El mito del amor es un cuento, tan irreal y falso como un continuo orgasmo.
El amor no debe confundirse con un sincero afecto. Es algo completamente distinto. El amor no «madura», sólo se marchita y, en el mejor de los casos, es reemplazado por el calor y la tolerancia, la mayoría de las veces por exigencias sin pronunciar y por amargura. Esto es así en todos los tipos de amor, tanto entre sexos como entre generaciones y lugares de trabajo. ¿Cuántas veces me habré encontrado con esposas amargadas con los dedos destrozados de lavar y hombres sexualmente frustrados? ¿O con padres sentimentalmente inmaduros y niños abandonados? ¿O con jefes incomprendidos que hace tiempo dejaron de alegrarse de sus trabajos fijos y han pasado exclusivamente a exigir?
Uno puede amar realmente su trabajo. Ese amor para mí siempre ha sido más auténtico que el que hay entre los hombres. La auténtica satisfacción de conseguir algo que me he propuesto excede cualquier otra cosa que haya experimentado. Para mí está claro que la dedicación a la tarea puede ser tan intensa como la que se da a una persona que no se lo merece.
Pensar que mi amada quizá no lo merezca me llena de terror e inseguridad.
Los domingos siempre han sido el día fuerte de ventas para los periódicos de la tarde. La gente tiene tiempo y ganas de leer algo fácil de digerir, están lo suficientemente relajados para resolver crucigramas o enfrentarse con los juegos de preguntas. Desde hace muchos años la mayoría de los periódicos que se publican en domingo ofrecen un suplemento adicional. La estadística de consumo de periódicos,TS,no incluye la edición del domingo; sólo tiene en cuenta la del resto de la semana.
Sin embargo nada vende mejor que una noticia verdaderamente buena. Si además tiene lugar en sábado, hay potencial para un nuevo
all time high
. Este domingo era uno de esos días. Anders Schyman lo comprendió inmediatamente cuando un mensajero le entregó los dos periódicos de la tarde en su casa de Saltsjöbaden. Los llevó a la mesa de la cocina, donde su mujer le servía el café.
—¿Está bien? —preguntó su mujer, pero él sólo gruñó por respuesta. Este era el momento mágico del día. Sus nervios se tensaban y se concentraba vigorosamente en los periódicos, colocaba los dos frente a él sobre la mesa y comparaba las primeras páginas. Constató que Jansson lo había conseguido de nuevo y sonrió. Los dos periódicos habían propuesto la hipótesis terrorista, pero el
Kvällspressen
era el único que añadía la noticia de la amenaza a la directora general Christina Furhage. La portada del suplemento de
Kvällspressen
era mejor, tenía más famosos en los recuadros y una foto más espectacular del estadio. Esbozó una sonrisa aún más amplia y se relajó.
—Sí, gracias —le dijo a su mujer y buscó la taza de café—. En realidad está muy bien.
Lo primero que Annika oyó fueron las voces de los dibujos animados del
Canal 3
matutino. Los aullidos y los efectos especiales se filtraban bajo la puerta del dormitorio como una cascada histérica. Se puso la almohada sobre la cabeza para no oírlos. Éste era uno de los pocos inconvenientes de tener hijos: los afectados actores de segunda que doblaban al sueco
Darkwing Duck
eran más de lo que podía aguantar. Thomas, como de costumbre, no oyó nada. Él continuaba durmiendo con la manta enredada entre las piernas.
Se quedó tumbada e inmóvil, durante un momento, y sintió que estaba cansada; el dolor de piernas no había desaparecido del todo. Las cavilaciones sobre el Dinamitero le rondaron de nuevo; creía haber soñado con el atentado. Siempre le ocurría lo mismo cuando surgía una gran noticia: entraba en un largo túnel del que no salía hasta que la historia había pasado completamente. A veces se obligaba a detenerse y hacer una pausa para tomar aliento, tanto por ella misma como por los niños. A Thomas no le gustaba que se concentrara tanto en su trabajo.
—Sólo es un trabajo —solía decir—. Parece que siempre tengas que escribir como si fuera cuestión de vida o muerte.
«Es que siempre es así, por lo menos en mi trabajo», pensaba Annika.
Suspiró, apartó la almohada y la manta y se incorporó. Se puso en pie y se bamboleó un momento, aún más cansada de lo que pensó en un primer momento. La mujer que se reflejaba en el cristal de la ventana del dormitorio parecía tener cien años. Suspiró de nuevo y se dirigió a la cocina.
Los peques ya habían comido. Los platos estaban sobre la mesa de la cocina, nadando en pequeños lagos de productos lácteos derramados. Kalle ya podía coger él mismo el yogur y los cereales. Después de quemarse con el tostador había dejado de servirle a Ellen pan tostado con mantequilla de cacahuete, que era uno de sus desayunos favoritos.
Puso agua para el café y fue a ver a los niños. La recibieron gritos de júbilo antes de entrar en la habitación.
—¡Mamá!
Cuatro brazos y otros tantos ojos hambrientos corrieron a su encuentro, bocas húmedas la besaron y la abrazaron y le aseguraron que «mamá, mamá, querida mamá, te hemos echado de menos, mamá ¿dónde estabas ayer, estuviste trabajando todo el día?, ayer no viniste a casa, mamá, nos dormimos…».
Los acunó a ambos en su regazo, en cuclillas en la puerta del salón.
—Ayer compramos una película nueva,
Estás loca, Madicken.
Daba mucho miedo, un señor pegaba a Mia, ¿quieres ver mi dibujo? ¡Es para ti!
Los dos se desenredaron de sus brazos al mismo tiempo y salieron corriendo cada uno por su lado. Kalle fue el primero en regresar a sus brazos, con la funda de la película del libro de Astrid Lindgren sobre su amiga de la infancia.
—El director del colegio era muy tonto, azotó a Mia porque le cogió el monedero —dijo Kalle seriamente.
—Lo sé, eso no está bien —respondió Annika y acarició el pelo del niño—. Eso pasaba antes en la escuela. Horrible, ¿verdad?
—¿Ahora también pasa eso en la escuela? —preguntó Kalle preocupado.
—No, ya no —contestó Annika y le besó en la mejilla—. Nunca jamás nadie le hará daño a mi niño.
Se oyó un grito terrible desde el cuarto de los pequeños.
—Mi dibujo no está. ¡Kalle lo ha cogido! El niño se quedó de piedra.
—¡No he sido yo! —chilló—. Eres tú quien lo ha perdido. ¡Has sido tú, has sido tú!
El grito se tornó llantina.
—¡Kalle es tonto! Tú has cogido mi dibujo.
—¡Guarra! No he sido yo.
Annika dejó al niño en el suelo, se levantó y le cogió de la mano.
—Bueno, ya vale —dijo muy seria—. Ven, vamos a buscar el dibujo. Seguro que está sobre la mesa. Y no llames guarra a tu hermana, no quiero oír esa palabra.
—Guarra, guarra —gritó Kalle.
La llantina se convirtió de nuevo en un grito terrorífico.
—¡Mamá, es tonto! Me ha llamado guarra.
—¡Callaos! —exclamó Annika levantando la voz—. Vais a despertar a papá.
Cuando entró con el niño en el cuarto, Ellen estaba sentada con el puño levantado dispuesta a pegar a su hermano. Annika la atrapó antes de que el golpe acertara y notó que perdía la paciencia.
—¡Parad ahora mismo! —chilló ella—. ¡Vale ya! ¡Los dos!, ¿me oís?
—¿Qué pasa? —oyó decir a Thomas desde el dormitorio—. ¡Mierda, que uno no pueda dormir una sola mañana…!
—¿Lo veis? Ahora habéis despertado a papá —gritó Annika.
—Tú chillas más que los niños juntos —dijo Thomas y cerró la puerta de un portazo.
Annika notó de nuevo que los ojos se le llenaban de lágrimas, ¡diablos, diablos, nunca aprendería! Se desplomó en el suelo, pesada como una piedra.
—Mamá, ¿estás triste?
Suaves manos acariciaron sus mejillas y tocaron consoladoramente su cabeza.
—No, no estoy triste, sólo estoy un poco cansada. Ayer trabajé mucho.
Se obligó a sonreír y alargó de nuevo los brazos hacia ellos. Kalle la miró seriamente.
—No debes trabajar tanto —dijo—. Terminas muy cansada.
Lo abrazó.
—Tú eres muy listo —dijo ella—. ¿Buscamos el dibujo?
Se había caído detrás del radiador. Annika sopló el polvo y manifestó su admiración con grandes palabras. Ellen se iluminó como un sol con los elogios.
—Lo pondré en la pared del dormitorio. Pero antes papá tiene que levantarse.
El agua hervía en la cocina, la mitad se había evaporado y había acabado sobre las ventanas. Tuvo que volver a poner agua y abrió un poco la ventana para eliminar el vapor.
—¿Queréis desayunar algo más?
Querían, y ahora tomaron pan tostado con mantequilla. El gorjeo de los niños subía y bajaba mientras Annika hojeaba los periódicos de la mañana y escuchaba el
Eko
. La prensa no tenía nada nuevo, pero la radio mencionó a los dos periódicos de la tarde: por un lado, su artículo sobre la amenaza contra Furhage, por otro el de la coincidencia con la entrevista al director general del COI, Samaranch. «Bueno —pensó Annika—, nos ganaron en Lausana». Una pena, pero ése no era su problema.
Tomó otra tostada.
Helena Starke abrió y desconectó la alarma. A veces, cuando llegaba a las oficinas de los Juegos, las alarmas estaban desconectadas. El puñetero descuidado que había salido el último la noche anterior se había olvidado conectarlas. Pero hoy sabía que lo estaban, pues la anoche anterior ella fue la última en irse, o mejor dicho: este mismo día por la mañana, temprano.
Fue directamente al despacho de Christina y abrió con su llave. La luz del contestador parpadeaba y Helena notó que el pulso se le aceleraba. Alguien había llamado a las cuatro de la madrugada. Se apresuró, levantó el auricular y marcó el código secreto de Christina. Había dos mensajes, de los dos periódicos de la tarde. Maldijo y colgó. Malditas hienas. Habían conseguido el número directo de Christina. Se desplomó con un suspiro en la silla de cuero de la jefa y se bamboleó hacia adelante y hacia atrás. Todavía sentía la resaca como un regusto amargo en el paladar y una ligera palpitación en la frente. Si sólo pudiera recordar lo que había dicho Christina anteanoche… La memoria se le había aclarado tanto que recordaba que Christina había subido a su piso. Christina estaba muy enfadada, ¿no era así? Helena se sacudió y se dispuso a levantarse de la silla.
Alguien entró por la puerta principal. Helena se apresuró a levantarse, empujar la silla y bordear la mesa.
Era Evert Danielsson. Tenía bolsas negras bajo los ojos y una mueca tensa alrededor de la boca.
—¿Sabes algo? —preguntó él.
Helena se encogió de hombros.
—¿De qué? El Dinamitero no ha sido detenido, Christina no ha llamado y tú ciertamente has conseguido sembrar la hipótesis terrorista en los medios. Me imagino que habrás visto los periódicos de la mañana.
Las líneas alrededor de la boca de Danielsson se tensaron. «Vaya, lo único que le preocupa es su problema», pensó Helena, y sintió que aumentaba su desprecio. No eran los hechos y las consecuencias para los Juegos lo que le preocupaba, sino salvar el pellejo. Qué egoísta y qué lamentable.
—La junta directiva se reúne a las cuatro de la tarde —anunció Helena y salió del despacho—. Debes prepararte para informarnos con detalle de la situación antes de que tomemos una determinación sobre nuestra actuación…
—¿Cuándo has entrado en la junta? —preguntó Evert Danielsson con frialdad.
A Helena Starke le dio un escalofrío; se detuvo un momento pero luego hizo como si no hubiera oído el comentario.
—También es el momento de reunir al Adorno. Como mínimo deben ser informados; si no, se enfadarán, y ahora los necesitamos más que nunca.
Evert Danielsson observó a la mujer mientras cerraba con llave la puerta de Christina. Tenía razón en lo concerniente al Adorno. Los gerifaltes de la economía, la Casa Real, la Iglesia y otros estamentos del representativo y sociable
Honorary Board
deberían ser convocados tan pronto como fuera posible. Debían lavarse y encerarse para relucir. Ahora eran más necesarios que nunca, tan necesarios como respirar.
—¿Te encargarás de prepararlo? —dijo Evert Danielsson.
Helena Starke asintió ligeramente y desapareció por el pasillo.
Ingvar Johansson estaba sentado en su lugar habitual y hablaba por teléfono cuando Annika llegó al periódico. Era la primera de los reporteros, los otros llegarían a las diez de la mañana. Ingvar Johansson señaló primero las pilas de periódicos frescos que se amontonaban contra la pared y luego el sofá, junto a la mesa de noticias. Annika dejó caer el abrigo sobre el respaldo del sofá, cogió un ejemplar de la segunda edición y un vaso de plástico con café y se sentó a leerlo mientras Ingvar Johansson terminaba su conversación. Su voz subía y bajaba como una canción de fondo mientras Annika estudiaba lo que habían sacado después de irse ella a casa. Su artículo sobre la hipótesis terrorista y la amenaza contra Christina Furhage estaba en las páginas seis y siete, es decir, las páginas de las noticias mayores y más importantes. El redactor gráfico había encontrado una foto de archivo de Furhage en la que avanzaba al frente de un grupo de hombres, todos con trajes negros y abrigos oscuros. Ella vestía un traje blanco y un abrigo claro; resaltaba como una figura pálida frente a todos los hombres oscuros. Parecía severa y abrumada, una magnífica fotografía de una persona inocente y amenazada. En la página siete había una fotografía que mostraba a Evert Danielsson abandonando la rueda de prensa. Era una buena foto de un acorralado y agobiado jefe del comité organizador. Annika observó que fue Ulf Olsson quien la tomó.
En las siguientes páginas, estaban los artículos de Berit sobre la víctima y los hallazgos de la policía en el lugar de los hechos. Jansson había elegido otra de las fotografías de Henriksson del incendio como ilustración. Hoy funcionaba igual de bien. También estaba el relato sobre la explosión de Arne Brattström, el taxista herido.
En las páginas siguientes, diez y once, se encontró la mayor sorpresa hasta ahora; Patrik había trabajado por la noche como una hormiga y había conseguido dos cosas:
«Yo vi al hombre misterioso fuera del estadio, relato del testigo secreto de la policía» y «Anoche se emitió la orden de busca y captura contra Tigern».
«Bravo», pensó Annika. ¡Había encontrado a un chico que trabajaba en el club ilegal! Era un barman que contaba que de camino al trabajo vio a alguien dirigirse apresuradamente hacia la entrada a través de la explanada. Aunque fue alrededor de la una y no justo antes de la explosión, tal y como había dicho la policía.