Read Dinamita Online

Authors: Liza Marklund

Tags: #Intriga, Policiaco

Dinamita (12 page)

BOOK: Dinamita
4.53Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—Sí, en efecto, y es ahí donde yo creo que radica el problema —contestó Nils Langeby—. No creo que Annika Bengtzon dé la talla.

Anders Schyman reflexionó un momento.

—¿A ti te lo parece? Yo pienso justo lo contrario. Creo que es una reportera formidable y una buena organizadora. Sabe tomar decisiones y delegar. Además, nunca duda en hacer las tareas más desagradables. Es activa y preparada; por lo menos lo demuestra en el periódico de hoy. ¿Qué te hace desconfiar de ella?

Nils Langeby se inclinó confidencialmente hacia adelante.

—La gente no confía en ella. Es una engreída y una arribista. No sabe tratar a los demás.

—¿En qué te ha perjudicado a ti?

El reportero agitó las manos.

—Bueno, a mí no me ha perjudicado, pero he oído cosas…

—¿Así que has venido a defender a tus compañeros?

—Sí, claro. Últimamente nos estamos olvidando de los delitos contra el medio ambiente y la criminalidad en los colegios.

—¿Pero no eres tú quien está a cargo de esas secciones?

—Sí, pero…

—¿Ha intentado Annika apartarte de ellas?

—No, en absoluto.

—Así que si no conseguimos noticias de ellas es responsabilidad tuya, ¿no? No tiene nada que ver con Annika Bengtzon, ¿verdad?

Una mueca de confusión se materializó en el rostro de Nils Langeby.

—Creo que eres un buen reportero, Nils —continuó el director con calma—. Hombres como tú, con peso y experiencia, es lo que el periódico necesita. Espero que sigas contribuyendo con titulares durante mucho tiempo. Tengo total confianza en ti, como también tengo total confianza en Annika Bengtzon como jefa de la redacción de sucesos. Por eso justamente mi trabajo es cada día mejor: la gente crece y aprende a trabajar en equipo, en pro del periódico.

Nils Langeby escuchaba atento. Crecía con cada palabra. Esto era lo que quería oír. El director creía en él y continuaría produciendo titulares, sería una fuerza con la que contar. Cuando abandonó la habitación se sentía ligero y libre. Hasta silbó un poco al salir a la redacción.

—Hola Nisse, ¿qué tienes hoy? —oyó que alguien le preguntaba a su espalda.

Era Ingvar Johansson, el redactor jefe. Nils Langeby se detuvo y recapacitó un momento. Hoy no había pensado trabajar, y nadie se lo había pedido. Pero las palabras del redactor jefe hicieron que se sintiera responsable.

—Bueno, unas cuantas cosas —improvisó—. El atentado, la hipótesis terrorista. Eso es lo que tengo hoy…

—Bien, sería estupendo que pudieras escribirlo rápidamente para tenerlo a punto cuando lleguen los maquetadores. Los demás estarán hasta el cuello con Furhage.

—¿Furhage? —preguntó Nils Langeby—. ¿Qué le ha pasado?

Ingvar Johansson miró al reportero.

—¿No te has enterado? La carne picada del estadio era de la jefa de los Juegos Olímpicos.

—Bueno, tengo una fuente que dice que fue un acto terrorista, un acto terrorista puro y duro.

—¿Fuente policial? —inquirió Ingvar Johansson sorprendido.

—Fuente policial de confianza —contestó Nils Langeby y sacó pecho.

Se quitó la chaqueta de cuero, se arremangó la camisa y fue hacia su despacho, que se encontraba en el pasillo que llevaba al aparcamiento.

—Joder, ahora vas a ver, ¡puta de mierda!

Anders Schyman apenas llegó a coger uno de los papeles apilados en su mesa cuando volvieron a llamar a la puerta. Esta vez era el fotógrafo sustituto Ulf Olsson quien quería hablar. Acababa de regresar de la rueda de prensa en la jefatura de policía y deseaba contarle de forma confidencial cómo la jefa de la redacción de sucesos, Annika Bengtzon, le había tratado el día anterior.

—No estoy acostumbrado a que critiquen mi vestuario —anunció el fotógrafo, y contó que llevaba un traje de Armani.

—¿Te regañaron, entonces? —se interesó Anders Schyman.

—Sí, Annika Bengtzon se disgustó porque llevaba un traje de marca. Creo que no tengo por qué tolerar eso. Nunca me ha pasado nada igual en ningún otro lugar de trabajo.

Anders Schyman observó al hombre durante algunos segundos antes de responder.

—No sé lo que os dijisteis tú y Annika Bengtzon —dijo—. Tampoco sé dónde has trabajado antes ni cómo te sueles vestir. Por mi parte, y sé que también por la de Annika Bengtzon, puedes vestir Armani, tanto en una mina como en el escenario de un crimen. Tú eres el único responsable de tu vestimenta. El resto de la dirección del periódico y yo presuponemos además que tú y los otros periodistas estáis más o menos informados de lo que ha ocurrido antes de venir a trabajar. Si ha habido una muerte espectacular o un atentado con bomba de gran magnitud debes estar seguro de que lo cubrirás. Te sugiero que consigas una bolsa grande y metas calzoncillos largos y quizá un chándal y lo dejes en el coche…

—Ya me han dado una bolsa —dijo el fotógrafo irritado—. Fue Annika Bengtzon.

Anders Schyman miró indiferente al joven.

—¿Hay algo más en lo que pueda ayudarte? —preguntó, y el fotógrafo sustituto se levantó y salió.

El director exhaló un profundo suspiro cuando se cerró la puerta. No soportaba ejercer de juez en estas peleas de guardería. Echaba de menos su hogar, a su esposa y un buen vaso de whisky.

Annika y Johan Henriksson se detuvieron en el McDonald's de Sveavägen y cada uno se compró su menú Big Mac. Se lo comieron en el coche en el trayecto a la redacción.

—Me parece horrible —dijo Henriksson cuando se tragó las últimas patatas fritas.

—¿Visitar a los familiares? Sí, sin duda es lo más duro de nuestro trabajo —contestó Annika y se limpió el ketchup de los dedos.

—No puedo remediarlo, pero me siento como una jodida ameba cuando estoy ahí sentado —dijo Henriksson—. Como si sólo quisiera aumentar su desgracia. Regodeándome en su infierno, y todo porque es bueno para el periódico.

Annika se limpió la boca y pensó un rato.

—Sí, es normal sentirse así. Pero a veces la gente quiere hablar. Uno no puede tildar a las personas de idiotas sólo por estar conmocionadas. Claro que debemos tener consideración. Escuchar y hablar con los familiares no implica que se escriba sobre ellos.

—Pero a veces la gente que acaba de perder a un familiar no es muy consciente de sus actos —respondió Henriksson.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó Annika—. ¿Quién eres tú para decidir que alguien no puede hablar? ¿Quién eres tú para establecer qué es lo mejor para una persona en una situación determinada? ¿Tú, yo o la persona misma? Ha habido un debate tremendo desde hace unos años en los medios, y a veces este debate ha herido a los familiares más que las mismas entrevistas.

—De cualquier forma, me parece desagradable —dijo Henriksson irritado.

Annika esbozó una sonrisa.

—Sí, claro que lo es. Enfrentarse a una persona que acaba de sufrir la peor pérdida posible es difícil. No se aguantan muchas visitas como ésta al mes. Aunque una también se acostumbra. Piensa en la gente de los hospitales, o de la iglesia, que trabajan a diario con tragedias.

—Pero ellos no necesitan colgarlo en titulares —respondió Henriksson.

—¡Y dale con tus lamentos! —exclamó Annika, enfadada de repente—. ¡Caray, no es un castigo ser un titular! Muestra que uno es importante, que cuenta. ¿Debemos pasar de todas las víctimas de crímenes, dejar de lado a todos los familiares? Piensa en aquel escándalo que montaron los familiares delEstonia.Pensaban que los medios les dedicaban muy poca atención, que los periódicos sólo escribían sobre las compuertas, y tenían toda la razón. Durante un tiempo fue tabú hablar con los familiares delEstonia,y si alguien lo hacía tenía aStriptease,aNorra magasinety a todos los moralistas de la televisión encima.

—Oye, no te enfades —dijo Henriksson.

—Me enfadaré lo que quiera —replicó Annika.

Estuvieron callados el resto del trayecto hasta llegar al periódico. Al salir del ascensor, ya en la redacción, Henriksson le sonrió un poco sin venir a cuento y dijo:

—Creo que tendremos una buena fotografía del señor Milander junto a la ventana.

—¡Qué bien! —respondió Annika—. Ya veremos si la publicamos.

Y empujó la puerta del ascensor, mientras salía sin esperar una respuesta.

Eva-Britt Qvist estaba ocupada en la labor de recopilar la documentación sobre Christina Furhage cuando Annika pasó camino del despacho. La secretaria de redacción estaba sentada, rodeada de viejos sobres de recortes y kilómetros de hojas impresas.

—Se ha escrito muchísimo sobre esta mujer —dijo y se esforzó por ser concisa—. Creo que lo tengo casi todo.

—¿Puedes hacer una primera evaluación del material para que luego alguien lo ordene? —preguntó Annika.

—¡Qué habilidad tienes para disfrazar las órdenes con preguntas! —exclamó Eva-Britt.

Annika no tenía fuerzas para replicar, así que entró en su despacho y colgó el abrigo. Cogió una taza de café y fue hacia Pelle Oscarsson, el redactor gráfico, alcanzó una silla y estudió la pantalla de su ordenador. Estaba llena de fotos del tamaño de un sello; todas pertenecían al archivo del periódico y eran de Christina Furhage.

—Hemos publicado más de seiscientas fotos de esta mujer —anunció Pelle Oscarsson—. La hemos debido fotografiar una media de una vez a la semana durante los últimos ocho años. ¡Más que al rey!

Annika sonrió ligeramente, sí, quizá fuera así. Se había prestado atención a todo lo que Christina Furhage había hecho durante estos últimos años, y la mujer había disfrutado. Annika estudió la pantalla: Christina Furhage inaugurando el estadio olímpico, Christina Furhage con Lill-Babs, Christina Furhage abrazando a Samaranch, Christina Furhage enseñando su ropa de otoño en el suplemento dominical.

Pelle Oscarsson pulsó el ratón y aparecieron nuevos sellos: Christina Furhage saludando al presidente de Estados Unidos, de estreno en el Dramaten, bebiendo té con la reina, hablando en una conferencia sobre mujeres directivas…

—¿Hay alguna foto de su casa, o de su familia? —preguntó Annika.

El redactor gráfico pensó en ello.

—Creo que no —respondió sorprendido—. Ahora que preguntas, lo cierto es que no tenemos ni una sola foto de ella en un ambiente privado.

—Ya nos apañaremos —dijo Annika mientras las fotos pasaban sin cesar.

—Podemos utilizar ésta en primera página —indicó Pelle y pulsó sobre un retrato tomado en el estudio del periódico. Un par de segundos después la foto ocupaba toda la pantalla, y Annika observó que el redactor gráfico tenía razón. Era una foto de Christina Furhage radiante. La mujer estaba maquillada por profesionales, el pelo brillante y estilizado, la iluminación era cálida y suave y disimulaba las arrugas del rostro, llevaba un traje caro y ajustado y estaba sentada, dignamente relajada, en un antiguo sillón estrecho y alargado.

—¿Cuántos años tenía en realidad? —preguntó Annika.

—Sesenta y dos —contestó el redactor gráfico—. Hicimos unHolala última vez que cumplió años.

—¡Vaya! Parece quince años más joven.

—Cirugía, vida sana o buenos genes —dijo Pelle.

—O todo a la vez —añadió Annika.

Anders Schyman pasó a su lado con una sucia taza de café vacía. Parecía cansado, tenía el pelo revuelto y se había aflojado la corbata.

—¿Cómo va todo? —inquirió y se detuvo.

—Hemos estado en casa de la familia Furhage.

—¿Hay algo que podamos usar?

Annika dudó.

—Sí, creo que sí. Bastante. Henriksson sacó una foto del marido; estaba bastante confuso.

—Debemos analizarlo a fondo antes de publicarlo —aclaró Schyman y continuó hacia la cafetería.

—¿Cuál utilizamos como foto de noticia? —preguntó Pelle Oscarsson y pulsó el ratón, eliminando así el retrato de la pantalla.

Annika se bebió el resto del café.

—Tendremos una reunión en cuanto lleguen los otros —dijo.

Tiró la taza de plástico en la papelera de Eva-Britt Qvist, entró en su despacho y cerró la puerta. Había llegado el momento de las llamadas. Comenzó por su fuente, que hoy debía trabajar durante el día. Marcó un número directo evitando la centralita de la jefatura de policía y tuvo suerte. Estaba en su despacho y respondió rápidamente.

—¿Cómo te enteraste de la protección en el padrón? —indagó él.

—¿Cuándo supisteis que era Furhage? —contraatacó ella.

El hombre exhaló un suspiro.

—Casi desde el primer momento. Eran sus cosas las que estaban en el estadio. Pero la verdadera identificación llevó algo de tiempo. No queríamos precipitarnos…

Annika esperó en silencio, pero él no continuó. Así que preguntó:

—¿Qué hacéis ahora?

—Controlar, controlar, controlar. Por lo menos sabemos que no fue Tigern.

—¿Por qué no? —preguntó Annika sorprendida.

—No te lo puedo decir, pero no fue él. Fue alguno de la organización, justo lo que tú pensabas ayer.

—Tengo que escribir ese artículo hoy, espero que lo comprendas —dijo ella.

Él suspiró de nuevo.

—Sí, supongo —respondió—. Gracias por callártelo durante un día.

—Give and take4—añadió Annika.

—¿Qué quieres, entonces? —preguntó él.

—¿Por qué estaba protegida en el padrón?

—Había una amenaza, una amenaza por carta de hace tres o cuatro años. También hubo un acto violento, aunque no fue grave.

—¿Qué clase de acto violento?

—No quiero entrar en detalles. La persona en cuestión nunca fue juzgada por amenazas. Christina no quería buscarle la ruina, como ella misma dijo. Todos merecen una segunda oportunidad, se ha escrito que dijo también. Se conformó con mudarse y conseguir protección en el padrón para ella y su familia.

—Qué bonito y magnánimo —dijo Annika.

—Sin duda.

—¿La amenaza tenía algo que ver con los Juegos Olímpicos?

—En absoluto.

—¿Era algún conocido, algún familiar?

El policía dudó.

—Se podría decir que sí. Fue un motivo totalmente privado. Por eso no queremos sacarlo a relucir, es demasiado personal. No hay absolutamente nada que indique que la explosión en el estadio fuese un acto terrorista. Creemos que iba dirigida contra Christina, pero eso no quiere decir que el autor fuera alguien allegado a la familia.

—¿Así que interrogaréis a la persona que la amenazó?

—Ya lo hemos hecho.

Annika parpadeó.

—Esto está que arde. ¿Dijo algo?

—Eso no podemos comentarlo. Pero te puedo decir algo: hoy no hay nadie que sea más sospechoso que otros.

BOOK: Dinamita
4.53Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Waste by Andrew F. Sullivan
Ashes of Another Life by Lindsey Goddard
Bossy by Kim Linwood
If I Could Tell You by Lee-Jing Jing
Love and Other Wounds by Jordan Harper