Patrik y Berit se miraron.
—¡Tenemos que ir al puerto y hablar con ellos! —dijo Annika.
—¿Un club ilegal? —observó Berit escéptica—. ¿Crees que querrán hablar con nosotros?
—¡Espero que sí! —exclamó Annika—. Nunca se sabe. Pueden hablar anónimamente o hasta
off the record,
contando sólo algo de lo que vieron o saben.
—No está tan mal, no… —dijo Patrik—. Podríamos sacar algo.
—¿Ha hablado la policía con ellos?
—En realidad no lo sé, no lo he preguntado —respondió Patrik.
—Okey —añadió Annika—. Yo llamaré a la policía si tú tratas de encontrar a alguien del club ilegal. Llama al taxista herido, lo tenemos oculto en el Royal Viking, y él sabe dónde está exactamente el club. No creo que abran esta noche, el local seguramente está dentro del cordón policial. Pero de cualquier manera habla con el taxista, entérate si tiene el nombre del cliente al que llevó, quizá fue él quien le recomendó el club porque conoce a alguien allí, nunca se sabe.
—Me voy ahora mismo —dijo Patrik, cogió la chaqueta y salió.
Annika y Berit se quedaron sentadas en silencio después de que Patrik saliera.
—¿En realidad qué piensas de todo esto? —preguntó al fin Annika.
Berit suspiró.
—Me resulta difícil creer que sea un acto terrorista. ¿Contra quién, y por qué? ¿Contra los Juegos Olímpicos? ¿Por qué comenzar ahora? ¿No es un poco tarde para eso?
Annika garabateaba en su bloc.
—Sé una cosa —dijo—. Es de absoluta importancia que la policía detenga al Dinamitero; si no, este país tendrá una resaca como no se conocía desde que dispararon a Palme.
Berit asintió, cogió sus cosas y fue a su mesa.
Annika llamó a su fuente, pero no estaba localizable. Envió a Patrik un correo electrónico con el comentario oficial de la policía sobre el club ilegal. Luego cogió la guía estatal y buscó el nombre del jefe local de Hacienda de Tyresö. Ahí constaba su nombre y el año de nacimiento. A causa de que su nombre era demasiado común no fue posible encontrarlo en la guía de teléfonos, así que tuvo que buscarlo primero en el ordenador. De esa forma consiguió su dirección particular y número de teléfono en pocos segundos.
Contestó a la cuarta señal. Al fin y al cabo era sábado. Annika conectó la grabadora.
—No puedo decir nada del empadronamiento de Christina Furhage —respondió el jefe de Hacienda y pareció como si fuese a colgar.
—Claro que no —contestó Annika tranquila—. Sólo quisiera hacerle algunas preguntas sobre este tipo de empadronamientos y las clases de amenazas.
De fondo, al mismo tiempo, se oían las risas de una gran reunión. Debía de haber llamado en medio de una cena o una fiesta conglög.
—Llámeme mañana a la oficina —dijo el jefe de Hacienda.
—Es que entonces el periódico ya estará impreso —contestó Annika suavemente—. Los lectores tienen derecho a tener un comentario sobre esto mañana mismo. ¿Qué razones les doy a los lectores de su negativa a responder?
El hombre respiraba en silencio en el auricular. Annika sentía cómo sopesaba su respuesta en silencio. Seguramente habría comprendido su alusión a la bebida. Por supuesto, ella nunca escribiría algo así en el periódico, eso no se hace. Pero si las autoridades se negaban a colaborar no dudaba en contraatacar y fanfarronear para conseguir lo que quería.
—¿Qué quiere saber? —preguntó el jefe fríamente.
Annika sonrió.
—¿Qué se necesita para que una persona esté protegida en el padrón? —inquirió ella.
Ella ya lo sabía, pero las palabras del hombre al describirlo serían una recapitulación del caso de Christina.
El hombre resopló y se puso a pensar. No lo tenía precisamente en la cabeza.
—Bueno, se necesita una amenaza. No sólo una llamada telefónica, sino algo más, algo serio.
—¿Una amenaza de muerte? —dijo Annika.
—Sí, por ejemplo. Aunque hace falta algo más, algo que haga que un fiscal dicte una orden.
—¿Un hecho? ¿Algún tipo de acto violento? —preguntó Annika.
—Sí, algo así.
—¿Se dictaría una orden de protección en el padrón por algo que fuera menos grave de lo que me ha descrito?
—No, no se haría —respondió el hombre con total seguridad—. Si la amenaza es de una naturaleza menos peligrosa es suficiente con un control en el registro civil.
—¿A cuántas personas ha tenido que proteger en el padrón desde que está destinado en Tyresö?
—A tres.
—Christina Furhage, su marido y su hija —constató Annika.
—Yo no he dicho eso —respondió el hombre enfadado.
—¿Qué tipo de amenaza recibió Christina Furhage?
—Eso no puedo comentarlo.
—¿Qué clase de acto violento motivó la decisión de protegerla en el padrón?
—No puedo decir nada más sobre esto. Ahora cuelgo —dijo el hombre y lo hizo.
Annika sonrió ampliamente. Lo había conseguido. Sin nombrar a Christina, el hombre se lo había confirmado todo.
Después de hacer todavía algunas llamadas de control, escribió su artículo sobre la amenaza y mantuvo la hipótesis terrorista en un nivel razonable. Estaba lista pasadas las once, y Patrik aún no había regresado. Buena señal.
Entregó el texto a Jansson que ahora, sentado a la mesa, estaba en plena ebullición. Tenía el pelo desordenado y hablaba por teléfono sin parar.
Decidió volver andando a casa, a pesar del frío, la oscuridad y su cabeza vacía. Le dolían las piernas, le ocurría siempre que estaba cansada. Un paseo rápido era la mejor medicina; de esa manera evitaría tomar un analgésico al llegar a casa. Una vez se hubo decidido se enfundó el abrigo y se puso el gorro sobre las orejas antes de arrepentirse.
—Estaré en el móvil —anunció a Jansson al salir. Él saludó con la mano sin levantar la vista del teléfono.
La temperatura había subido y bajado; entonces estaba justo bajo cero, y grandes copos de nieve comenzaban a caer suavemente. Casi colgaban inmóviles del aire, se balanceaban un poquito de aquí para allá en su descenso hacia el suelo. Arropaban los ruidos en algodón. Annika no oyó al autobús 57 hasta que pasó junto a ella.
Bajó por las escaleras hacia el Rllambshovsparken. El sendero a través de la explanada de hierba estaba embarrado y lleno de surcos de los cochecitos de bebés y bicicletas deportivas; tropezó y estuvo a punto de caer, lo que le hizo blasfemar en voz baja. Una liebre se asustó y se alejó de ella hacia las sombras. ¡Mira que haber tantos animales en la ciudad! Una vez Thomas fue perseguido por un tejón en Agnegatan cuando volvía del bar. Se rió en voz alta en la oscuridad al recordarlo.
Entre las casas venteaba con más fuerza y se arregló la bufanda. Los copos de nieve eran más intensos y humedecieron su cabello. No había visto a los niños en todo el día. No había vuelto a llamar a casa después del mediodía, era una pesadez. Generalmente se sentíaokeytrabajando entre semana, cuando todos los peques de Suecia estaban en las guarderías y su conciencia descansaba. Pero un sábado como éste, una tenía que estar en casa cocinando y haciendo bollos de santa Lucía. Annika resopló e hizo que los copos se arremolinaran. El problema era que no solía ser especialmente divertido hacer bollos o cualquier otra actividad excepcional con los niños. Al principio les parecía divertidísimo, se peleaban y discutían sobre quién se ponía más cerca de ella. Despues de disputarse la masa y de haber ensuciado toda la cocina comenzaba a acabarse su paciencia. Esto le pasaba antes si estaba agobiada por el trabajo; entonces explotaba. Había terminado así más veces de las que le gustaría recordar. Los niños se sentaban enfadados frente al televisor mientras ella acababa de hacer los bollos a toda prisa. Más tarde Thomas se encargaba de acostarlos mientras ella limpiaba la cocina. Volvió a resoplar. Aunque esta vez quizá fuera diferente. Nadie se quemaría con la masa caliente y merendarían bollos de santa Lucía juntos frente al fuego.
Cuando llegó al camino junto al agua en Norr Mälarstrand aligeró el paso. El dolor de piernas comenzaba a remitir, las obligaba a mantener un paso constante y rápido. Su respiración aumentaba y el corazón encontró un ritmo nuevo e intenso.
Antes era casi más divertido trabajar que estar en casa. Como reportera veía resultados rápidos, todos la apreciaban y varias veces a la semana tenía grandes titulares. Controlaba su despacho, sabía exactamente lo que se necesitaba en diferentes situaciones, podía dirigir las cosas y exigir resultados a las personas que la rodeaban. En casa había más exigencias, eran mayores y no existían reglas. Nunca se sentía suficientemente feliz, caliente, tranquila, efectiva, pedagógica o descansada. El apartamento estaba casi siempre desaseado, la cesta de la ropa sucia rebosaba frecuentemente. Thomas era eficaz cuidando a los niños, casi mejor que ella. Pero jamás limpiaba la cocina o el fregadero, casi nunca cargaba el lavaplatos, dejaba el correo sin abrir y que la ropa se amontonase en el dormitorio. Parecía como si creyera que los platos sucios acababan en el lavaplatos por sí mismos y que los recibos se pagaban solos.
Pero en las ocho semanas que hacía desde que había sido nombrada jefa, no le había resultado tan divertido ir a trabajar. No había imaginado que su ascenso provocara tan enconadas reacciones. Ni siquiera la decisión había sido especialmente controvertida. En realidad ella había dirigido la redacción de sucesos, compaginándola con su trabajo de reportera, durante el último año. Ahora simplemente recibía el sueldo que le correspondía por el puesto, ése era su punto de vista. Pero por supuesto Nils Langeby puso el grito en el cielo. Él pensaba que era obvio que el puesto fuera para él. Tenía cincuenta y tres años y Annika sólo treinta y dos. A ésta también le sorprendió la facilidad con que la discutían y la criticaban por las cosas más diversas. De repente la gente comentaba y enjuiciaba su forma de vestir, algo que antes nunca pasaba. Podían decir cosas sobre su personalidad o actitudes que eran descaradas. No comprendía que se había convertido en propiedad pública cuando se puso la gorra de jefe. Ahora lo sabía.
Aceleró el paso. Ahora añoraba su hogar. Miró hacia arriba, a las casas que se alineaban al otro lado de la calle. Las ventanas relucían cálida y acogedoramente hacia el cielo. Casi todas estaban decoradas con estrellas de Adviento y candelabros eléctricos, todo era bonito y acogedor. Dejó la ribera y giró por John Ericssongatan, subiendo hacia Hantverkargatan.
El piso estaba en silencio y oscuro. Se quitó las botas y la ropa de abrigo cuidadosamente y se deslizó en el cuarto de los niños. Dormían con sus pijamitas, el de Ellen de Barbie y el de Kalle de Batman. Los besó ligeramente, Ellen se acurrucó en sueños.
Thomas se había acostado, pero aún no estaba dormido. Una lámpara de mesa dibujaba un resplandor recortado sobre su lado de la cama. Leía
The Economist.
—¿Agotada? —preguntó cuando ella se desvistió y le besó en el pelo.
—Más o menos —respondió Annika desde el vestidor mientras metía la ropa en la cesta—. Esta explosión es una historia espeluznante.
Estaba desnuda al salir del vestidor y se tumbó junto a él.
—¡Qué fría estás! —dijo él.
Annika notó de repente lo fríos que tenía los muslos.
—He venido caminando.
—¿Quieres decir que el periódico no te ha pagado un taxi en un día así? ¡Después de trabajar veinte horas, un sábado entero!
Ella se sintió súbitamente irritada.
—Por supuesto que el periódico me hubiera pagado un taxi. Quería caminar —casi gritó—. ¡Caray, no seas tan crítico!
Él dejó el periódico en el suelo, apagó la lámpara y le dio la espalda ostentosamente.
Annika suspiró.
—Venga, Thomas. No te enfades.
—Estás fuera un sábado entero y luego llegas a casa maldiciendo. ¿Tenemos que tragarnos toda tu mierda en casa?
Notó que los ojos se le llenaban de lágrimas. Lágrimas de cansancio e impotencia.
—Lo siento —susurró—. No quería enfadarme. Pero en el trabajo siempre van a por mí, es agotador. Y tengo muy mala conciencia por no estar en casa contigo y con los niños, tengo miedo de que pienses que te estoy fallando, pero el periódico tampoco permite que le falle, y estoy en medio de un fuego cruzado…
Comenzó a llorar de verdad. Le oyó suspirar desde el otro lado de la espalda. Un momento después, él se dio la vuelta y la abrazó.
—Venga, Annika, tú puedes, eres mejor que todos ellos… ¡pero, demonios, qué fría estás! No puedes resfriarte ahora, justo antes de Navidad.
Se rió entre lágrimas y se acurrucó en su regazo. El silencio cayó sobre ellos en un entendimiento cálido y confortable. Ella apoyó la cabeza sobre la almohada y cerró los ojos. Por encima flotaba el techo, en la oscuridad. De repente recordó las imágenes de la mañana, y el sueño del que le despertó el timbre del teléfono.
—Soñé contigo esta mañana —susurró.
—Un sueño caliente, espero —murmuró él, medio dormido.
Ella se rió en silencio.
—¡No lo sabes bien! En un transbordador espacial. Y estaban los tíos de
Studio Sex
mirando.
—Tendrían envidia —dijo Thomas y se durmió.
Amor
Yo era adulta y había alcanzado cierta posición cuando lo sentí por primera vez. Durante unos segundos cruzó mi soledad universal, nuestras almas se unieron de una forma tan real como nunca antes había sentido. Es interesante haberlo experimentado, no digo nada más, y desde entonces he experimentado esta sensación varias veces. Luego, la mayoría de mis impresiones se pueden resumir como indiferentes y algo agotadoras. Lo digo sin acritud o desilusión, sólo como una constatación. Sólo ahora, estos últimos años, he comenzado a dudar de mis ideas preconcebidas. La mujer que he encontrado y he empezado a querer quizá consiga que todo sea diferente.
Pero en mi interior sé que no es así. El amor es banal. Te embarga con una borrachera química parecida a un triunfo deseado o con una vertiginosa experiencia relacionada con la velocidad. La conciencia queda cegada para todo lo que no sea el propio placer, falsea la realidad y crea un estado de expectativas y felicidad. A pesar del cambio de objeto, la magia nunca ha sido duradera. A la larga no produce otra cosa que cansancio y repugnancia.
El amor maravilloso es siempre imposible. Debe morir mientras vive, como una rosa; su único destino es ser destrozado cuando está en pleno apogeo. Una planta seca o conservada puede otorgar alegría durante muchos años. Un amor que se destruye rápidamente en la cumbre de su pasión tiene la capacidad de hechizar a las personas durante siglos.