Camino a Roma (65 page)

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Authors: Ben Kane

Tags: #Histórico

BOOK: Camino a Roma
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Los gladiadores se abalanzaron contra Romulus y Tarquinius. Cuatro contra dos, y mejor armados, tenían una excelente oportunidad de terminar la pelea incluso antes de que empezase. En un arrebato, Fabiola se había adelantado, y ahora se encontraba de pie entre los dos grupos de adversarios. Romulus se abalanzó sobre ella en un intento de empujarla a un lugar seguro. Lo consiguió, pero al hacerlo se quedó en una posición peligrosa. Tarquinius se situó rápidamente junto a él blandiendo el hacha a tal velocidad que logró derribar a tres luchadores. Pero el último vio una oportunidad de oro y golpeó a Romulus en el pecho con el tachón del escudo de metal. El golpe, lanzado con la fuerza de un hombre en plena carrera, lo derribó. Romulus se quedó sin respiración y lo único que pudo hacer fue mirar estúpidamente al
murmillo.

Con un gruñido de satisfacción, el gladiador levantó el brazo derecho para asestarle el golpe mortal.

—¡No! —gritó Fabiola, y se interpuso en la trayectoria de la espada.

Hasta el final de sus días, Romulus recordaría la imagen del cuerpo de su hermana arqueándose en el aire sobre él, a cámara lenta, la punta de la espada clavándosele en un lado de la caja torácica. La sangre caliente cubrió su rostro y después Fabiola cayó sobre él, un cuerpo caliente e inmóvil. Durante unos instantes, Romulus no comprendió lo que había sucedido. Pero de repente asimiló la terrible realidad. Rodeó a Fabiola con sus brazos, y de sus labios brotó un incipiente grito de dolor. Gritó y gritó hasta que se le desgarró la garganta. Perdido en un mar de dolor, apenas percibía que el
murmillo
no lo había rematado y que se oían gritos de gente.

—Romulus. —La voz de Tarquinius era muy suave—. Suéltala. Levántate.

Como un sonámbulo, Romulus obedeció y sintió que apartaban el cuerpo de Fabiola. Se enderezó y se percató de que tenía la túnica completamente empapada de la sangre de su hermana. Ahora ella yacía sobre sus rodillas, bella como siempre, con la boca abierta, pero sus penetrantes ojos azules ya se habían apagado..Estaba muerta.

—¿Por qué? —susurró Romulus—. ¿Por qué lo has hecho?

—Eras su única familia —repuso Tarquinius—. ¿No hubieses hecho tú lo mismo por ella?

—Por supuesto —sollozó Romulus.

—¿Entonces? —Tarquinius le puso el brazo sobre los hombros—. Era una mujer, pero tenía el corazón de una leona.

—¿Fabiola?

Romulus levantó la vista y vio a Brutus de pie a su lado. También vio el resto de la escena: el tracio estaba en el suelo; gritaba y se agarraba el muñón del brazo izquierdo, que el hacha de Tarquinius debía de haber cercenado. Los otros dos intentaban ayudarle y el
murmillo
que había matado a Fabiola yacía cerca con la espada de Brutus clavada hasta la empuñadura en la espalda. Mattius, resuelto hasta el último momento, estaba a su lado con el cuchillo de cocina preparado.

—Está muerta —gruñó Romulus a Brutus—. Gracias a ti.

Esta vez Brutus no reaccionó a su pulla. Con el rostro desfigurado por el dolor, se arrodilló y levantó el cuerpo de Fabiola que yacía sobre las piernas de Romulus. Empezó a mecerlo y a plañir.

La ira de Romulus desapareció cuando vio la intensidad del dolor de Brutus. No cabía duda de que amaba a Fabiola, y eso lo había convertido en una presa fácil de sus artimañas. Al fin y al cabo, la manipulación había sido su principal arma. Romulus sintió aún más pena. De pequeña, su hermana no era así. En realidad, hasta que Fabiola no lo confesó, no había sido plenamente consciente de lo que suponía que la hubieran obligado a prostituirse. Para poder soportar el infierno que suponía que los hombres utilizasen su cuerpo un día tras otro, había dedicado toda su energía a maquinar su venganza contra César. Eso es lo que había mantenido a su hermana melliza cuerda.

Aunque su vida también había sido muy dura, Romulus sabía que había tomado la decisión adecuada al no aliarse con Fabiola. Había matado hombres a sangre fría a instancias de otros, pero ya no quería seguir haciéndolo. Además, aunque César había cometido un gravísimo delito, el hecho de haberle otorgado la manumisión era un gesto de bondad que, ante él, lo exculpaba. Ahora bien, Fabiola no había recibido semejante regalo; al contrario, el dictador había intentado violar a su propia hija. No era de extrañar que se hubiese convertido en una persona retorcida y resentida.

En ese momento, Romulus recordó que Fabiola había dado su vida voluntariamente para salvar la suya, y eso demostraba que había tenido otro motivo para sobrevivir al infierno de la prostitución: ese motivo era él. Ante semejante muestra de lealtad fraternal se desmoronó y empezó a sollozar de nuevo. Pensar en Fabiola era lo que le había ayudado a soportar los horrores de Carrhae y todos sus sufrimientos. ¡Qué parecidos eran, sin siquiera saberlo!

Tarquinius estuvo durante largo rato de pie entre el cuerpo de Fabiola y los dos hombres que sollozaban. Cuando habló, lo hizo en voz baja y en tono apremiante.

—La multitud se acerca de nuevo.

Romulus levantó la cabeza y aguzó el oído. No había duda, cada vez se oían más cerca los gritos de ira que provenían de la vía principal que llevaba hasta la ciudad. Se miró y vio que estaba cubierto de sangre. Brutus hizo lo mismo.

—Nos matarán, sin duda —dijo el noble. Llamó a los dos gladiadores que no habían resultado heridos—. Llevadla a la arena —ordenó.

Romulus sabía que había llegado el momento de marchar. En más de un sentido. Con César muerto, ya no debía nada a la República. Octavio era el supuesto heredero del dictador, pero eso no significaba que Romulus quisiese participar en una guerra civil a su lado, o al lado de cualquier otro. Se puso en pie y miró a Brutus.

El noble se imaginó la pregunta.

—El funeral será dentro de ocho días.

Romulus asintió una vez con la cabeza. A pesar de lo furioso que se había mostrado, sabía que Brutus toleraría su presencia durante el entierro de Fabiola. El noble se lo debía.

Brutus reunió a sus hombres y se marchó. Dejaron allí al tracio malherido, había perdido mucha sangre e iba a morir.

Sin más dilación, Romulus y sus compañeros se dirigieron al callejón más cercano. No les costaría abrirse paso entre la multitud y regresar a la ciudad. Tarquinius le entregó su capa.

—Más vale que no se note dónde has estado.

Romulus, cuya mente era un torbellino, se envolvió con la prenda. En ocho días tendría tiempo de arreglar sus asuntos. ¿Qué haría después? Con la muerte de César, ya no habría campaña en Dacia ni en Partia. Y sin embargo, la idea de regresar a su finca no le resultaba nada atractiva. El aire transportó el sonido del clarín de un elefante en la cercana arena y Romulus supo que nunca sería feliz en Italia mientras existiese la más remota posibilidad de que Brennus estuviese vivo. Su mirada se encontró con la de Tarquinius y vio que el arúspice le había leído el pensamiento. Pero ¿qué sería de Mattius? No había ninguna necesidad de hablarle ahora de eso, pensó Romulus.

—Mattius, tengo otro trabajo para ti.

—¿De qué se trata?

—Ve al Mitreo y explícale a Secundus lo que ha sucedido —repuso Romulus—. Es posible que el heredero de César necesite ayuda en los próximos días.

Mattius repitió sus palabras a la perfección; asintió firmemente con la cabeza, dio media vuelta y salió corriendo.

Romulus observó a Mattius hasta que éste se perdió de vista. «Gran Mitra, guía su camino —rogó—. Júpiter,
Optimus Maximus
, protégele de todo daño.» Tendría que visitar al abogado que Sabinus le había recomendado y hacer testamento a favor del chico y de su madre. Le rompía el corazón dejarlo, pero Partia y Margiana no eran lugares para un niño. Allí, en Roma, bajo la tutela de Secundus, Mattius tenía una posibilidad de futuro, y eso era mucho más de lo que la vida les había ofrecido a Fabiola y a él.

El arúspice observó los bancos de nubes que se deslizaban en el cielo con rapidez. A los pocos segundos, apareció una sonrisa en su rostro plagado de cicatrices.

—Mi destino es viajar de nuevo hacia el este —anunció.

Romulus miró con tristeza a los gladiadores que transportaban el cuerpo de Fabiola y el templo donde todavía yacía el cuerpo de César. Había perdido a su hermana y a su padre en el espacio de una hora. Un golpe devastador, pero su madre había sido vengada. Estos sucesos convertían a Tarquinius y a Brennus, si aún vivía, en su única familia. Paradójicamente, eso lo liberaba por completo.

De un solo golpe, Roma había perdido su posición como centro del mundo.

Importaba menos de lo que Romulus creía.

—Te acompaño —anunció.

Fin

Nota del autor

No cabe duda de que muchos lectores estarán familiarizados con la guerra civil y con los sucesos que desembocaron en la muerte de César. En la medida de lo posible, me he ceñido a los acontecimientos históricos. Sería una negligencia por mi parte no haberlo hecho así: los espléndidos pormenores de la época se prestan a escribir una novela. La batalla nocturna en Alejandría y la huida a nado de César con los documentos en alto aparecen en los anales de la historia. Aunque lo acompañaba la mermada Vigésima Séptima Legión y no la Vigésima Octava, necesitaba que Romulus formase parte de la legión que había estado también en Ruspina (es el caso de la Vigésima Octava), de manera que he cambiado la que estuvo en Egipto. Se sabe que los soldados de Farnaces II castraban a los ciudadanos romanos que capturaban. Aunque la utilización del carro falcado en Zela es verídica, no conocemos la composición del resto del ejército póntico. Por esta razón he utilizado tropas usuales en la zona y en la época. Normalmente, los peltastas y los
thureophoroi
eran escaramuzadores, y no soldados que plantaban cara a los legionarios. Sin embargo, y dada su arrolladora superioridad numérica, me he tomado la libertad de hacerlos atacar en masa. La victoria de César fue rápida tal y como he descrito.

En la época tardía de la República, Roma no era una ciudad limpia y ordenada como aparece en las películas modernas y en los programas de televisión. Muy pocas viviendas tenían retretes. La mayoría de la gente utilizaba retretes públicos o tiraba el contenido de los orinales sobre montones de excrementos al aire libre. Todas las calles, excepto las dos avenidas principales, tenían menos de 3,1 metros de anchura y la mayoría no estaba pavimentada. Probablemente, tenían poca luz durante gran parte del día debido a la altura de los edificios que tenían tres, cuatro o incluso cinco plantas. A diferencia de la época imperial, en la que los barrios de la ciudad estaban más o menos divididos por clases sociales, en la Roma de la República los ricos y los pobres vivían codo con codo. Inscribir una maldición en un recuadro de plomo y ofrecérselo a los dioses era algo común, como sabrán quienes hayan visitado las extraordinarias termas romanas de Bath (Inglaterra). Se han recuperado y traducido decenas de cuadrados de metal que han permitido abrir una vivida ventana al pasado.

En contra de lo que comúnmente se cree, gran parte de la inmensa biblioteca de Alejandría resistió la batalla nocturna del puerto, sobre todo gracias a que estaba repartida entre dos ubicaciones de la ciudad. Por desgracia, una fervorosa horda cristiana consiguió arrasarla totalmente cuatro siglos después. Al hacerlo, destruyó la colección de manuscritos más numerosa jamás vista en la Antigüedad.

Que yo sepa, la Sexta Legión no acompañó a César de regreso a Italia después de Zela, como tampoco tuvieron lugar los juegos para celebrar su victoria en Asia Menor; sin embargo, la increíble forma en que el general trató a los legionarios que se amotinaron es cierta. En esa época se capturaban rinocerontes, los llamados «toros etíopes», con objeto de llevarlos a Roma. En muchos casos, lanzaban a los
noxii
a la arena para que los rinocerontes los mataran. Cuesta imaginar cómo cazar a un rinoceronte sólo con una lanza, y los esfuerzos que realicé para intentar averiguarlo no dieron muchos resultados. Introduzca «matar rinoceronte lanza» en Google y verá que no se consigue gran cosa. Tampoco me resultó demasiado útil un libro escrito por un especialista en caza mayor. Al final decidí basarme en mis estudios de veterinaria: prácticamente todos los mamíferos tienen el corazón detrás del codillo izquierdo, un punto donde se puede clavar una lanza. Evidentemente es discutible que un hombre sea capaz de matar a un rinoceronte en tales circunstancias, pero creo que podría darse el caso.

Tras haber leído algo sobre el mecanismo de Anticitera (un artefacto que parece una caja y que Tarquinius a punto estuvo de ver en Rodas), me sentí obligado a mencionarlo en
Camino a Roma
. Aunque fue descubierto hace más de cien años, su inmensa importancia se hizo patente esta última década gracias principalmente a un aparato de rayos X de ocho toneladas que produce imágenes por secciones increíblemente «finas». Este invento, fabricado entre el 150 y el 100 a.C., probablemente en la región de Siracusa, podía realizar todas las funciones mencionadas. Por increíble que parezca, la tecnología necesaria para reproducir su intrincado engranaje no se redescubrió hasta mil quinientos años después. Si los griegos ya construían ingenios de estas características, ¿qué otras cosas eran capaces de hacer? Es extraordinario que el hallazgo casual de un buzo que buscaba esponjas revele tantos datos. No sabemos adónde lo llevaban en el momento en que se perdió en el mar. Según una teoría popular, la que he utilizado aquí, las tropas de César, que se sabe saquearon la región en busca de tesoros para exponer en las marchas triunfales, se lo llevaron de la famosa escuela estoica de Rodas.

Mi relato de Ruspina es fiel en gran medida a los acontecimientos históricos, entre ellos la tormenta que desperdigó a la flota de César, los soldados de caballería que alimentaban a sus caballos con algas secas y las tropas de caballería que Escipión escondió hasta el último momento, la reprimenda de César al
signifer
y la increíble recuperación de la situación. Marco Petreyo, que aparece en
El águila de plata
, luchó en Ruspina y probablemente resultó herido. Es de mi cosecha que esto sucediese durante la última acción del día y a manos de Romulus. Antes de Thapsus, varias cohortes cesarianas fueron entrenadas para luchar contra los elefantes pompeyanos. Resulta sorprendente que sus legiones veteranas tuvieran tantas ganas de acabar con el enemigo al principio de la batalla, que cargaron antes de recibir la orden. Una de mis averiguaciones favoritas durante la fase de investigación de
Camino a Roma
fue una anécdota de esta última batalla en África, en la que un soldado de la Quinta Legión «Alaudae» ataca con éxito a un elefante que había atrapado a uno de los trabajadores del campamento y logra que suelte a su víctima. Me pareció que debía incluir esta escena en la novela, incluso aunque cambiase lo que pensaba que había ocurrido (o no había ocurrido) con Brennus.

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