—Me lo pienso.
El criado se quedó a nuestro lado. Sin darse cuenta de la creciente tensión, su estúpido procesador siguió adelante y se dirigió a nosotros como a un par de compañeros de viaje; nos preguntó si necesitábamos de sus servicios. Antes de que el hombre gigante pudiera decir nada o tan siquiera moverse, le dije al criado que me proporcionara una inyección de escopolamina-glucosa. Era el medicamento contra el mareo más barato y viejo de todos. Como los demás pasajeros, había abierto una cuenta de crédito a bordo para el viaje, aunque no estaba del todo seguro de tener fondos para cubrir la esco-gluc. Pero el criado me hizo caso, y una de sus escotillas se abrió para revelar una aguja hipodérmica desechable.
Cogí la jeringuilla, me remangué y metí la aguja de golpe en una vena, como si estuviera preparándome para un posible ataque con armamento biológico.
—Eh, haces como un experto. No dudas. —El hombre habló con algo parecido a una sincera admiración, hablando ya en un norte confuso y lento—. ¿Qué eres, doctor?
Me bajé la manga sobre la marca hinchada que había dejado la aguja.
—No exactamente. Pero trabajo con gente enferma.
—¿Sí?
Asentí.
—Te lo demostraré con sumo gusto.
—No estoy enfermo.
—Créeme, eso nunca me ha supuesto un problema.
Me pregunté si habría captado ya el mensaje; que aquel día yo no era su compañero de conversación ideal. Devolví la jeringuilla usada al compartimento del criado y noté que la esco-gluc ya había empezado a disipar mis náuseas en una simple niebla de leve malestar. No existía prácticamente ningún tratamiento eficaz para los mareos espaciales (antagonistas) pero, aunque lo hubiera, dudaba disponer de los fondos para adquirirlo.
—Tipo duro —dijo el hombre asintiendo con la cabeza, un movimiento para el que su cuello no parecía estar diseñado—. Me gusta, ¿pero cómo de duro eres en verdad?
—No creo que sea asunto tuyo, pero estás invitado a comprobarlo.
El criado siguió junto a nosotros unos segundos más antes de decidirse a flotar hacia el siguiente grupo. Unas cuantas personas más habían llegado hasta la zona común y miraban a su alrededor con expresión enferma. Resultaba irónico que, tras cruzar tantos años luz entre estrellas, aquel pequeño transbordo en lanzadera fuera para muchos de nosotros nuestra primera experiencia directa con el viaje espacial.
Me miró. Casi podía oír cómo trabajaban y rechinaban de esfuerzo las pequeñas ruedas de su cerebro. Estaba claro que las personas a las que se había acercado antes se dejaban intimidar con más facilidad que yo.
—Como dije, yo soy Vadim. Todos me llaman eso. Solo Vadim. Soy bastante personaje… parte de lo que podrías llamar «color local». ¿Tú eres?
—Tanner —respondí—. Tanner Mirabel.
Él asintió lentamente, como si lo comprendiera todo, como si mi nombre significara algo para él.
—¿Es nombre real?
—Sí.
Era mi nombre real, pero no perdía nada con utilizarlo. Reivich no podía saber mi nombre todavía, aunque estaba claro que sabía que alguien lo estaba siguiendo. Cahuella protegía celosamente sus operaciones y mantenía en secreto las identidades de sus empleados. Como mucho, podría haberles sacado a los Mendicantes una lista de todos los pasajeros del
Orvieto
… pero ni siquiera eso le hubiera permitido saber cuál de ellos era el hombre que pretendía matarlo.
Vadim intentó darle un toque de camaradería a su voz.
—¿De dónde vienes, Mera-bell?
—No necesitas saberlo —respondí—. Y, por favor, Vadim… Te lo he dicho en serio. No quiero hablar contigo, formes parte del color local o no.
—Pero tengo una propuesta de negocios, Mera-bell. Una que deberías escuchar, creo.
Seguía mirando a través de mí con un ojo. El otro miraba en oblicuo por encima de mi hombro, desenfocado.
—No estoy interesado en negocios, Vadim.
—Creo que deberías —bajó la voz—. Es un lugar peligroso donde vas, Mera-bell. Un lugar muy, muy peligroso. Especialmente para recién llegados.
—¿Qué tiene de peligroso el Anillo Brillante?
Él sonrió, pero después se puso serio.
—Anillo Brillante… sí. Es realmente muy interesante. Estoy seguro de que no cubrirá tus… expectativas. —Hizo una pausa y se acarició la barbilla mal afeitada con la mano—. Y ni siquiera hemos mencionado Ciudad Abismo,
¿niet
?
—El peligro es algo relativo, Vadim. No sé lo que significa aquí, pero en mi planeta es algo más que el eterno peligro de cometer una metedura de pata en sociedad. Créeme, creo que puedo con el Anillo Brillante. Y con Ciudad Abismo, ya puestos.
—¿Crees que conoces peligro? No creo que tengas mínima idea sobre lo que te metes, Mera-bell. Creo que eres un hombre muy ignorante. —Hizo una pausa y se puso a jugar con los retales de tela basta de su abrigo; los patrones de los reflejos corrían ante la presión de los dedos—. Y por eso hablo contigo ahora, ¿entiendes? Estoy siendo buen samaritano contigo.
Yo ya veía por dónde iba la cosa.
—Vas a ofrecerme protección, ¿verdad?
Vadim dio un respingo.
—Qué palabra tan cruda. Por favor, no la repitas. Prefiero mucho más que hablemos de los beneficios de un acuerdo de seguridad mutua, Mera-bell.
Asentí con la cabeza.
—Déjame que especule sobre esto, Vadim. Ciertamente eres de aquí, ¿no? No has llegado en una de las naves. Supongo que eres lo que se dice una instalación permanente de esta lanzadera, ¿me equivoco?
Él esbozó una rápida sonrisa nerviosa.
—Digamos que conozco la nave más que el cachorro mojado nuevo normal. Y digamos que tengo socios influyentes en cercanías de Yellowstone. Socios con músculos. Gente que puede ocuparse de recién llegados, asegurar que él (o ella) no se metan en problemas.
—Y si ese recién llegado declinara tus servicios, ¿qué le pasaría? Por casualidad no se convertirán esos mismos socios en el origen de los problemas, ¿no?
—Ahora eres hombre muy cínico.
Me tocaba sonreír a mí.
—¿Sabes qué, Vadim? Creo que no eres más que un rastrero artistilla del timo. Tu red de socios en realidad no existe, ¿no? Tu influencia se acaba donde el casco de la nave… y ni siquiera aquí se puede decir que esté muy extendida, ¿verdad?
Él descruzó los colosales brazos y volvió a cruzarlos.
—Mira donde pisas, Mera-bell, te lo advierto.
—No, yo te lo advierto, Vadim, podría haberte matado ya si me resultaras algo más que una leve molestia. Lárgate y prueba tu actuación con otra persona —señalé con la cabeza a la sala—. Hay muchos candidatos. Mejor aún, ¿por qué no te arrastras de vuelta a tu apestoso camarote y practicas un poco más tu técnica? Creo que deberías inventarte algo más convincente que la amenaza de violencia en el Anillo Brillante, la verdad. Quizá podrías ofrecer consejos de moda o algo así.
—De verdad que no lo sabes, ¿verdad, Mera-bell?
—¿Saber el qué?
Él me miró con lástima y, por un leve instante, me pregunté si no habría juzgado la situación de forma completamente equivocada. Pero entonces Vadim negó con la cabeza, se desenganchó de la pared y se propulsó hacia el otro lado de la esfera, con el abrigo ondeando tras él como un espejismo. La lanzadera lenta había aumentado su impulso de nuevo, así que la trayectoria de Vadim describió un arco perezoso que le llevó hábilmente cerca de otro viajero solitario que acababa de llegar: un hombre bajo, medio calvo y con sobrepeso, de cara pálida y desanimada.
Observé cómo Vadim le daba la mano al hombre y comenzaba a soltarle el mismo rollo que había intentado conmigo.
Casi le deseé mejor suerte.
Los otros pasajeros eran una mezcla equilibrada de hombres y mujeres, con una combinación también equilibrada de tipos genéticos. Estaba casi seguro de que dos o tres de ellos eran de Borde del Firmamento, aristócratas por su aspecto, pero nadie en quien estuviese interesado. Aburrido, intenté escuchar sus conversaciones, pero la acústica de la sala convertía sus palabras en una masa informe de la que solo podía percibir alguna palabra ocasional cuando uno u otro grupo alzaba la voz. A pesar de todo, podía distinguir que hablaban en norte. Había muy poca gente en Borde del Firmamento que hablara norte con fluidez, pero casi todos lo entendían un poco: era el único idioma que abarcaba a todas las facciones y, por tanto, se usaba para las propuestas diplomáticas y para el comercio con grupos externos. En el sur hablábamos castellano, el idioma principal del
Santiago
, obviamente con cierta contaminación de otros idiomas hablados en la Flotilla. En el norte hablaban un cambiante criollo de hebreo, farsi, urdu, punjabí y el antiguo inglés pero, sobre todo, portugués y árabe. Los aristócratas tendían a comprender mejor el norte que los ciudadanos medios; la fluidez en aquel idioma era un distintivo de sofisticación. Yo tenía que hablarlo bien por cuestiones profesionales… razón por la cual también hablaba casi todas las demás lenguas norteñas y tenía conocimientos básicos de rusiano y canasiano.
Era muy probable que en el Anillo Brillante y en Ciudad Abismo comprendieran el rusiano y el norte, aunque la mediación se realizara con máquinas, pero el idioma oficial de los Demarquistas que fundaron Yellowstone era el canasiano, una resbaladiza amalgama de francés quebequense y cantonés. Se decía que para llegar a tener un canasiano realmente fluido había que tener la cabeza llena de procesadores lingüísticos… el idioma tenía unas bases demasiado extrañas, demasiado alejadas de las restricciones integradas en la gramática profunda de los humanos.
Aquello me hubiera preocupado si los Demarquistas no fueran unos consumados comerciantes. Durante más de dos siglos Yellowstone había sido el centro de la floreciente red de comercio interestelar; había suministrado las últimas innovaciones a las nuevas colonias para chuparlas después como un vampiro cuando las colonias alcanzaban un nivel básico de madurez tecnológica. A los habitantes de Yellowstone no les quedaba más remedio que entender docenas de otros idiomas.
Obviamente me encontraría en situaciones peligrosas. En ese sentido, Vadim llevaba toda la razón, pero los peligros a los que me enfrentaba no eran del tipo que él pretendía. Serían sutiles, surgidos de mi propio desconocimiento de los matices de una cultura al menos dos siglos por delante de la mía. Las consecuencias, más que sufrir daño físico, podrían ser un fallo desastroso de la misión. Aquel peligro bastaba para que me comportara con cautela. Pero no necesitaba la falsa promesa de protección de un granuja como Vadim… tuviera contactos o no.
Algo me llamó la atención. Era Vadim, y aquella vez estaba armando más escándalo.
Forcejeaba con el hombre que acababa de entrar en la sala y los dos se empujaban todavía unidos a las paredes de la zona común. Parecía que el otro hombre podía contener a Vadim, pero algo en los movimientos de este (una languidez rayana en el aburrimiento) me dijo que Vadim le estaba dejando creer al hombre que llevaba ventaja. A los otros pasajeros se les daba muy bien pasar de la refriega; quizá se sintieran agradecidos porque el canalla hubiera centrado su atención en otra persona.
De repente, el humor de Vadim cambió.
En un segundo tuvo al recién llegado aplastado contra la pared, evidentemente dolorido, mientras que Vadim empujaba su frente con fuerza contra la cara aterrada del hombre. Este comenzó a decir algo, pero Vadim le puso la mano en la boca antes de que pudiera escupir ningún insulto. Pero entonces lo que escupió fue su última comida, que se deslizó de forma asquerosa entre los dedos de Vadim. Vadim retrocedió asqueado y se apartó del hombre. Después se agarró a la pared con el brazo limpio y le metió un puñetazo en el estómago, justo bajo las costillas. El hombre tosió con fuerza, con los ojos inyectados en sangre; intentó recuperar el aliento antes de que Vadim volviera a golpearlo.
Pero Vadim ya había acabado con él. Solo se detuvo a limpiarse el brazo en la tela de la paredes de la sala y después se desenganchó dispuesto lanzarse hacia una de las salidas.
Calculé mi arco y me lancé primero, mientras saboreaba el instante de despreocupada caída libre antes de impactar en la pared a un metro de Vadim y su víctima. Durante un momento, Vadim me miró atónito.
—Mera-bell… pensaba que ya habíamos concluido las negociaciones.
Sonreí.
—Acabo de reanudarlas, Vadim.
Estaba bien sujeto. Con la misma facilidad con la que Vadim había golpeado al hombre, yo golpeé a Vadim, más o menos en el mismo sitio. Vadim se dobló en dos como una figura de origami empapada y dejó escapar un suave gemido.
En aquellos momentos la gente ya no estaba tan interesada en sus propios asuntos.
Me dirigí a ellos.
—No sé si este hombre se ha acercado ya a algunos de ustedes, pero no creo que sea tan profesional como les ha hecho creer. Si han comprado su protección, probablemente hayan malgastado su dinero.
Vadim logró decir una frase.
—Eres hombre muerto, Mera-bell.
—Entonces no tengo nada que temer. —Miré al otro hombre. Había recuperado algo de color y se limpiaba la boca con la manga de la camisa—. ¿Estás bien? No vi cómo empezó la pelea.
El hombre hablaba norte, pero con un fuerte acento que me llevó un momento descifrar. Era un hombre pequeño, con la constitución compacta de un bulldog. El aspecto de bulldog no se limitaba a su físico. Tenía una mirada agresiva, predispuesta a la discusión, nariz ancha y el cráneo poco poblado de un cabello extremadamente corto.
Se alisó la ropa.
—Sí… estoy bastante bien, gracias. Ese zoquete comenzó a amenazarme y después me atacó. En ese momento esperaba que alguien hiciera algo, pero era como si de repente formara parte de la decoración.
—Sí, ya me di cuenta. —Miré a los demás pasajeros con desprecio—. Pero intentaste defenderte.
—Para lo que me ha servido…
—Me temo que Vadim no es de los que reconocen un gesto de valentía cuando lo ven. ¿Seguro que estás bien?
—Creo que sí. Solo algo mareado.
—Espera.
Chasqueé los dedos para llamar al criado, que flotaba con indecisión cibernética a unos metros de nosotros. Cuando se acercó más intenté comprar otra inyección de esco-gluc, pero había agotado mis fondos a bordo.
—Gracias —dijo el hombre mientras se recolocaba la mandíbula—. Pero creo que tengo suficientes fondos en mi propia cuenta. —Habló en canasiano, demasiado rápido y bajito para que yo lo entendiera, y una aguja hipodérmica nueva salió lista para su uso.