¿Por qué no va a conseguirlo?
Sin embargo, no todo es optimismo. Hay un asunto que debe resolver. Pero ahora no. Paciencia.
El escritor sale de la habitación. No se ha vestido; baja la escalera con un pantalón corto por encima de las rodillas y una camiseta de tirantes que ha usado para dormir. Entra en la cocina. Allí está Irene, soplándole a una taza de café humeante. No va tan seductora como de costumbre, aunque la camiseta blanca que lleva se ajusta muchísimo al pecho.
Cuando la chica lo ve, lo examina de arriba abajo. Contempla con devoción los músculos de los brazos y de las piernas de su hermanastro, mucho más desarrollados que en el tiempo en el que vivían juntos. Está bueno. Le vienen muchas cosas a la cabeza, pero ninguna es posible. De momento.
—Buenos días.
—Buenos días. ¿Aún no te has vestido? Se nos hace tarde —responde Irene, tratando de disimular el deseo que le provoca Álex.
—Hoy no voy contigo. Me quedaré todo el día en casa. Luego llamaré para anular las clases.
—Ah, ¿y eso? ¿Es por la lluvia?
—Más o menos. Además, tengo cosas que hacer aquí.
Álex se sirve una taza de café con leche y lo calienta en el microondas. Irene no pierde detalle y se muerde los labios. Es una tentación enorme vivir bajo el mismo techo que él y una pena no poder disfrutarlo todo lo que quisiera. Poco a poco. Algún día.
—¿Fue todo bien anoche con tu amigo?
El chico tarda en comprender a lo que se refiere su hermanastra, pero reacciona a tiempo.
—Sí, muy bien. Todo perfecto.
—¿Y el coche? ¿Te dio muchos problemas?
—Ninguno. Es muy sencillo de conducir. Gracias por dejármelo.
—No tienes por qué dármelas. Hay confianza. Aunque, si te soy sincera, temí que te estrellaras por ahí.
—Pues ya ves que no. Estoy de una pieza.
"¡Y qué pieza!", piensa la chica. Está buenísimo. Con esa camiseta de tirantes que se le pega al cuerpo no puede ser más sexy.
—Te esperé un rato, pero, al ver que no llegabas, me fui a dormir. Estaba cansada.
—No tenías que esperarme. Pero gracias.
El café está listo. Álex lo saca del microondas y da un primer sorbo. Excesivamente caliente.
—Bueno, yo me voy ya —comenta la chica echando una última ojeada a la parte trasera del pantalón corto de su hermanastro.
—Vale. Que tengas un buen día.
—Seguro que sí.
—Seguro.
—Además, hoy no tengo clases por la tarde, así que vendré a comer. ¿Estarás?
—No lo sé. Posiblemente.
—¿Comemos juntos?
—No sé a la hora que comeré.
—Vale, vale. No insisto más —protesta, sin perder el buen humor con el que se ha despertado—. Me voy, que llego tarde.
—Adiós, Irene.
La chica sonríe y sale de la cocina.
Instantes más tarde, Álex oye cómo arranca el motor del Ford Focus y luego se aleja. Se ha quedado solo en casa.
Esa misma mañana de marzo, en un lugar de la ciudad.
Otra noche sin dormir. ¿Cuántas van? Muchas. Pero al menos, gracias a su insomnio, ha terminado lo que se propuso hace unos días.
Mario camina por la calle bajo un pequeño paraguas marrón oscuro; va despacio, reflexivo, solo. Su figura se refleja en los innumerables charcos que se han ido formando a lo largo de la madrugada y con los que se ha encontrado la ciudad al amanecer.
Es muy extraño cómo se han ido desarrollando los acontecimientos. Esta iba a ser la semana de la verdad, en la que de una vez por todas le confesaría sus sentimientos a la chica que lleva tanto tiempo amando, y ya es jueves y aún nada de nada. Es más: han surgido otros asuntos que no entraban entre sus planes, hechos imprevistos, desconcertantes. Una circunstancia tras otra se ha ido interponiendo en su camino. Por ejemplo, el enfrentamiento con aquella metomentodo tozuda y descarada.
Dana, en realidad y a su pesar, ha ocupado su mente casi toda la noche. Más que Paula. No se siente muy bien con lo que le dijo y le ha dado muchas vueltas a su comportamiento y al de la chica. ¿Conclusiones? Ninguna fiable.
La lluvia arrecia ahora y el chico tiene que encorvarse un poco para que no se le moje la mochila que lleva colgada en la espalda. Acelera el paso. El instituto está cerca, pero, si no se da prisa, se calará.
¿Y si Diana se ha enamorado de él?
Lo que le soltó ayer en su habitación fue producto de la presión a la que lo estaba sometiendo. Fue un calentón, no pensaba lo que decía, pero, ¿y si fuera verdad? ¿Y si Diana estuviera decepcionada porque quien le gusta es Paula y no ella?
No sabe si quiere averiguarlo.
En cualquier caso, tiene que pedirle perdón y arreglar aquel problema cuanto antes para poder volver a centrarse en Paula y en la manera de mostrarle que es de ella de quien está enamorado.
Esa misma mañana lluviosa de marzo, en otro lugar de la ciudad.
En la radio del coche comienza a sonar
See you again
, de Miley Cyrus. Paco la oye, gruñe y cambia la emisora.
—¡Hey, no la quites! Me gusta esa canción —se queja airosamente Erica, que asoma su cabecita entre los asientos delanteros.
El hombre refunfuña, pero le hace caso a su hija y vuelve a sintonizar la cadena de antes. Cuando esa pequeña quiere algo, es mejor no llevarle la contraria. Bastante tiene con soportar aquel tremendo tráfico. Coches entrando y saliendo, apareciendo de todas partes, saltándose las normas, con prisas. Es hora punta. Además, la lluvia impide que la circulación sea más fluida.
Mientras Erica trata de tararear la canción de Miley Cyrus y agita su cuerpecito al ritmo de la música en la parte de atrás del coche, Paula permanece en silencio en el asiento del copiloto. No ha dicho ni una palabra en todo el trayecto. De vez en cuando mira el reloj. Está segura de que una vez más llegará tarde al instituto, pero no le importa demasiado. Tiene otras cosas más importantes por las que preocuparse ahora mismo. Ha recibido otro SMS de Álex, de nuevo encantador. No le contestará, aunque le apetece muchísimo hacerlo. Es imposible olvidarse de lo que le está pasando: dos chicos, a cual mejor, enamorados de ella. Pero uno es su novio y el otro solo un amigo. Eso es lo que cuenta.
Su padre la mira de reojo. Apenas han hablado en los últimos días. Sigue enfadado. ¿Por qué? Ni él mismo lo sabe. La realidad es que su hija tiene novio, uno demasiado mayor, y al que ha conocido por Internet. ¿Cómo se puede fiar de él? Y encima, lo de anoche. ¿Quién sería aquel tipo que fue a visitarla? Paula no les ha contado nada, ni parece que vaya a hacerlo. ¿Le pone los cuernos al novio con el otro? Uff. No es fácil ser padre. Resopla y busca algo en uno de los bolsillos de la chaqueta que ni siquiera se ha quitado cuando ha subido al coche. Allí está.
Paula observa a su padre y se sorprende al ver que se está encendiendo un cigarrillo.
—Papá, ¿qué haces?
—¿No lo ves?
—El otro día ya te fumaste un cigarro, no habrás empezado a fumar, ¿verdad?
El hombre no responde. Abre un poco la ventanilla y expulsa el humo fuera del vehículo.
Erica, que se ha alarmado con las palabras de su hermana, vuelve a asomarse entre los asientos delanteros.
—¿Estás fumando, papá? —pregunta la niña con expresión de incredulidad. Nunca había visto a su padre hacerlo.
—Sí, sí, estoy fumando. ¿Qué pasa?
Erica no puede creérselo. No sabe mucho del tema, pero ha oído que eso es lo peor del mundo. Incluso que la gente se muere. Los ojos enseguida se le humedecen y le entran muchas ganas de llorar.
—Pero si tú no fumas. Lo dejaste —insiste Paula, a la que tantas y tantas veces sus padres le han advertido que no lo haga.
—Pues sí, he vuelto. ¿Algún problema?
—¿Y eso? Siempre me estáis diciendo que no fume, que es una tontería.
—También te hemos dicho muchas veces que nos cuentes las cosas importantes que te pasan. Y no lo haces.
—Sí que lo hago.
—Ya. Por eso nos hemos tenido que enterar por la televisión de que tenías novio. Y ese chico de anoche, ¿quién demonios era?
Paula no dice nada. Mira hacia delante y contempla cómo la lluvia cae con fuerza sobre el asfalto.
—Papá, yo no quiero que te mueras.
La vocecilla de Erica llega débil y llorosa desde el asiento trasero.
Paco frena en el semáforo en rojo y se gira. La pequeña tiene los ojitos rojos y sorbe por la nariz.
—Tranquila, cariño, no me voy a morir —trata de calmarla el hombre, apaciguando el tono de voz que antes había usado con su hija mayor.
—Estás fumando. Y, si fumas, te mueres. Lo he escuchado. Y yo no quiero que te mueras.
—No me va a pasar nada. Te lo prometo.
—No fumes.
El hombre suspira. Da una última calada al cigarro y lo arroja por la ventanilla. Luego vuelve a mirar a la pequeña y sonríe.
—¿Ves? Ya está. Ya no fumo.
Erica comprueba nerviosa que su padre no le miente y que no ha hecho ningún truco para quedarse con el cigarro. Parece que es verdad, que lo ha tirado por la ventanilla. Ya está más contenta. Se seca las lágrimas con la manga del jersey rosa que su madre le ha obligado a ponerse. Ella quería uno azul.
Paula abre la mochila y saca un pañuelo de papel. Se gira y se lo da a su hermana. La niña lo coge y se suena la nariz. Está más tranquila. Pero ahora tiene una nueva curiosidad.
—Paula, ¿tú te das besos con tu novio? —suelta de repente.
El padre es el primer sorprendido con la pregunta de Erica. Su hermana mayor también se ha quedado boquiabierta, no sabe qué decir. ¿Qué responde?
—Pues…
En ese momento, Paco sube el volumen de la radio. Ha empezado a sonar otro tema, también en inglés. Es mucho más estridente que el anterior y no sabe ni quién lo canta.
—Erica, ¿no te gusta esta canción?
La cabeza de la pequeña aparece una vez más en el hueco entre los asientos de delante.
Presta atención, pero no reconoce el
Somebody told me
, de The Killers.
—No. No me gusta.
—¿Que no te gusta? Pero si es muy bonita…
El hombre sube el sonido ante la mirada atónita de Paula, que cree que su padre se ha vuelto loco.
—¡No, no me gusta! ¡Quítala! —grita Erica disgustada.
—Pero si…
—¡Cámbiala! ¡Que no me gusta!
Paco busca otra emisora en la que pongan música. Parece que la pequeña ya se ha olvidado de la pregunta que le ha hecho a su hermana mayor. Menos mal. No quería oír la respuesta.
—¡Deja! ¡Deja esa!
El hombre no se lo puede creer. En otra cadena están emitiendo
See you again
, de Miley Cyrus. ¡No! ¡Otra vez!
Paula entonces no puede evitar una carcajada. Su padre la mira y también sonríe. Ella se da cuenta y le corresponde. Tregua.
Con la voz de Miley Cyrus en el coche, más relajados, continúan el camino hacia el instituto, donde una vez más Paula llegará tarde.
Esa mañana de marzo, en un lugar cercano de la ciudad.
¡Por fin llega al instituto!
Faltan pocos minutos para que comiencen las clases.
Mario cierra el pequeño paraguas marrón y lo agita para tratar de que se seque un poco. Las gotitas caen al suelo, una tras otra, ante la airada mirada de la conserje que observa cómo todos los que entran en el edificio repiten lo mismo. El chico se da cuenta de aquellos ojos inquisidores que le están fulminando y se encoge de hombros. ¿Qué puede hacer si no?
En los días de lluvia todo se magnifica, se hace más grande. Hasta parece que haya más gente. El alboroto es mayor y el murmullo constante de voces que retumba en los pasillos incluso es más alto que de costumbre. Y, por supuesto, el mal carácter de la conserje alcanza su nivel máximo.
Mario camina hasta su clase. Intercambia algún saludo con alumnos de otros cursos. Otros chicos pasan a su lado sin hacerle caso: o no le han visto o no lo han querido ver. Tampoco le preocupa. Está acostumbrado, así es el instituto. Además se va acercando el momento en el que se encontrará con Diana. Es posible que ya esté en el aula. Nervios. Aunque ha pensado mucho sobre ese momento, no tiene las ideas demasiado claras. Exactamente, no sabe lo que le va a decir. Sí, le pedirá perdón, eso está claro. Y espera que ella también lo haga, porque no solo él se pasó, ella también lo hizo. Y mucho. Así que espera que, entre unas cosas y otras, todo se arregle y vuelva a la normalidad.
Pero, ¿y si no es así? ¿Y si Diana es tan cabezota que sigue en sus trece e insiste en el tema de Paula? Ella es la única que conoce la verdad, sus sentimientos. Y aunque no cree que le diga nada a nadie, no puede evitar cierta desconfianza. También puede suceder que ayer se enfadara tanto que termine soltándoselo todo a sus amigas. ¡Incluso a su hermana! ¿Y a Paula? ¿Se lo habrá contado ya al resto de las Sugus? Uff, no quiere ni imaginarlo…
—Buenos días, Mario. ¿Cómo estás?
Sin darse cuenta ha llegado a la puerta de su clase. Es Cris la que le da la bienvenida. ¡Una de ellas! Se sobresalta, aunque trata de disimular y no pensar más en lo de antes.
—Buenos días. Bastante mojado.
La chica sonríe. Es curioso, tiene una bonita sonrisa y sus ojos castaños también son muy dulces. Nunca se había dado cuenta. Quizá Cristina es la Sugus menos popular de todas: viste bien, es mona, simpática, pero no tiene el carisma de Paula ni el descaro de Diana ni la personalidad de Miriam. Por eso pasa más desapercibida al lado del resto del grupo.
—¿Y tu hermana? ¿No viene contigo?
—¡Qué va! Estaba pintándose todavía. Ahora vendrá. Si no se da prisa, llegará tarde. ¿Estás tú sola?
—Bueno, no ha llegado ninguna de las Sugus, si es a eso a lo que te refieres. Diana no ha llegado aún. Y Paula ya sabes cómo es, llegará tarde.
Cris vuelve a sonreír. El chico le corresponde y a continuación entran juntos en el aula.
Los dos llegan en silencio al final de la clase, pero no al rincón donde se sientan las cuatro Sugus, sino al extremo contrario, donde lo hace Mario. Deja el paraguas en el lateral, al lado de la pared, y se quita el chubasquero.
—¿Qué tal ayer? ¿Estudiasteis mucho?
—Bueno, lo que pudimos.
Parece que Cris no sabe nada de lo que ocurrió ayer por la tarde en su casa. Diana no le habrá contado nada y parece que Miriam tampoco. Mejor así. Y a todo esto, ¿dónde está Diana? No es una buena estudiante e incluso se salta clases, pero suele ser puntual a primera hora. De hecho, le gusta estar unos minutos antes de que suene el timbre para cotillear lo que sus amigas hicieron el día anterior y observar detalladamente lo que se han puesto para vestir.