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Authors: Ben Kane

Tags: #Histórico

Camino a Roma (30 page)

BOOK: Camino a Roma
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Aquello le daba tiempo para reflexionar sobre lo que veía. A ojos de Tarquinius, las tácticas implacables de los guardas no bastaban para explicar el estado precario del Lupanar. Estaban ahí como respuesta a una amenaza y quienes buscaban sexo no se desanimaban por ello tan fácilmente. El burdel seguía recibiendo la visita de hombres importantes, había oído decir a algunos viandantes que el hombre corpulento que había entrado ahí aquella mañana era Marco Antonio. Tarquinius llegó a la conclusión de que el encuentro de Antonio había sido rápido. No había transcurrido ni un cuarto de hora cuando el sonriente jefe de Caballería había salido a la calle. Nadie le había importunado, aparte de otro noble: un hombre de rostro agradable y complexión media que pareció de lo más disgustado al encontrarse con Antonio. ¿Acaso el peligro que veía guardaba relación con alguno de ellos?, se planteó Tarquinius. ¿Qué más daba? A no ser que afectara a Fabiola. Se sintió frustrado y fascinado a la vez. No obstante, si la hermana de Romulus corría peligro se sentía obligado a ayudar.

Al mediodía fue renqueando a buscar algo de comer y se enteró de más cosas. El arúspice se fijó en que distintos grupos de rufianes armados rondaban las calles circundantes. Dirigidos por un hombre castaño, bajo y robusto con cota de malla, establecían controles para reducir, o evitar, el acceso al Lupanar. Sólo los peatones más insistentes, como una mujer fea de mediana edad a la que acababa de ver, conseguían pasar. No costaba demasiado llegar a la conclusión de que había algún tipo de batalla territorial.

Tarquinius seguía sin saber a ciencia cierta si inmiscuirse.

Mejor esperar y observar.

Fabiola, huraña, estaba sentada en su escritorio de la recepción cuando Docilosa regresó. Era casi el atardecer, lo cual significaba que su criada había estado fuera varias horas. A juzgar por la expresión feliz de su rostro, la visita había ido bien. Cuando vio a Fabiola, endureció el semblante.

—¿Ya te has recuperado? —preguntó, fingiendo preocupación.

La indirecta enfureció a Fabiola.

—Sí —espetó—. No gracias a ti, precisamente.

Docilosa emitió un pequeño sonido despectivo y se dirigió al pasillo rozándola al pasar.

—Estaré en la parte trasera, lavando ropa —dijo.

Furiosa, Fabiola se mordió la lengua en vez de replicar. La antesala situada a escasos pasos estaba llena de prostitutas que lo oirían todo. Jovina también rondaba por allí. Cuanto menos se dijera en público, mejor. No obstante, la situación no podía continuar así. Habría que resolverla de un modo u otro, y pronto. Fabiola hinchó las aletas de la nariz. Apreciaba la amistad de Docilosa, pero no en esas condiciones.

Antes de que tuviera tiempo de hacer algo más, un trío de ricos comerciantes de Hispania entró por la puerta. Fabiola se levantó para recibirlos.

Estaban como una cuba e insistieron en contarle su historia. Después de una ardua semana vendiendo sus productos, lo habían celebrado yendo a los juegos de César que habían tenido lugar ese día. Después habían ido de copas y ahora, tal como los españoles le dijeron a Fabiola, querían el polvo de su vida. Ninguna banda callejera iba a impedirles visitar el Lupanar, del que habían oído hablar en su país.

—Han venido al lugar adecuado, caballeros —les susurró Fabiola sensualmente, que enseguida se fijó en los pesados monederos que llevaban colgados del cinturón. Convertida ya en una auténtica madama, llamó a las chicas para que las inspeccionaran.

Los comerciantes ebrios eligieron rápidamente y fueron conducidos a las distintas habitaciones. Fabiola se dirigió otra vez hacía el pasillo; junto a la entrada, había un par de hombres con los ojos como platos y con túnicas de hombres modestos. Le extrañó que Benignus los hubiera dejado entrar hasta que vio el dinero que llevaban en la mano. Eran ciudadanos de a pie que habían ganado una pequeña fortuna en los juegos del día apostando lo máximo a un
retiarius
ya mayor, el probable perdedor en un duelo de legionarios. Tal como le contaron a Fabiola, la apuesta les había ido de perlas porque el favorito, un
murmillo
de Apulia, había resbalado en un trozo de arena ensangrentada y el pescador le había clavado el tridente en el vientre y había terminado la lucha en un abrir y cerrar de ojos. Descontento por lo inesperado del resultado, el corredor de apuestas había intentado renegar de la apuesta, pero la muchedumbre enfurecida se había arremolinado alrededor de los dos amigos y le habían obligado a pagar. Ahora estaban en el Lupanar para gastarse las ganancias.

«Lo cierto es que los juegos de César están beneficiando al negocio —pensó Fabiola mientras observaba cómo la pareja de ojos desorbitados desaparecía con las chicas elegidas—. A lo mejor tenía que haber ido a verlos.»

No. Fabiola reaccionó enseguida. Lo que había fingido aquella mañana delante de Brutus no había obedecido únicamente a motivos egoístas. Se le revolvía el estómago al pensar en ver morir a hombres por el mero motivo de complacer a las masas. Era incapaz de presenciar tales espectáculos sin ver a Romulus en el círculo de arena. El mero hecho de imaginar a su hermano le partía el corazón. ¿Dónde estaba? ¡Cuánto deseaba volver a verlo! Aunque ambos se hubieran convertido en adultos desde su último encuentro, a Fabiola no le cabía la menor duda de que seguirían llevándose de maravilla. Como mellizos que eran, de niños habían sido inseparables. ¿Qué podía haber cambiado ahora? Su vínculo era inquebrantable. Fabiola se sintió más contenta y pensó en Docilosa. Se sintió avergonzada. Su sirvienta era casi como de la familia. Había llegado el momento de darle un beso y reconciliarse con ella.

Fabiola ordenó a Jovina que se encargara de la recepción y fue a buscar a Docilosa.

En el exterior, Tarquinius se estaba planteando cuánto tiempo esperar hasta dar la jornada por concluida. Desde que Antonio saliera apresuradamente y mantuviera una breve conversación con su amigo noble no había ocurrido nada demasiado interesante. Se fijó en que la mujer de mediana edad del puesto de control entraba en el burdel y llegó a la conclusión de que debía de ser una criada o esclava. Estaba claro que era demasiado vieja y fea para ser prostituta en un local como el Lupanar. A Tarquinius le sorprendió sentirse lleno de energía cuando la mujer desapareció por la entrada en forma de arco. La percepción que tuvo fue tan breve que estuvo a punto de no captarla. La tristeza del pasado se había esfumado recientemente para ser sustituida por un profundo júbilo. También había ira, resentimiento para con alguien que tenía ideas que no le correspondían por su posición. Fastidiado, Tarquinius no intentó ver más. Las emociones de una sirvienta no era lo que le interesaba saber.

De todos modos, por algo se empezaba.

Escudriñó el trozo de cielo que resultaba visible en el estrecho hueco que quedaba entre los edificios para ver si recibía alguna pista. Presentaba el típico aspecto otoñal: nubes densas que prometían lluvia antes de la noche. Poco más. El arúspice apartó la mirada y le llegó una ráfaga de aire frío cargada con la amenaza de un baño de sangre. Tarquinius se puso tenso, atenazado por el miedo. Se centró en sus pensamientos para intentar comprender. Al cabo de unos instantes lo vio claro. El peligro se palpaba en el aire. Allí. ¿Era ésa la amenaza que tantas veces había visto?

El arúspice enseguida deslizó los dedos por debajo de la capa hasta encontrar la empuñadura de su
gladius
. Había dejado en casa de los veteranos la gran hacha doble, destinada a llamar una atención que él no deseaba. Por suerte, el tacto sólido de la espada le tranquilizó. Al atardecer, Tarquinius miró a uno y otro lado de la calle y no advirtió nada inquietante. Tranquilizado en cierto modo, se recostó, preguntándose si iba a pasar algo de forma inminente. ¿Debía preocuparse por la seguridad de Fabiola? Le resultaba chocante advertir lo importante que le parecía el hecho de vigilarla.

Transcurrió media hora y anocheció. Los porteros del prostíbulo se retiraron a los arcos de luz que proyectaban las antorchas situadas a ambos lados de la puerta delantera. Tarquinius empezó a preguntarse si la amenaza era fruto de su imaginación. Se estaba quedando tieso de frío y el estómago le pedía comida. No obstante, la experiencia le había enseñado a no precipitarse, así pues apretó los dientes y se quedó quieto.

Al cabo de un rato unas fuertes pisadas en el terreno irregular le llamaron la atención. Estaba medio dormido y se despertó e incorporó. Un nutrido grupo de gente provisto de antorchas se aproximaba al burdel desde el otro extremo de la calle. Teniendo en cuenta la hora que era, la cantidad de guardas era normal. A no ser que estuvieran locos, todos aquellos que se aventuraban a salir de noche iban de esa guisa. Lo que sorprendió a Tarquinius fue el hecho de que fueran gladiadores. Vio tracios,
murmillones
y
secutores
, así como varios arqueros. Normalmente, sólo un
lanista
utilizaba ese tipo de hombres para protegerse.

¿Se trataba acaso de algo más que una visita en busca de placer carnal?

Tarquinius se inclinó hacia delante con todos los sentidos aguzados al máximo.

El grupo, armado hasta los dientes, se paró en la entrada. Los porteros del Lupanar, que intercambiaron una mirada incómoda, sujetaron las armas. Los gladiadores soltaron risitas despreciativas y una figura baja y entrecana envuelta en una capa de lana se abrió camino hacia la parte delantera.

—¿Así es como recibís a la clientela? —inquirió.

Un esclavo enorme con un garrote de madera apareció arrastrando los pies.

—Os presento mis disculpas, señor. En estos momentos estamos teniendo algunos problemas. Hay que estar preparado constantemente.

El
lanista
habló con desdén.

—Seguro que tiene algo que ver con esa chusma del cruce. Los cabrones no han querido dejarnos pasar hasta que he hecho que mis arqueros los apuntaran. ¡Entonces se han separado más rápido que una puta al abrirse de piernas!

Sus hombres rieron obedientemente.

Tarquinius se dio cuenta aliviado de que no estaba conchabado con el grupo de matones.

—Nadie impide al
lanista
del Ludus Magnus que vaya adónde le plazca —declaró Memor—. Esta noche quiero a la puta más guapa del Lupanar.

Con una reverencia respetuosa, el esclavo grandullón indicó a Memor que entrara.

—Me merecía esta visita desde hace tiempo —declaró el
lanista
, pavoneándose al entrar—. Tengo las pelotas a punto de explotar.

Los gladiadores soltaron más risas forzadas.

Memor rectificó sus intenciones y miró a su alrededor.

—Largaos otra vez al
ludus
—ordenó—. Regresad mañana por la mañana. A lo mejor ya habré terminado.

Sus luchadores obedecieron con expresión aliviada.

Tarquinius, que estaba al otro lado de la calle, se emocionó y se atemorizó al mismo tiempo. Romulus había luchado para el Ludus Magnus, lo cual convertía a Memor en su anterior propietario. ¿Acaso el
lanista
tenía idea de quién era Fabiola? ¿Era aquél el verdadero propósito de su visita? «Por supuesto que no —se dijo—. Seguramente hace tiempo que Memor se ha olvidado de Romulus. Tal vez ni siquiera sepa que Fabiola regenta el local.»

Tarquinius se puso a rezar atenazado por la incertidumbre. «Guíame, gran Mitra. ¿Debería entrar?» Las estrellas estaban casi totalmente oscurecidas en el cielo nocturno. Lo que atisbaba entre los huecos momentáneos de las nubes era demasiado pequeño para determinar nada. La inminencia del peligro que había sentido con tanta fuerza se había esfumado. Tarquinius sintió que los dioses se burlaban de él, y se obligó a relajarse. No obstante, también se sentía obligado a permanecer donde estaba.

Docilosa no estaba en los baños ni en la cocina. Fabiola la encontró en el patio trasero del burdel lavando ropa de cama. Era obvio que su criada la evitaba porque no era tarea que hacer bajo la luz de una antorcha. Tuvieron tiempo de intercambiar una mirada gélida antes de que Catus, el cocinero jefe, distrajera a Fabiola con una pregunta sobre la cantidad de comida y bebida que los porteros recién contratados consumían. La llevó a las despensas contiguas a la cocina y señaló indignado las estanterías vacías.

—Estoy utilizando más de un
modius
de cereal al día para hacer pan, señora —se quejó—. Luego están los quesos y verduras. ¡Y el vino! Aunque esté rebajado con agua, esos perros se acaban un ánfora cada pocos días.

Catus tenía una larga lista de quejas, pero Fabiola llevaba cierto tiempo posponiendo una charla con él. El esclavo de pelo ralo trabajaba duro, por eso lo escuchó con atención y decidió qué había que hacer en cada caso, dándole las instrucciones necesarias. Mientras hablaban, se dio cuenta de que Docilosa se internaba sigilosamente por el pasillo que conducía a la parte delantera del prostíbulo. «¡Maldita sea!, se comporta como una niña —pensó Fabiola—. Igual que he hecho yo. No es propio de ella. Me pregunto si Sabina estará inculcándole ciertas ideas.» Le costaba concentrarse. Hablando cada vez con mayor vehemencia, Catus le soltaba una perorata sobre el precio de las verduras en el Foro Olitorio comparado con lo que cobraban los agricultores locales si les compraban directamente a ellos.

—Os digo que es un robo a mano armada —se quejó—. El precio en el Foro es el triple o incluso el cuádruple de lo que vale al por mayor.

Fabiola no aguantaba más.

—Vale —espetó—. Busca un labrador honesto y ofrécele un contrato para que nos suministre toda la comida.

Catus se amedrentó al ver lo enfadada que estaba.

Fabiola adoptó una actitud más comprensiva. Nunca antes había tenido tal nivel de responsabilidad.

—Los porteros estarán aquí durante un tiempo —explicó—. Tenemos que alimentarlos. Comprar directamente a los productores me parece una idea excelente y tú eres perfectamente capaz de organizado.

El hombre alzó el mentón.

—Gracias —musitó.

—Ven a verme cuando hayas encontrado al hombre adecuado —indicó Fabiola—. Haré que los abogados redacten el documento necesario. —Dejó a Catus sonriendo como un tonto y se marchó rápidamente a buscar a Docilosa. Estaba bien solventar pequeños problemas como aquél, pero no podía negar el verdadero apremio que sentía.

Fabiola siempre se preguntaría cómo se habría desarrollado la situación si el cocinero no la hubiera abordado en ese momento. Cuando entró en el largo pasillo, oyó los gritos de una mujer. El ruido no era de gritos alborozados como los que algunas prostitutas proferían para alentar a los clientes. «No —pensó Fabiola alarmada—, es el sonido de una mujer totalmente aterrorizada que teme por su vida.» Aceleró el paso.

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