¿Listo? No. Queda lo más importante. Encima de la silla, bajo la que estaban las botas que ahora lleva puestas, están los sobres que anoche dejó preparados para enviar a las discográficas y cantantes elegidos para su locura. Dentro, cuadernillos de
Tras la pared
con una extraña petición. ¿Alguien se animaría a escribirle una canción para su historia? Probablemente, no. Pero sigue pensando que no pierde nada por intentarlo.
Baja trotando por la escalera, cargado con el maletín, la cazadora y los sobres.
Desayunará fuera.
Una bocanada de aire frío le golpea cuando abre la puerta de la casa. Oye el silbido del viento y también al pajarillo madrugador de antes, que tal vez esté buscando una hembra con la que pasar el día. Pero no es lo único que Alex escucha. El ruido del
motor de un coche indica que no está solo. La ventanilla de un Ford Focus negro se abre e Irene asoma la cabeza sonriente.
—Buenos días, hermanito. —Los ojos del chico fulminan a su hermanastra—. Perdona, quería decir Alejandro.
Lo ha hecho a propósito.
—Buenos días. Con que me llames Alex me vale.
—A sus órdenes, Alex —dice divertida—. No sabía que estabas levantado.
En realidad sí lo sabía. Estaba en el coche cuando Alex se ha asomado a la ventana. Sabía que no tardaría mucho tiempo en salir de casa y lo ha esperado.
—Pues ya ves que te equivocabas.
Irene mira curiosa el montón de sobres que lleva bajo el brazo ¿Para quién serán?
—Veo que vas cargado. ¿Quieres que te lleve a alguna parte?
—No —contesta rotundo, sin pensar.
—Vamos, hombre. No seas cabezota. Tengo tiempo hasta que empiece el curso. Me iba más temprano para desayunar antes.
No quiere decirle nada a su hermanastra de que tenía la misma intención.
—No hace falta. Cogeré el autobús —insiste.
Pensándolo bien no estaría mal que lo llevara. Llegaría antes y se ahorraría la espera en la parada.
—¡Qué terco eres! Si no me cuesta ningún trabajo…
Alex cabecea y termina cediendo.
—Vale, pero con que me dejes cerca del metro me sirve.
—¡Ay chico, mira que eres…!, ¿eh? Entra, anda.
El joven se acerca hasta el coche por fin y trata de abrir la puerta del copiloto sin éxito; parece atascada.
Irene lo observa con su permanente sonrisa en la boca. Se baja y acude junto a su hermanastro. Alex no la puede ver bien hasta que ella no da la vuelta al Ford Focus y llega a su lado. Irene se ha puesto un vestido más propio de una Noche Vieja que de un primer día de clase, un vestido negro, corto y espectacularmente escotado, tanto que casi puede intuir la copa de su sujetador oscuro.
—¡Qué frío! —exclama la chica agitando los brazos. Llevaba un rato dentro del coche sin la chaqueta—. Es que a veces se atasca. Espera.
Haciéndose hueco entre el vehículo y su hermanastro, rozando sus piernas con el vaquero de él, Irene sujeta con fuerza la puerta y, de un golpe seco, la abre. En el impulso, la chica aprovecha para juntar aún más su cuerpo con el de Alex, que, atónito, ni se mueve.
—Voíla, ya puedes pasar.
La joven regresa al asiento del conductor y se pone el cinturón de seguridad. No le ha pasado desapercibido el comportamiento de su hermanastro. Sonríe: poco a poco va hilando su red. Alex, por su parte, no sabe si arrepentirse o no de la oferta de su hermana. Quizá hubiera sido mejor coger el autobús. Aun que de una cosa esta seguro: de momento, no va a necesitar la cazadora.
Esa misma mañana de marzo, en un lugar de la ciudad.
—¡Mario!, ¿me prestas los deberes de Física? No he hecho nada en el fin de semana.
La agudísima voz de Cándida Palacios llega a oídos de uno de los que todos consideran empollones de la clase; alguien que nunca falla ni siquiera en lunes. ¡Qué diferencia con su hermana Miriam, la repetidora de la última fila…!
Sin embargo, esa mañana todo parece distinto.
—Perdona, Candy. ¿Qué decías?
—¡Los deberes de Física! Que no los tengo hechos y como me los pidan será mi fin. Además, el Quiñónez me la tiene jurada. Seguro que tiene algo en contra de los gordos. Es un gordofóbico.
Cándida Palacios, Candy, es la gordita oficial de clase. Lejos de avergonzarse por su físico, asume su aspecto como algo natural. Incluso ella misma bromea con sus compañeros respecto a su peso. Aunque no siempre ha sido así.
—Esa palabra no existe. Y de existir sería gordófobo.
—Da igual, llámalo como quieras. El caso es que me dejes los ejercicios, por favor, que ese tío me tiene manía.
—No los he hecho.
—¿Cómo? Te estás quedando conmigo…
—Te lo digo en serio, Candy. No los tengo.
Un compañero pecoso y de piel blancuzca, con claros problemas de acné juvenil, al que llaman Nolito, sin que nadie sepa muy bien el motivo, escucha atónito lo que Mario acaba de decir.
—No me lo puedo creer. ¡Yo también te los iba a pedir!
—Pues lo siento, chicos. Estoy como vosotros.
—¡Joder! ¡Y quedan menos de cinco minutos!
Candy y Nolito se van rápidamente en busca de otro de los empollones de la clase, sin estar muy convencidos de que Mario no tenga hechos los problemas de Física. Pero no es momento de discutir, sino de encontrar algún alma caritativa que los salve de aquel punto negativo seguro, si el Quiñónez se aventura a pedirles los ejercicios.
No saben que lo cierto es que Mario no tiene los deberes hechos, y no ha sido por falta de tiempo. Lleva dos noches sin dormir. Al comprender que su insomnio no le iba a permitir pegar ojo, ha estado ocupado con otras cuestiones y no precisamente con los deberes de Física ni de ninguna otra materia.
Ahora está sentado en su lugar habitual de clase. Espera ansioso la llegada de Paula. Quizá llegue tarde, como tantas y tan tas veces. La semana pasada solo dos días logró entrar en clase antes de la hora. Suspira profundamente. Quizá ella va se ha arrepentido de lo que hablaron el sábado.
Esa idea le asusta y, por un momento, duda. Mira hacia la puerta, pero, aunque no dejan de entrar chicos y chicas protestando por el comienzo de la semana o contando a voces lo que han hecho el fin de semana, ninguno de ellos es su amada. Hasta entra esa salida de Diana, acompañada de su hermana y la otra chica de las Sugus. Menudo grupito.
El corazón de Mario se acelera de pronto. Detrás del trío de amigas aparece Paula, que llega corriendo y le da un cachete en el culo a Diana. Esta se revuelve y le llama algo poco cariñoso, aunque entre ellas es símbolo de unidad y fraternidad. Mario no entiende cómo esos insultos se han convertido en saludos y despedidas entre las chicas
Está guapísima. Va vestida con unos vaqueros azul fuerte muy ajustados, una camiseta verde con el cuello de pico blanco y un abrigo—chaqueta negro desabrochado que le llega hasta debajo de las rodillas. Lleva el pelo recogido con una goma elástica verde y tiene las mejillas ligeramente sonrosadas de la más que posible carrera para no llegar tarde.
Las Sugus ocupan sus respectivos sitios en una de las esquinas de la clase, pero no se sientan en las sillas sino sobre las mesas. Parecen divertirse hablando de esto y de aquello. No le dan ninguna importancia a no tener los ejercicios hechos. Hablan a gritos y ríen a carcajadas haciéndose notar. Incluso la mirada de alguno se desvía hasta los pantalones de Diana, excesivamente bajos: el comienzo de un triangulito naranja acelera el pulso a más de uno. Un aguafiestas le gasta una broma acerca de la excelente vista. La chica se sube el vaquero y alza el dedo corazón dedicándoselo a todos sus admiradores.
Varios chicos más se acercan hasta Mario en una constante cascada de irresponsabilidad escolar. Acaban de llegar y aún no están al tanto de lo que Candy y Nolito ya saben. Ante la asombrosa noticia, unos se rinden y esperan que la suerte no
les sea esquiva esa mañana. Otros aún pelean por conseguir los ejercicios en los dos últimos minutos, antes de que el timbre suene y llegue el Quiñónez.
Entre dos de sus compañeros. Mario contempla cómo Paula se levanta y, esquivando mesas, sillas, mochilas y alumnos, se acerca hasta él. Su corazón se dispara. También él se incorpora.
—¡Mario!, ¿qué tal el fin de semana? —pregunta la chica Parece muy feliz.
—Pues como todos —contesta tímidamente.
—Recuerda que hemos quedado para estudiar en tu casa, ¿eh?
—¡Es verdad! No me acordaba.
Tal vez ha mentido un poquito. De hecho, no ha pensado en otra cosa desde el sábado por la mañana.
La campana suena. Alea jacta es: la suerte está echada para todos. El profesor de Física a no tarda ni diez segundos en cruzar el umbral de la puerta de la clase. Candy está en medio y el Quiñónez le apremia para que ocupe su sitio inmediatamente. La chica refunfuña y le llama "gordofóbico" entre dientes. "Se va a joder, porque he conseguido los ejercicios".
—Bueno, Mario, luego nos vemos. Y no hagas planes para hoy, que tienes una cita conmigo.
Paula se aleja rápidamente hacia su esquina donde las Sugus ya ocupan sus sillas. Diana comprueba la altura de su pantalón, aunque nadie se sienta detrás. La clase da comienzo.
El Quiñónez pide los ejercicios a dos pobres desgraciados que ponen excusas absurdas por las que no han podido resolver los problemas.
Mano ni se inmuta. Prevé un lunes especial, mágico. ¡Qué importa no tener los ejercicios hechos cuando por la tarde le espera su musa! Una cita, como ella ha dicho…, aunque solo sea para estudiar.
Los ojos se le cierran. Ahora es cuando por fin el sueño le golpea con fuerza. Definitivamente, Morfeo es un caprichoso. Y no sabe cuánto.
La mañana se consume a fuego lento. Paulatinamente, las clases se hacen más y más insufribles. Si normalmente va lo son, los lunes todo parece mucho peor. Los profesores son más ogros y las profesoras más brujas. Los lunes solo deberían servir para comentar lo que ha pasado en el fin de semana.
Afortunadamente, cada desierto tiene su oasis y todo lunes, su recreo.
Para las cuatro Sugus, especialmente, el comienzo de cualquier semana es insoportable. Están sentadas en un banco delante de la puerta del instituto. Han comprado diferentes golosinas y aperitivos que devoran entre bromas, comentarios y quejas.
Un chico mayor, bien parecido, pasa por delante de ellas. Quizá se trate de un universitario, incluso podría ser un becario dirigiéndose a su primer trabajo. Todas le siguen con la mirada: miradas distintas, miradas personificadas, que translucen una manera de ser particular. Diana silba por lo bajo y piensa lo que aquel tío bueno daría de sí; Miriam observa atenta, pero con discreción; Cris se siente atraída, pero rápidamente, con timidez, aparta sus ojos, y Paula casi ni se fija. Ella va tiene a su "madurito".
El sol de marzo baña sus cabellos: recogidos, sueltos, más largos, más cortos, rubios, morenos… Son guapas, jóvenes, afortunadas y atrevidas. Aunque odien el lunes por la mañana.
—No voy a ir a Filosofía. No podría soportarlo —dice Diana mientras mete la mano en el paquete de patatas Lays al punto de sal de Cris.
—Venga, tía, no faltes, que la semana que viene es el examen final —le advierte Miriam.
—¡Bah!, voy a suspender igual…
La mano de Diana vuelve al interior de la bolsa de patatas. Coge una y la mastica escandalosamente.
—A mí, la que me preocupa es Matemáticas —interviene Paula.
—Has quedado hoy con mi hermano para estudiar, ¿verdad?
—Sí. Veremos si consigue explicarme lo de las derivadas porque no me entero de nada.
—Hablando de Mario, está raro últimamente, ¿no? —observa Cris.
Paula mira a Miriam. ¿Les cuentan lo que piensan? Si, ¿por qué no? Son las Sugus. Ya lo dice su lema, inspirado en Los tres mosqueteros, esa película con esa banda sonora de Brian Adams que tanto les gusta: "Uno para todas y… mejor, uno para cada una".
—Yo pienso…, bueno, Paula y yo pensamos que le gusta Diana.
La chica casi se atraganta con la patata al oír su nombre.
—¡Qué dices…! ¿Cómo voy a gustarle yo?
—Hay gente para todo —dice sonriendo Cristina.
—¡Hey, tú, mosquita muerta! No te pases.
Las otras tres amigas ríen. Diana da con su cadera a la de Cris y le roba una nueva patata.
—Oye, ¿por qué no te compras tú un paquete? O mejor, dile a Mario que te invite.
—Ya vale, ¿no? —protesta la aludida—. ¿En qué os basáis para decir eso?
—Intuición. Además, como dice ella, está muy raro. Casi no duerme. El otro día me lo encontré con los ojos vidriosos —señala Miriam.
—Le tienes roto el corazón. Hoy no tenía hechos ni los deberes —continúa Cristina, que se ha alejado lo suficiente de Diana para que no alcance su bolsa de Lays.
—¡Sois unas exageradas! ¿Y si no es así? Puede estar raro porque ese chico siempre ha sido un poquito raro.
—¡Oye, que es mi hermano!
—Eso no es un punto a su favor, precisamente.
—¡Qué capulla!
Ahora la única que no ríe es Miriam.
—El caso es que tenemos que enterarnos de si esto que pensamos Miri y yo es verdad. He quedado con él para estudiar Mates durante toda la semana y de paso investigaré.
—Lo de estar liada con un periodista te afecta, ¿eh? —bromea Diana.
—Eso mismo le dije yo —señala Miriam, que vuelve a sonreír.
—No me puedo creer que estéis de acuerdo vosotras dos en algo.
—Será la última vez. Lo juro —asevera divertida la mayor de las chicas.
Todas ríen sin excepción esta vez.
Paula piensa entonces en Ángel. ¿Qué estará haciendo ahora? ¿Seguirá en el hospital? ¡Cómo le gustaría estar con él! Y pensar que todavía le quedan unas cuantas horas de tortura… Además, esta tarde no podrán verse.
—Bueno, y tú, ¿qué piensas de Mario? —pregunta intrigada Cristina.
Diana reflexiona unos segundos.
—No está mal. Diría que tiene su punto. Hablo físicamente, claro.
—Siempre pendiente del físico… Es un chico encantador —alude Paula.
—Sí, yo estaré pendiente del físico, pero tú no te quedas atrás. ¡Anda, que menudo novio te has echado, guapa…! Y el otro, el escritor, también es feo. Así que predica con el ejemplo.
—Pero son dos grandes personas —se apresura a señalar Paula—. Además, Álex es solo un amigo.
—Están buenos. ¿O no, chicas?
Las otras dos Sugus miran a Paula y confirman, afirmando con la cabeza, las palabras de Diana.