muchos tenían las túnicas ensangrentadas. En sus rostros se percibía la mirada vacía y asombrada de quienes acaban de comprender la magnitud de lo que han hecho.
«He llegado demasiado tarde —pensó Romulus, destrozado por la angustia como si de las garras de un animal voraz se tratase—. Me lo temía.» Con un fuerte alarido, cargó directamente contra los asesinos. Tarquinius daba zancadas a su lado con el hacha levantada, delgado y entrecano, pero con un aspecto aterrador. Romulus era vagamente consciente de que Mattius corría tras él y su voz infantil se sumaba al griterío. Para su sorpresa, sus gritos tuvieron un efecto espectacular. Los asesinos se dispersaron como una bandada de pájaros atacada por un gato y echaron a correr, huyendo precipitadamente por entre las filas de asientos. Su miedo era contagioso y en unos segundos todos los senadores huían por los laterales de la cámara hacia las puertas. Su salida reveló una escena sangrienta.