Tarquinius sujetó el hígado con la mano izquierda y dirigió la mirada hacia el cielo para observar el dibujo de las nubes y la dirección del viento.
—Gran Tinia, recibe hoy esta ofrenda —dijo al final—. Concede a tus dos humildes devotos la bendición de tu sabiduría y ayúdanos a encontrar el mejor sendero.
—Tres —interrumpió Mattius—. Yo también creo.
Romulus frunció el ceño preocupado porque la interrupción rompiese el hechizo.
Tarquinius reaccionó de forma diferente.
—Disculpa —le dijo a Mattius mientras inclinaba la cabeza. Levantó la vista hacia la estatua—. Gran Tinia, no olvides a nuestro amigo.
Mattius, satisfecho, se tranquilizó.
Romulus sintió una oleada de admiración por el talante del muchacho. Pocos adultos se atreverían a hablar en una situación semejante.
Tarquinius volteó el hígado de un lado a otro y lo estudió durante un largo rato. Insatisfecho, pasó al corazón del ave y lo abrió con un cuchillo para observar la sangre del interior. A continuación, examinó todo el cuerpo de la gallina, desde el pico hasta el ano. Cuando terminó, suspiró profundamente.
Romulus ya no podía esperar más.
—¿Qué has visto?
—No mucho.
—Pero la sangre ha fluido hacia el este. ¡Y las plumas también! —exclamó Romulus, mientras el miedo empezaba a atenazarle.
—Lo que significa que es un buen augurio —repuso Tarquinius.
—¿Quiere decir que tenemos que viajar hacia el este?
Tarquinius lo miró de hito en hito.
—No lo sé. No he visto nada de Margiana.
—¿Algo sobre César? —murmuró Romulus—. ¿O Fabiola?
El arúspice negó con la cabeza con resignación.
Romulus venció sus reservas y pasó unos momentos mirando la gallina sacrificada. No vio nada. Luchó contra su decepción, miró de nuevo a Tarquinius.
—No he visto nada malo, deberíamos estar agradecidos.
—¿Nada sobre mi padre adoptivo? —preguntó Mattius nervioso.
—No —respondió Tarquinius, que logró sonar jovial—. Pero tampoco hay nada para Romulus ni para mí.
Romulus, que había logrado recuperar el ánimo, empujó hacia delante el cabrito castaño.
—Todavía tenemos esto —dijo.
Sin mediar palabra, el arúspice limpió todo el desorden de plumas y sangre y lo apartó de la estatua.
—Tíralo —ordenó a Mattius—. Cuando el muchacho se escabulló con las manos llenas, Tarquinius cogió el cabrito de Romulus y lo examinó con atención. Satisfecho, asintió con la cabeza y lo colocó en el lugar donde hacía un momento yacía la gallina. Al oler la sangre, el animal baló e intentó saltar del plinto de piedra.
—Rápido, antes de que se ponga muy nervioso —instó Romulus. Sujetó el cabrito y le estiró el cuello hacia delante—. Júpiter —rezó en silencio—. Escucha nuestro ruego. Necesitamos tu ayuda.
Tarquinius limpió el cuchillo en la túnica y murmuró una rápida oración. Inmovilizó al animal por el cuello y le pasó la hoja de hierro por la parte inferior de la garganta.
—Te damos las gracias por tu vida —susurró mientras un chorro carmesí le manchaba los dedos y caía al suelo. Esta vez, en lugar de alejarse de él, la sangre formó un charco—. No pasa nada —declaró Tarquinius con seguridad mientras daba la vuelta al cabrito para colocarlo panza arriba. Siguió el mismo procedimiento que con la gallina y primero lo abrió por el abdomen.
—Parece que está sano —dijo Romulus cuando aparecieron las primeras secciones de intestino rosado.
Tarquinius gruñó. Examinó a fondo y en silencio todo el intestino desde el ano hasta los cuatro divertículos del estómago.
—Nada —anunció. Cuando vio la mirada preocupada de Romulus se rio—. Ánimo. El hígado y el corazón son mucho más reveladores.
Romulus se tragó la acidez que le subía a la garganta y se obligó a tranquilizarse.
Con la punta del cuchillo, Tarquinius sacó el hígado del cabrito de la pequeña cavidad situada al lado del diafragma. De color más morado que el de la gallina, no tenía manchas o parásitos visibles. De nuevo el arúspice levantó hacia el cielo el hígado que sujetaba con la mano izquierda e invocó con fervor a Tinia. Romulus añadió su ruego y esperó con el alma en vilo mientras Tarquinius se preparaba para iniciar la adivinación.
En un segundo, el lenguaje corporal del arúspice cambió. Se puso tenso por la sorpresa y aspiró profundamente.
—Este es el motivo por el que Fabiola y tú siempre estáis metidos en el ajo —masculló—. Los rumores son ciertos.
Romulus, horrorizado, miró a Tarquinius por encima del hombro y entonces lo entendió.
—¿Sobre César? —preguntó susurrando. Pocas cosas provocaban más revuelo en Roma que el hecho de que un augur o el testigo de una adivinación relatase lo que había visto. La idea reciente de que César iba a trasladar la capital de la República a Alejandría probablemente se hubiera originado así. Romulus no deseaba ser el artífice de rumores potencialmente peligrosos, pero tenía que saber más—. ¡Cuéntame!
—Es cierto que planean asesinarle. Al fin y al cabo César no es un dios —repuso Tarquinius. Lanzó a Romulus una mirada penetrante. Lo mismo le daba si César moría, pero su protegido era diferente. Por muchas razones.
La sensación de náusea que sentía Romulus empeoró y apretó los puños.
—¿Quién?
El arúspice miró a lo lejos.
—Una vez más Olenus sabía de lo que hablaba. Es increíble.
—¿Tu maestro tuvo una visión sobre César? —exclamó Romulus asombrado—. Si eso fue hace media vida.
Tarquinius se concentró de nuevo en la observación del hígado.
Romulus no presionó más a su amigo. Era mucho más importante averiguar todos los detalles posibles a través del cabrito sacrificado.
—Hay muchos hombres implicados —añadió el arúspice a continuación—. Nobles de alto rango de todas las ideologías, antiguos pompeyanos y algunos de los seguidores más antiguos de César. Más de cincuenta.
A Romulus se le cayó el alma a los pies. Aquello explicaba las reuniones en el Lupanar sobre las que Mattius había informado. No había mencionado a ninguna mujer, detalle que le dio algo de esperanza. ¿Acaso Fabiola no sabía nada? Eso era imposible teniendo en cuenta el lugar de celebración de las reuniones. Se mordió una uña e intentó controlar sus emociones.
—¿Cuándo llevarán a cabo el plan? Según dicen, César partirá hacia Dacia y Partia esta misma semana.
Tarquinius tocó el hígado con el índice enrojecido por la sangre antes de responder.
—Mañana, creo —repuso al fin—. Los idus de marzo.
Romulus sintió que el flujo sanguíneo se le agolpaba en los oídos.
—¿Tan pronto? —repitió—. ¿Estás seguro?
Tarquinius volvió a observar el hígado.
—Sí.
La respuesta de Romulus fue inmediata.
—Tengo que avisarle.
—¿Estás seguro?
Le pareció que los ojos oscuros de Tarquinius lo veían todo y se preguntó, no por primera vez, si Fabiola le había contado que estaba convencida de que César era su padre. ¿O quizá lo había visto Tarquinius en otra ocasión? La indecisión minaba su determinación. ¿Conocía el arúspice la verdad sobre lo que le había pasado a su madre? César quizá fuera culpable de violación. Romulus no se atrevía a plantearse esa pregunta. Si la respuesta no era la que esperaba, podría alejarle de lo que su instinto le pedía a gritos. Tenía que actuar o un grupo de nobles asesinaría a César para conseguir sus propósitos.
—Sí —respondió con seguridad—. Lo estoy.
Tarquinius parpadeó y aceptó su decisión.
—Entonces, ve a la casa de César mañana por la mañana. Antes de que se dirija al Senado.
—¿Allí es donde sucederá?
El arúspice asintió con la cabeza.
Los dedos de Romulus palparon automáticamente el puñal que portaba en el cinto. También tendría que llevar el gladius. Si fuese necesario, defendería a César con su propia vida. Se lo debía.
—Hay más —añadió Tarquinius de repente con voz preocupada—. Hay una mujer implicada.
Desolado, Romulus miró fijamente a su amigo. Sus labios pronunciaron el nombre de Fabiola.
—Lo siento. —El arúspice parecía triste de verdad.
Romulus tragó saliva. Aunque no era seguro que su hermana fuera a culminar el asesinato, no se quitaba de la cabeza la idea de que ella apuñalaba a César. Horrorizado, dio un paso atrás.
En ese momento Mattius apareció patinando y frenó al llegar a su altura.
—¿Qué me he perdido? —exclamó con entusiasmo.
Romulus le dio la espalda, no se había sentido tan mal en toda su vida.
—Nada importante —masculló. Hizo caso omiso de los gritos de Tarquinius y se alejó a trompicones entre la multitud.
Como de costumbre, Fabiola apenas participaba en las discusiones. En la mente de casi todos, o de todos los conspiradores, no era más que una mujer, aunque inteligente y bella. Asesinar era tarea de hombres, le había susurrado uno de ellos amablemente en una ocasión. «Si tú supieras», había pensado ella. Además, nada podía eliminar por completo el estigma de haber sido esclava en el pasado, especialmente si se trataba de asesinar al hombre más importante de Roma. A pesar de todo, a estas alturas Fabiola se conformaba con desempeñar un papel secundario y tener la posibilidad de observar cómo se desarrollaba el complot.
Cuando Trebonio entró, se oyó un murmullo de satisfacción. El centro de la habitación estaba dominado por una mesa alargada rodeada por casi dos docenas de sillas. Jarras con vino aguado y platos de pan, fruta y aceitunas cubrían gran parte de su pulida superficie. Los asientos no eran suficientes para todos los presentes, de manera que sólo se sentaban los miembros más importantes y el resto permanecía de pie detrás de ellos. Como es natural, Trebonio tenía una silla reservada para él.
—¡Por fin! —exclamó Marco Bruto mientras tamborileaba la mesa con los dedos—. Quiero hablar contigo.
Trebonio se disculpó con quienes se cruzó y se sentó junto a Marco Bruto, que de inmediato empezó a murmurarle al oído.
Fabiola dio la espalda para esconder su sorpresa. A pesar de haber sido uno de los últimos en unirse a la conspiración, Marco Bruto era ahora uno de sus líderes principales y actuaba como si siempre lo hubiese sido. Hizo una señal de asentimiento con la cabeza a Benignus, que permanecería todo el tiempo en la puerta para asegurarse de que nadie escuchase a hurtadillas, y cerró la puerta con suavidad. Contenta por su discreta ubicación, escrutó a los hombres allí reunidos. Servio Galba, bajo y de ojos saltones, estaba sentado junto a su mejor amigo, Lucio Básilo, un hombre de espaldas anchas y cuello de toro. Ambos le guardaban rencor al dictador y por ello se habían unido al complot con suma rapidez. Debido a su relación con César, Galba había fracasado en su intento de convertirse en cónsul poco antes de que el general cruzase el Rubicón, y a Básilo se le había negado justamente un cargo en el gobierno provincial debido a sus turbios negocios. A Fabiola no le caía bien ninguno de los dos, pero su hostilidad hacia César justificaba su presencia.
Fabiola había conocido a Casio Longino, uno de los antiguos lugartenientes de César, en un banquete de hacía cinco años. Había hablado con él sobre Carrhae y sabía los horrores que había padecido el ejército de Craso. Al enterarse de la participación de Romulus, el canoso soldado había intentado suavizar el golpe, detalle que le había granjeado el cariño que Fabiola seguía profesándole. Sus miradas se encontraron, ella sonrió y Longino la saludó cortésmente con la cabeza. «Tengo que presentarle a Romulus —pensó. Sintió una punzada de culpabilidad—. Si es que nos reconciliamos algún día. —Fabiola apartó el inquietante pensamiento de su mente—. Ya pensarás en eso más tarde. Ahora concéntrate en el presente.»
Los conspiradores eran ya tan numerosos que Fabiola tenía muchas esperanzas de éxito. Aunque pocos tenían la valentía de asestar el primer golpe, irían adónde los demás los llevasen. «Como una jauría que ataca al más débil», pensó. Feo, pero eficaz. Por suerte, César estaría indefenso. En público, los miembros de la nobleza vestían la toga y no llevaban armas. El dictador no era una excepción. Alarmado por los rumores funestos, Marco Antonio y otros de sus colaboradores más cercanos habían pedido a César que reformase el cuerpo de guardaespaldas hispanos, pero se había negado aduciendo que no deseaba vivir con miedo o bajo protección constante.
El desprecio la dominó. No sabía si la negativa de César se debía a su arrogancia o a su creencia en que gracias a que había restaurado la paz e introducido un gran número de reformas ya no había hostilidad hacia él. Independientemente de las razones del dictador, ahora era una presa fácil para una banda de asesinos resueltos.
—Caballeros. —Marco Bruto golpeó la mesa con los nudillos—. ¿Podemos empezar?
Sus palabras pusieron fin a todas las conversaciones y se hizo un silencio expectante. Fabiola esperaba embargada por la tensión. Los nobles no lo sabían, pero ella deseaba la muerte de César más que ninguno de ellos.
—En nuestra última reunión acordamos que la mejor fecha sería los idus de marzo —empezó Marco Bruto.
—¿Los idus? Es mañana —añadió un senador corpulento que parecía nervioso.
—Enhorabuena —repuso Marco Bruto con acidez. Miró alrededor de la mesa—. El tiempo ha pasado con rapidez, pero ya nos hemos comprometido.
Risas nerviosas recorrieron la habitación.
Satisfecho, Marco Bruto se recostó en el asiento. Nadie se echaba atrás.
—Hace días que César no se encuentra bien —añadió otro de los asistentes—. Puede que mañana no se presente en el Senado.
—Hay muchos asuntos importantes que tratar antes de que parta hacia Dacia —objetó Longino—. César no querrá perderse esos debates.
—Es un obseso del trabajo —admitió Trebonio—. Tendría que estar medio muerto para no asistir.
—¿Por qué no enviamos a alguien a su casa para asegurarnos? —sugirió Básilo.
—Buena idea —exclamó Marco Bruto—. ¿Algún voluntario?
Antes de que alguien pudiese responder se oyó una voz conocida en el pasillo.
—¿Dónde está Fabiola?
A Fabiola se le revolvió el estómago.
No fue la única que reconoció la voz profunda de Brutus. Igual que unos niños a los que se les sorprende con las manos en la masa, los nobles esperaron a ver qué iba a pasar a continuación.
Benignus carraspeó inquieto.
—¿Señor?