Camino a Roma (60 page)

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Authors: Ben Kane

Tags: #Histórico

BOOK: Camino a Roma
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—¿Está ahí? —preguntó Brutus—. Contéstame.

—Sí, señor —masculló el gigantesco esclavo, flaqueando ante el mal humor de Brutus.

—Apártate.

Fabiola se alejó de la puerta, que se abrió un segundo después. Brutus entró con el ceño fruncido. Sus miradas se encontraron.

—Cariño —dijo sin convicción, sin saber qué más decir—. ¡Qué sorpresa! —Sin responder, Brutus recorrió la habitación con la mirada. Abrió la boca sorprendido por el número de asistentes y por su identidad. Muchos no se atrevieron a mirarle, pero Marco Bruto, Longino y Trebonio sí.

—Bienvenido, primo —saludó Marco Bruto—. Hemos echado en falta tu compañía.

—¿Qué es todo esto? —exclamó Brutus mirando a Fabiola.

—Me parece que ya lo sabes —intervino Trebonio.

Brutus se sonrojó.

—¿Pretendéis asesinar a César?

—Más bien liberar a la República de un déspota —añadió Longino—. Y volver a poner las cosas en su sitio.

Se oyó un murmullo fuerte de asentimiento.

Brutus observó los rostros de los nobles durante varios segundos.

—Ya veo —dijo con pesadez.

—Mira cuántos hombres están presentes, primo —dijo Marco Bruto afectuosamente—. No se trata de un montón de lunáticos. Aquí están representadas las distintas opiniones. Lo que nos une es nuestro odio por la tiranía.

Brutus miró fijamente a los ojos de su primo.

—¿Tiranía? —susurró.

El conflicto que Fabiola percibió en su voz le rompió el corazón. A pesar de lo mucho que deseaba que se les uniera, el dolor que él sufría le desgarraba el alma.

—Sí —repuso Marco Bruto categóricamente—. Así es como César gobierna la República. ¿Qué es el Senado sino una institución vacía? ¿Qué somos ahora, aparte de sus marionetas?

El comentario fue recibido con murmullos de enfado.

Brutus suspiró.

«Mitra que estás en el cielo —invocó Fabiola—. Por favor, convéncelo.» Se movió para situarse al lado de su amante.

—Sabes que es verdad —dijo—. Tanto poder se le ha subido a la cabeza.

—Los augures dan malos presagios para mañana; sin embargo, en todas partes lo llaman rey —susurró—. Rey de Roma.

—¿Te unirás a nosotros? —preguntó Trebonio.

Brutus se mordió el labio. A su lado, Fabiola apenas se atrevía a respirar.

Marco Bruto retiró la silla y se levantó.

—Nuestros antepasados liberaron a esta ciudad de su último tirano. Ahora ha llegado el momento de repetir esa dolorosa tarea. Es nuestro deber formar parte de ella —declaró.

Se produjo un largo silencio.

Fabiola ardía en deseos de decir algo, de persuadir a Brutus de la rectitud de los allí presentes, pero se contuvo. Por mucho que lo deseara, era una decisión que debía tomar por sí solo. Los otros también sabían que tenía que ser así, lo notaba, pero ¿el fuerte sentido del deber de su amante vencería sobre su fervorosa fidelidad a César?

Marco Bruto extendió la mano derecha.

—¿Qué decides?

Hubo una mínima pausa y entonces Brutus le dio la mano a su primo.

—Contad conmigo. Por el bien de la República.

Un suspiro conjunto de alivio llenó el aire, el de Fabiola fue el más sonoro. En esta última fase, los conspiradores no iban a permitir que se descubriese su tapadera. Si Brutus se hubiese negado, hubiese firmado su sentencia de muerte.

—¿Cuándo será? —preguntó Brutus.

—Mañana —repuso Marco Bruto—. Donde se reúne el Senado.

Brutus tuvo el mérito de ni siquiera pestañear.

—Ya —dijo—. Pero César está enfermo. ¿Estáis seguros de que asistirá?

—Puede que necesite que le convenzan —admitió Longino—. Estábamos planteándonos quién podría visitarle por la mañana.

—Iré yo —se ofreció Brutus.

—¿Estás seguro?

Asintió categóricamente con la cabeza.

—Bien —dijo Marco Bruto con una sonrisa—. Nosotros nos reuniremos en el Senado temprano. Además tenemos una buena razón, el hijo de Longino mañana vestirá la toga.

—¿Tenemos que atacarle en cuanto llegue? —preguntó Básilo ensimismado.

—Creo que no. No queremos que algún miembro del público vea algo —interpuso Longino—. Hay que dejar que el tirano baje de su litera y entre en el Senado.

—Yo me acercaré a él —se ofreció voluntario Cimber, antiguo republicano—. Le pediré que permita a mi hermano regresar a Italia.

—Podemos rodearle, todos defendiendo el mismo caso —añadió Marco Bruto—. Para despejar cualquier sospecha que pudiese tener.

—Entonces sacamos las armas —añadió Longino con una sonrisa perversa. Abrió la caja larga de madera de su estilete, sacó una daga con mango de marfil e hizo ver que atacaba con saña—. Acabamos el trabajo.

Todas las miradas se posaron en la hoja engrasada, pero nadie se opuso al curso previsto de los acontecimientos.

—¿Y Marco Antonio? —preguntó Brutus un momento después—. No creo que se mantenga al margen mientras asesinamos a César. ¿También hay que matarle?

Longino entornó los ojos.

—¿Por qué no? Al fin y al cabo, es un cabrón arrogante.

—Buena idea —añadió Galba—. Sólo los dioses saben cómo actuará si no lo hacemos. —El mal genio de Marco Antonio era famoso en toda Italia.

«¡Gracias, Mitra! —pensó Fabiola, llena de júbilo—. Así mataré dos pájaros de un tiro.»

—No —declaró Marco Bruto en voz alta—. No somos una banda de maleantes. Esto lo hacemos por la República. Cuando César esté muerto, se podrán celebrar elecciones libres y el Senado podrá gobernar como siempre lo ha hecho. Marco Antonio no se opondrá. —Recorrió la habitación con una mirada que desafiaba a que lo retasen. Pocos tuvieron la fuerza de voluntad de aguantarla un rato.

—Si tú lo dices —declaró Longino dubitativo.

—Yo creo que sí —masculló Marco Bruto—. Así que necesitamos a alguien que distraiga a Marco Antonio, quizá podría entretenerlo en el exterior del Senado.

—También puedo encargarme yo —se ofreció Brutus.

—¿No quieres participar en el asesinato? —preguntó Marco Bruto.

—Puede que asesinar a César sea la mejor solución, pero eso no quiere decir que quiera clavarle el cuchillo —repuso Brutus.

—No —admitió su primo—. De acuerdo.

—Espera un momento —Trebonio frunció el ceño—. Marco Antonio y tú no os soportáis.

—Exacto —replicó Brutus con arrogancia—. Ya es hora de reconciliarse.

Longino blasfemó.

—Cuando descubra por qué lo hiciste, Marco Antonio nunca te lo perdonará.

Brutus se rio con amargura.

—¿Crees que me importa? Tendrá que vivir sabiendo que podría haber salvado a César si yo no le hubiese detenido.

De repente, Fabiola se dio cuenta del daño que su romance con Marco Antonio había hecho a su amante. Lo disimulaba bien, excepto en momentos como éste. Alargó la mano para tocar la suya.

—Lo siento —susurró.

Brutus asintió con un breve gesto de cabeza que calmó un poco el dolor de Fabiola. Experta en leer sus sentimientos, se daba cuenta de que todavía le torturaba la decisión de unirse a los conspiradores. Su ira contra Marco Antonio era en parte una reacción visceral a esto. Pero todo iba demasiado deprisa para pararse a reflexionar.

—Entonces estamos de acuerdo. Mi primo convencerá a César de que asista al Senado y después también se encargará de entretener a Marco Antonio —explicó Marco Bruto—. Cuando el tirano entre en el Senado, Cimber será el primero en acercarse para suplicarle que tenga clemencia con su hermano. Después el resto le rodeará y se unirá al clamor.

—¿Qué señal vamos a utilizar para empezar? —preguntó Longino—. ¿Una palabra especial?

—Le bajaré la toga del hombro —anunció Casca, un hombre rechoncho de rostro colorado—. Para tener un blanco mejor.

Gruñidos de aprobación salieron de las gargantas de los nobles. Eufórica porque el sueño que tanto tiempo había abrigado estaba a punto de hacerse realidad, Fabiola cerró los ojos y dio las gracias a Mitra y a Júpiter desde lo más hondo de su corazón. «Madre será vengada. Mañana.»

«¿Y Romulus? —preguntó de repente una voz interior—. ¿Y si él tiene razón y tú no?»

Sin contemplaciones, Fabiola apartó ese pensamiento de su mente. Sólo podía considerar una posibilidad: César era culpable y al día siguiente pagaría su culpa.

27 Los idus de marzo

En un principio, Romulus pensó en ir directamente al Lupanar y hablar con Fabiola. Una vez encajado el golpe inicial, una furia fría arrasó su alma al pensar en la osadía de Fabiola. Debía reconocer que no le sorprendía que su hermana tuviese la valentía de llevar adelante su plan. Su madre tuvo que demostrar una tremenda fortaleza para soportar la vida de tormentos que le tocó vivir y su sangre corría por las venas de Fabiola y por las de él. Velvinna siempre había intentado hacer lo mejor para ellos y Romulus dudaba que hubiese sido capaz de soportar lo que ella tuvo que sufrir. Sin embargo, su hermana lo había hecho durante años al acostarse con hombres en contra de su voluntad. Al final, Fabiola había salido bien parada de la prostitución, pero eso no significaba que no le hubiese causado un daño irreparable. Tal vez de ahí proviniera su vena cruel. Planear la venganza debió de ser la única manera de sobrevivir, concluyó Romulus.

Para él, eso no era excusa para planear el asesinato del líder de la República. Si César no había reconocido la violación de Velvinna, ¿cómo podía saber Fabiola que era culpable? Era imposible y Romulus sencillamente no estaba preparado para asesinar a un hombre por un presentimiento, en especial cuando se trataba de la persona que le había concedido la manumisión. Si estaba en sus manos, no iba a permitir que su hermana y una panda de nobles descontentos lo hiciesen.

Romulus decidió que era demasiado arriesgado acercarse a Fabiola en esta fase tan tardía. Si estaba preparada para dar el paso decisivo con respecto al asesinato de César, entonces tampoco ella iba a permitir que se lo impidiese. A los gorilas que estaban en la puerta del Lupanar les importaba un bledo que fuese su hermano. No quería acabar degollado. Intentó controlar la ira y decidió aceptar el consejo de Tarquinius y visitar la
domus
palaciega de César por la mañana temprano. No mencionaría a Fabiola. Romulus no quería que su hermana acabase ejecutada. Ya se ocuparía de ella más tarde.

Romulus regresó a la casa de los veteranos y fue a buscar a Secundus. El antiguo soldado manco era el
páter
del Mitreo, lo que significaba que lideraba a más de cincuenta hombres curtidos en las legiones. En el breve tiempo que había pasado allí, Romulus había tomado aprecio al hombre pensativo y de mediana edad que en muchas ocasiones escuchaba en lugar de hablar. Cuando Secundus abría la boca, sus palabras eran siempre sabias, cosa que le recordaba a Tarquinius.

A Romulus no le sorprendió enterarse de que los dos ya se conocían del pasado. Encontró a Secundus en el patio grande disfrutando del sol tenue de la primavera.

—Bienvenido. —Secundus sonrió—. ¿Has venido con Tarquinius?

—No —repuso Romulus incómodo—. Le he dejado en el templo de la colina Capitolina.

Secundus arqueó una ceja.

Romulus se lo contó todo. Que habían visto que la sangre y las plumas de la gallina iban hacia el este, pero que poco más habían podido averiguar. Que había comprado un cabrito. El susto de Tarquinius cuando vio el hígado.

Secundus se sentó bien erguido.

—¿El peligro que corre César es real?

—Tarquinius cree que sí. Sucederá mañana en el Senado —murmuró Romulus—. No voy a mantenerme al margen y dejar que pase. Hay que avisar a César.

—También necesita protección —farfulló Secundus—. ¿En qué estaba pensando cuando disolvió el cuerpo de guardaespaldas hispanos?

—Por eso he venido a verte —prosiguió Romulus—. He pensado que tal vez tus hombres podrían ayudar.

—Por supuesto.

Con gran alivio, Romulus se sentó un rato y discutió con Secundus la mejor forma de desplegar a los ex soldados a la mañana siguiente. Al final decidieron que la opción más segura sería rodear la litera del dictador en el momento de su llegada. Su mera presencia y determinación intranquilizaría a los conspiradores o incluso les haría cejar en su empeño. Si a pesar de todo atacaban, pagarían un sangriento precio con escasas posibilidades de éxito. Los políticos no tenían nada que hacer contra veteranos del ejército.

Tarquinius regresó al cabo de un rato e instó a Romulus a que pensase si había visto algo más en los órganos del cabrito. Una monumental ola de vergüenza le azotó al pensar en Brennus, a quien había olvidado durante estos dramáticos momentos. Una conversación entre murmullos con el arúspice reveló que no había distinguido nada de interés. Esto no amortiguó el complejo de culpabilidad de Romulus por no haber preguntado sobre el gigantesco galo, pero tenía que apartarlo de su mente. Lo que iba a suceder al día siguiente era más importante que cualquier otra cosa.

—¿Estás bien? —El rostro lleno de cicatrices de Tarquinius mostraba preocupación.

Romulus no quería hablar.

—Necesito dormir bien, eso es todo.

—¿Sigues pensando en avisar a César?

—Por supuesto —repuso bruscamente—. ¿Tú no harías lo mismo?

Tarquinius negó con la cabeza.

—No debo interferir en el destino de una persona. Además, Roma hizo demasiadas cosas terribles a mi pueblo para que ahora yo la ayude.

—Eso fue hace siglos.

—Tengo una conexión directa con el pasado —contestó Tarquinius con tristeza—. Por culpa de los romanos soy el último arúspice.

—Es cierto. Disculpa —masculló Romulus, pues ahora comprendía mejor el odio que su amigo sentía por Roma. Sin embargo, y a pesar de la dureza de sus sentimientos, el arúspice no tenía intención de impedirle que avisara a César, lo cual ponía de manifiesto que se mantenía fiel a sus creencias. Esto, a su vez, reforzó el deseo de Romulus de hacer lo mismo. Pensaba en César, en Fabiola y en su relación con los dos y le sorprendieron las palabras que Tarquinius pronunció a continuación.

—Podrías utilizar tus poderes para adivinar más sobre este asunto.

—No —repuso Romulus, aunque odiaba el hecho de que su negativa pudiese causar dolor a Tarquinius—. Lo siento. Predecir el futuro no es para mí.

Tarquinius esbozó una sonrisa de aceptación.

—Un hombre sólo puede ser lo que quiere ser. Amable. Leal y valiente. Un verdadero soldado. Eso es más que suficiente.

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