Read Dinamita Online

Authors: Liza Marklund

Tags: #Intriga, Policiaco

Dinamita (11 page)

BOOK: Dinamita
11.42Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

El hombre no respondió.

—¿No es éste el teléfono móvil de Christina? —se oyó preguntar.

—No, es el de la familia —contestó el hombre sorprendido.

—Bueno, le llamo para decirle que escribiremos sobre su esposa en el periódico de mañana…

—Eso ya lo han hecho —dijo el hombre.

—Sí, hemos seguido la explosión, los hechos.

—¿No era
Kvällspressen
el que tenía la foto? Esa foto donde…

Su voz se cortó en sollozos. Annika se llevó la mano a la boca y miró fijamente al techo. Dios mío, había visto la foto de Henriksson en la que los médicos recogían pequeños pedazos de su esposa; ¡joder! ¡joder! Silenciosamente tomó aliento.

—Sí, fuimos nosotros —contestó con calma—. Siento de verdad no haber podido avisarle con antelación sobre la foto, pero justo ahora hemos sabido que era su esposa quien había muerto. No pude llamarle antes. Le pido disculpas si esa foto ha herido sus sentimientos. Por eso creo que es importante hablar ahora con usted. Mañana continuaremos escribiendo sobre esto.

El hombre lloró en el auricular.

—Si tiene algo que decir le escucharía encantada —aclaró Annika—. Si quiere criticarnos, pedirnos que escribamos algo especial o evitar que escribamos algo determinado, díganoslo. ¿Señor Milander?

Él se sonó.

—Sí, aquí estoy —balbuceó.

Annika levantó la mirada y a través de la entrada de cristal vio salir del edificio al rebaño de periodistas. Abrió la puerta rápidamente y se puso a un lado de la escalera. Oyó a través del auricular las señales indicativas de que alguien intentaba llamar al otro móvil.

—Comprendo que esto tiene que ser terrible para usted. No me puedo imaginar lo duro que es. Pero es un acontecimiento mundial, uno de los peores crímenes que se han cometido en nuestro país. Su mujer era un personaje destacado y un modelo para las mujeres del mundo. Por eso nuestra obligación es investigar los hechos. Y por eso le pido que hable con nosotros, nos dé la posibilidad de mostrar respeto, que nos diga cómo quiere que lo hagamos. Lo terrible es que nosotros podemos estropear todo con lo que escribamos y herirle a usted sin querer.

Sonaba la «llamada en espera» de nuevo. El hombre dudaba.

—Le puedo dar mi número directo y el del director y así podrá llamar cuando quiera… —insistió Annika.

—Venga a casa —la interrumpió el hombre—. Quiero contarle algo.

Annika cerró los ojos y sintió vergüenza de la alegría que la embargó. ¡Tendría una entrevista con el marido de la víctima! Apuntó la dirección secreta de la familia en un tique de supermercado que encontró en el bolsillo, y antes de pensar si era ético, se apresuró a añadir:

—De ahora en adelante su móvil sonará sin parar. Si no lo soporta no dude en apagarlo.

Lo había conseguido. Lo mejor sería que ningún otro periodista lo hiciera.

Se introdujo de nuevo en la jefatura de policía para buscar a alguno de sus colaboradores. A la primera que se encontró fue a Berit.

—He conseguido hablar con la familia —anunció—. Voy para allá con Henriksson. Tú puedes encargarte de las últimas horas de Furhage y Patrik puede encargarse de la caza del asesino, ¿qué te parece?

—Perfecto —dijo Berit—. Henriksson está por ahí detrás, se fue con Kjell Lindström para hacerle unas fotos. Llegarás antes si das la vuelta…

Annika salió disparada y se encontró con Henriksson en Bergsgatan, subido a un contenedor de papel y Lindström debajo, con el túnel de hierro de la entrada a la jefatura de fondo. Saludó a Lindström y se llevó al joven sustituto.

—Vamos, Henriksson, vas a conseguir otra vez las páginas centrales de mañana —le informó.

Helena Starke se secó la boca con el dorso de la mano. Notó que se manchaba pero no sintió el olor a vómito. Todas sus sensaciones estaban bloqueadas, desconectadas, habían desaparecido. Olfato, vista, oído y gusto ya no existían. Gimió y se inclinó todavía más sobre el retrete. ¿Estaba realmente oscuro o se había quedado ciega? El cerebro no le funcionaba, no podía pensar, no había nada dentro, todo lo que hubo en él hasta entonces estaba asado, frito, quemado y muerto. Notó el agua salada que le corría por la cara, pero no sintió que lloraba. Lo único que había en su cuerpo era un eco, su cuerpo era un vacío que se llenaba con un murmullo ensordecedor: Christina está muerta, Christina está muerta, Christina está muerta…

Alguien aporreaba la puerta.

—¡Helena! ¿Cómo estás? ¿Necesitas ayuda?

Gimió y se desplomó en el suelo, se encogió bajo el lavabo. Christina está muerta, Christina está muerta, Christina está…

—¡Abre la puerta Helena! ¿Estás enferma?

Christina está muerta, Christina está muerta…

—¡Tiren la puerta!

Algo la alcanzó, algo que le hizo daño. Era la luz de la bombilla del vestíbulo.

—Dios mío, ayúdenla a levantarse. ¿Qué ha pasado?

«Ellos nunca lo entenderían», y se dio cuenta de que aún podía pensar. «Nunca lo entenderían. Nunca jamás».

Sintió que alguien la levantaba. Oyó el sonido de una persona gritando, y comprendió que era ella misma.

El edificio estaba enlucido de ocre quemado y era de estilo modernista. Se encontraba en la parte alta de Östermalm, en una de esas calles sobrias donde todos los coches relucen y las ancianas tienen perritos blancos con correa. Naturalmente la entrada era magnífica, suelo de mármol, puertas con espejo de cristal tallado, ascensor de haya y bronce, pared de mármol en tonos amarillo cálido, cristales de mosaicos ornamentados con flores y hojas en una gran ventana que daba al patio interior. Desde la puerta, el suelo y las escaleras estaban cubiertos por una alfombra gruesa y verde que a Annika le recordó la del Grand Hotel.

El piso de la familia Furhage/Milander se encontraba en lo alto del edificio.

—Ahora debemos tener mucho cuidado —susurró Annika a Henriksson antes de llamar a la puerta. Cinco tonos sonaron en alguna parte del interior.

La puerta se abrió rápidamente, como si el hombre que había detrás de ella les hubiera estado esperando. Annika no le reconoció; nunca lo había visto, ni siquiera en foto. Christina no solía ir acompañada de él. Bertil Milander tenía el rostro ceniciento y ojeras oscuras. No se había afeitado.

—Pasen —dijo.

Se dio la vuelta y entró directamente en lo que parecía ser un gran salón. Annika se sorprendió de lo viejo que parecía, con la espalda encorvada bajo la chaqueta marrón. Se quitaron los abrigos, el fotógrafo se colgó una Leica al hombro y dejó la bolsa de la cámara en el zapatero. Los pies enfundados en calcetines de Annika se hundieron en la gruesa alfombra; ésta era, sin duda, una casa cara de asegurar.

El hombre se había sentado en el sofá; Annika y el fotógrafo aterrizaron en otro que estaba enfrente. Annika había sacado un bloc y un bolígrafo.

—Hemos venido sobre todo a escuchar —comenzó Annika con calma—. Si hay algo que quiera contarnos, algo sobre lo que quiera que escribamos, podríamos considerarlo.

Bertil Milander posó la vista en sus manos cruzadas. Entonces comenzó a llorar quedo. Henriksson se humedeció los labios.

—Háblenos de Christina —le animó Annika.

El hombre se sonó en un pañuelo bordado que sacó del bolsillo de su pantalón. Se limpió la nariz meticulosamente antes de volver a guardar el pañuelo. Suspiró profundamente.

—Christina era la persona más extraordinaria que he conocido en mi vida —dijo—. Era formidable en todos los aspectos. No había nada que no pudiera hacer. Vivir con una mujer así era…

Cogió de nuevo el pañuelo y se volvió a sonar.

—…una aventura diaria. Ella lo organizaba todo aquí, en casa. La comida, la limpieza, las invitaciones, la colada, la economía, se ocupaba de nuestra hija, se encargaba de todo…

El hombre se detuvo y meditó sobre lo que había dicho. Parecía como si de repente se diera cuenta del significado. Desde ahora todo esto dependía de él.

Observó su pañuelo.

—¿Quiere contarnos cómo se conocieron? —preguntó Annika por decir algo. No parecía que el hombre la oyera.

—Estocolmo nunca habría conseguido los Juegos Olímpicos sin ella. Christina cautivó a Samaranch. Ella preparó toda la organización de la campaña y la llevó a buen puerto. Luego, cuando logró los Juegos, quisieron destituirla y nombrar a otro director general, pero no lo consiguieron. No había nadie más capacitado que ella para ese puesto, y se dieron cuenta de eso.

Annika escribía lo que el hombre decía mientras notaba como le aumentaba el desconcierto. Había encontrado a personas en estado de conmoción tras accidentes de tráfico y asesinatos y sabía que podían reaccionar de forma extraña e irracional, pero Bertil Milander no parecía un marido en duelo. Parecía más bien un empleado en duelo.

—¿Cuántos años tiene su hija?

—Fue elegidaWoman of the Yearpor ese periódico estadounidense, ¿cómo se llama…? La mujer del año. Ella fue la mujer del año. Era la mujer de toda Suecia. La mujer de todo el mundo.

Bertil Milander se sonó de nuevo. Annika dejó el bolígrafo y miró fijamente el bloc. Las declaraciones no tenían especial interés. Este hombre no sabía con claridad lo que hacía o decía. Parecía no enterarse de lo que ella y el fotógrafo querían hacer.

—¿Cuándo recibió la noticia de la muerte de Christina? —preguntó Annika.

Bertil Furhage la miró.

—No volvió a casa —dijo—. Fue a la fiesta de Navidad del comité y no volvió a casa.

—¿Se impacientó cuando vio que no venía? ¿Solía salir mucho? ¿Viajaba mucho?

El hombre se acomodó en el sofá y miró a Annika como si ahora, por primera vez, se diera cuenta de su presencia.

—¿Por qué pregunta eso? —inquirió—. ¿Qué quiere decir?

Annika reflexionó un segundo. Eso no estaba bien. El hombre estaba conmocionado. Se comportaba desconcertada e incoherentemente, sin saber lo que hacía. Sólo había una pregunta más, que se sintió obligada a hacer.

—Pesa una amenaza sobre la familia —dijo—. ¿Qué clase de amenaza?

El hombre la miró fijamente con la boca abierta. Parecía como si no la hubiese oído.

—La amenaza —repitió Annika—. ¿Puede decirme algo sobre la amenaza a la familia?

El hombre la miró con gesto de reproche.

—Christina hizo todo lo que pudo —respondió—. No es una mala persona. No fue culpa suya.

Annika sintió un escalofrío recorrer su espalda. Esto definitivamente no estaba bien. Recogió el bloc y el bolígrafo.

—Muchas gracias por recibirnos a pesar de todo —dijo y se levantó—. Haremos…

Un portazo hizo que se sobresaltara y se diese la vuelta. Una joven delgada como un palillo, de semblante huraño y pelo revuelto estaba detrás del sofá.

—¿Qué hacen aquí? —preguntó la muchacha.

«La hija de Christina», pensó Annika y se recompuso. Le respondió que eran del
Kvällspressen
.

—Hienas —replicó desdeñosa—. ¿Han venido porque huele a sangre? ¿A mordisquear los restos del cuerpo? ¿Chupar hasta lo último mientras se pueda?

Comenzó a bordear el sofá lentamente y se acercó a Annika. Annika se obligó a permanecer sentada y aparentar calma.

—Siento que su madre haya muerto…

—Yo no lo siento —chilló la hija—. Estoy contenta de que se haya muerto. ¡Contenta! —Comenzó a llorar desconsoladamente y salió corriendo de la habitación. Bertil Milander no reaccionaba en el sofá, miraba al suelo y se pasaba el pañuelo entre los dedos.

—¿Le importa que le haga una foto? —preguntó Henriksson. Y Bertil Milander pareció despertar.

—No, en absoluto —contestó y se levantó—. ¿Está bien aquí?

—Quizá en la ventana tengamos mejor luz.

Bertil Milander posó junto a la grande y bonita ventana. Sería una buena foto. La suave luz del día se filtraba entre los barrotes y las cortinas azules de Svenskt Tenn enmarcaban la foto.

Mientras el fotógrafo tomaba su carrete Annika salió apresuradamente tras la joven hacia el cuarto contiguo. Era una biblioteca con muebles caros de estilo inglés y millares de libros. La hija de Christina se había sentado en un sillón de cuero color sangre de buey.

—Quiero pedirte perdón si piensas que somos unos entrometidos —dijo Annika—. No queremos molestaros en absoluto. Más bien lo contrario. Sólo queremos contaros lo que estamos haciendo.

La chica no respondió; parecía no haber notado que Annika estaba allí.

—Tú y tu padre podéis llamarnos si deseáis comentar algo o si pensáis que es incorrecto lo que escribimos o queréis añadir o contar alguna cosa.

Ninguna reacción.

—Le dejaré mi número de teléfono a tu padre —informó Annika y salió de la habitación.

Henriksson y Bertil Milander habían salido al vestíbulo. Annika fue tras ellos, sacó una tarjeta de visita de la cartera y también anotó el número particular del director.

—Llame en cuanto quiera algo —dijo—. Siempre llevo el móvil. Gracias por permitirnos visitarle y perdone las molestias.

Bertil Milander cogió la tarjeta sin mirarla. La dejó en una mesita dorada junto a la puerta principal.

—Estoy totalmente desconsolado —dijo él, y Annika supo que ya tenía el titular de las páginas centrales encima de la fotografía.

El director suspiró cuando oyó los golpes en la puerta. Había pensado acabar con alguno de los montones de papeles que había en el escritorio, pero desde que llegó al periódico, hacía una hora, había estado sonando el teléfono y habían llamado a la puerta continuamente.

—Entre —dijo. Intentó relajarse; consideraba un honor estar disponible para los empleados tanto como pudiera.

Era Nils Langeby. Anders Schyman sintió que le invadía el desánimo.

—¿Qué te pasa hoy? —preguntó sin levantarse de su silla detrás de la mesa.

Nils Langeby se colocó en medio de la habitación retorciéndose las manos.

—Estoy preocupado por la redacción de sucesos —comenzó—. Es un caos.

Anders Schyman miró al reportero y reprimió un suspiro.

—¿Qué quieres decir?

—Vamos a perdernos muchas cosas. No se está realmente cómodo. Todos nos sentimos inseguros con los cambios; ¿qué será del seguimiento criminal?

El director le indicó una silla al otro lado de la mesa. Nils Langeby se sentó.

—Todos los cambios, hasta los que traen mejoras, ocasionan perturbaciones e inquietud —dijo Schyman—. Es perfectamente normal que la redacción de sucesos esté agitada. Habéis estado sin jefe durante mucho tiempo y acaba de llegar uno nuevo.

BOOK: Dinamita
11.42Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

The Badger Riot by J.A. Ricketts
Transits by Jaime Forsythe
Dune: The Butlerian Jihad by Brian Herbert, Kevin J. Anderson
Mistletoe and Montana by Small, Anna
The Killing Hour by Paul Cleave
Walk on Water by Laura Peyton Roberts