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Authors: Patrick O'Brian

Tags: #Aventuras, Historico

El ayudante del cirujano (2 page)

BOOK: El ayudante del cirujano
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—Y transcurrieron sólo quince minutos entre el primer disparo y el último, señor.

—¡Dios mío! ¡Quince minutos! Eso no lo sabía —dijo el almirante.

Después de hacer algunas preguntas más, juntó las manos tras la espalda y, lleno de satisfacción, comenzó a dar paseos en silencio. De repente vio una figura alta con un uniforme de capitán de navío junto a los oficiales de Infantería de Marina y exclamó:

—¡Aubrey! ¡Sí, es Aubrey, estoy seguro!

Entonces avanzó con la mano tendida, y el capitán Aubrey se colocó el sombrero debajo del brazo izquierdo, sacó la mano derecha del cabestrillo y le dio al almirante un apretón de manos tan fuerte como pudo.

—Estaba seguro de que no podía confundir ese pelo rubio, aunque hace años que… —dijo el almirante—. ¿Tiene el brazo herido? Sabía que se encontraba en Boston, pero ¿cómo llegó aquí?

—Me escapé, señor —respondió Jack Aubrey.

—¡Muy bien! —volvió a exclamar el almirante—. ¡Entonces estaba a bordo cuando se consiguió esa gran victoria! ¡Valía la pena perder un brazo o incluso los dos por estar allí! ¡Le felicito de todo corazón! ¡Cuánto me gustaría haber estado con ustedes! Lamento mucho la muerte del pobre Watt y lo que le ha ocurrido a Broke. Quisiera hablar con Broke, si el cirujano…

Y señalando el cabestrillo con la cabeza, añadió:

—¿Tiene heridas de importancia en el brazo?

—No. La herida me la produjo una bala de mosquete cuando la
Java
luchaba con el enemigo. Si quiere hablar con los doctores, señor, ahí los tiene.

—¿Cómo está, señor Fox? —preguntó el almirante, volviéndose hacia el cirujano de la
Shannon
, quien acababa de salir por la escotilla principal con un acompañante que, al igual que él, iba vestido con ropa de trabajo—. ¿Cómo se encuentra su paciente? ¿Está en condiciones de recibir una visita, aunque sólo sea por unos momentos?

—Bueno, señor, creo que en su estado sería perjudicial que se excitara o hiciera un esfuerzo mental… —respondió el señor Fox, con tono indeciso, moviendo la cabeza de un lado a otro—. ¿No le parece, colega?

Su colega, un hombre bajito de tez cetrina, que llevaba una chaqueta negra manchada de sangre, una camisa sucia y una peluca mal puesta, respondió:

—Desde luego, desde luego. —Y con cierta impaciencia, añadió—: No pueden permitirse visitas hasta que le haga efecto la poción.

Entonces, sin decir una palabra más, comenzó a alejarse, pero el capitán Aubrey le cogió por el codo y, en voz muy baja, le dijo:

—¡Espera, Stephen! Ese es el almirante, ¿sabes?

Stephen volvió hacia Aubrey sus clarísimos ojos, ahora rodeados de un círculo rojo porque había pasado muchos días y noches casi sin descansar, y dijo:

—Escúchame bien, Jack, tengo que hacer una amputación y no me detendría ni para hablar con el mismísimo arcángel Gabriel. Sólo he subido para recoger mi pequeño retractor, que está en la cabina. Y dile a ese hombre que no hable tan alto.

Inmediatamente se alejó de allí y dejó tras de sí sonrisas nerviosas y miradas ansiosas que iban dirigidas al almirante, pero aquel hombre tan importante no parecía haberse ofendido. Después de recorrer la fragata con la vista, el almirante miró hacia la
Chesapeake
, e inmediatamente se notó que tras su preocupación por el capitán de la
Shannon
y su pena por la pérdida de algunos oficiales y marineros, asomaba una gran satisfacción. Entonces le pidió a Wallis la lista de prisioneros de guerra y, mientras iban a buscarla, permaneció con Jack Aubrey junto al improvisado sombrerete que habían colocado sobre la claraboya de la cabina del capitán y le dijo:

—Estoy seguro de que he visto a ese hombre antes, pero no puedo acordarme de su nombre.

—Es el doctor… —empezó a decir el capitán Aubrey.

—¡Espere! ¡Espere! ¡Ya lo tengo! Es el doctor Saturnin. El almirante Bowes y yo fuimos a palacio a preguntar por la salud del duque y él salió a decirnos cómo se encontraba. Saturnin… Estaba convencido de que lo recordaría.

—Ese mismo es, señor. Stephen Maturin fue llamado para atender al príncipe William y, por lo que sé, le salvó cuando todo había fracasado. Es un médico extraordinario, señor, y un íntimo amigo mío. Navegamos juntos desde 1802. Sin embargo, creo que aún no se ha acostumbrado a las normas de la Armada, y a veces, sin proponérselo, falta al respeto.

—En verdad, no es muy respetuoso, pero no estoy ofendido. A pesar de que he llegado a almirante, no me creo Dios padre, ¿sabe, Aubrey? Además, costaría mucho conseguir que me pusiera de mal humor hoy… ¡Qué triunfo, Aubrey! Debe de ser un gran médico para que le hayan pedido que atendiera al duque. ¡Cuánto deseo que pueda salvar al pobre Broke! —Entonces, mirando con admiración a una joven muy elegante que había salido de atrás del sombrerete provisional, dijo—: Servidor de usted, señora.

La joven llevaba una palangana e iba seguida de un ayudante de cirujano extenuado y manchado de sangre. Estaba pálida, pero, en aquel ambiente, su palidez le favorecía, le daba distinción.

—Diana —dijo el capitán Aubrey—, permíteme que te presente al almirante Colpoys. Mi prima, la señora Villiers. La señora Villiers estaba en Boston y escapó con Maturin y conmigo.

—Su más humilde servidor, señora —dijo el almirante, haciendo una reverencia con la cabeza—. ¡Cuánto la envidio por haber presenciado una acción de guerra tan notable!

Diana puso la palangana en el suelo e hizo una reverencia.

—En realidad, me hicieron permanecer bajo cubierta, señor… —dijo y, con un intenso brillo en los ojos, añadió—: ¡Pero me gustaría haber sido un hombre para pasar al abordaje con los demás!

—No me cabe duda de que habría matado a los enemigos —dijo el almirante—. Pero ahora que se encuentra aquí, puede quedarse con nosotros. Lady Harriet estará encantada. Mi falúa está a su disposición. Puede bajar a tierra ahora mismo, si lo desea.

—Es usted muy amable, almirante —dijo Diana—, y me gustaría mucho visitar a lady Harriet, pero aún tardaré algunas horas en terminar lo que estoy haciendo.

—La admiro por hacer ese trabajo, señora —dijo el almirante, quien había comprendido qué tipo de trabajo era al echar un vistazo a la palangana—. Pero en cuanto termine, debe venir a nuestra casa. Aubrey, en cuanto la señora Villiers haya terminado, llévela a nuestra casa.

Su radiante sonrisa desapareció cuando un espantoso grito de dolor, un grito que no parecía humano, llegó desde la enfermería penetrando en el ruido de las alegres voces como un cuchillo. Pero el almirante había estado en muchas batallas y sabía el precio que había que pagar.

—Es una orden, Aubrey, ¿me oye? —añadió un poco disgustado y luego, volviéndose hacia el joven teniente, dijo—: Señor Wallis, ocupémonos de nuestro asunto.

Las horas habían pasado. Al capitán Broke le habían llevado a casa del comisionado, y a los tripulantes heridos, al hospital. Allí todos, a excepción de los que estaban atormentados por el dolor, descansaban tranquilamente junto a los heridos de la
Chesapeake
y a veces intercambiaban con ellos tabaco y ron de contrabando. Todos los prisioneros de guerra norteamericanos fueron sacados del barco, los pocos oficiales supervivientes fueron puestos en libertad bajo palabra Muy los marineros enviados al cuartel. Los desertores británicos capturados en la
Chesapeake
habían corrido peor suerte que todos los demás, porque fueron encerrados en la cárcel, de donde no tenían ninguna posibilidad de salir salvo para ir a la horca. Ya no se veía el lado oscuro de la guerra, y la alegría y la ilusión habían empezado a disipar la preocupación y la pena en la fragata. Los tripulantes de la
Shannon
podrían bajar a tierra gracias a que los capitanes de los otros barcos habían enviado suficientes voluntarios para completar una guardia, y la alegría de los recién llegados junto con los gritos procedentes de los muelles arrancaban risotadas a los más jóvenes, que, aglomerados en el pasamano, pisoteándose unos a otros, observaban cómo sus compañeros bajaban los botes con cuidado para evitar manchar de alquitrán sus relucientes pantalones de dril.

—Prima Diana, ¿quieres bajar a tierra? —preguntó Jack Aubrey—. Avisaré a la
Tenedos
para que el capitán mande su esquife.

—Gracias, Jack, pero prefiero esperar a Stephen —respondió Diana—. No tardará mucho.

Estaba sentada sobre un pequeño baúl adornado con tachones dorados, lo único que había llevado consigo al huir de Boston, y miraba hacia Halifax por encima de un destrozado cañón de nueve libras. Jack estaba junto a ella con un pie apoyado en la cureña y también miraba hacia allí, pero sin poner mucha atención, porque su mente se ocupaba de otras cosas. Estaba henchido de gozo, pues a pesar de que no había sido él quien había conseguido aquella victoria, era un oficial honesto, unido a la Armada real desde su infancia, y las derrotas sufridas el año anterior le afectaron tanto que le habían resultado muy difíciles de soportar. Ahora ya no tenía aquella carga. Las dos fragatas habían luchado en buena lid, la Armada real había ganado, en el universo las cosas habían vuelto a ser como debían, las estrellas habían recuperado su movimiento natural, y había muchas probabilidades de que tan pronto como él llegara a Inglaterra le dieran el mando de la
Acasta
, fragata de cuarenta cañones, lo que contribuiría a prolongar ese movimiento. Además, en cuanto bajara a tierra correría al correo en busca de sus cartas. Durante el tiempo que había estado prisionero en Boston no había tenido noticias de Sophie, su esposa, prima hermana de Diana, y anhelaba saber de ella, de sus hijos, de sus caballos, de su jardín, de su casa… Pero tras esos sentimientos había una pizca de ansiedad, o tal vez más que una pizca. Aunque era un capitán extraordinariamente rico, que había conseguido más botines que la mayoría de los capitanes de su misma antigüedad —y más que muchos almirantes también— había dejado tras de sí un negocio con muchos problemas y su solución dependía de un hombre del cual no se fiaban en absoluto su amigo Maturin ni Sophie. Ese hombre, un tal señor Kimber, había asegurado al capitán Aubrey que la escoria de las minas de plomo que había en sus tierras podría producir más plomo y, además, mediante un procedimiento que sólo él conocía, una asombrosa cantidad de plata, lo que permitiría obtener grandes beneficios con un pequeño desembolso inicial. Sin embargo, las tres últimas cartas que le había enviado su esposa y que Jack había recibido en las Indias Orientales, antes de ser capturado por los norteamericanos en su viaje de regreso a Inglaterra, no hablaban de beneficios sino de acciones poco claras que Kimber había realizado sin autorización y la inversión de grandes sumas en la construcción de caminos, la excavación de profundos pozos, herramientas para trabajar en las minas, una máquina de vapor… Estaba ansioso porque aquello se aclarara y confiaba en que así fuera, porque Stephen Maturin y Sophie no sabían nada de negocios y él, en cambio, tomó su decisión basándose en cifras y hechos concretos, no por intuición, y conocía mejor que ellos el mundo que les rodeaba. Deseaba con vehemencia tener noticias de sus hijos: las gemelas y el niño. Seguramente George hablaba ya… Mientras estuvo prisionero no había recibido ni una sola carta, y la falta de noticias fue una de las cosas más duras que había tenido que soportar. Pero sobre todo deseaba poder coger la mano de Sophie y oír su voz cuanto antes. Sus cartas, que tenían fecha anterior a la guerra con Estados Unidos, llegaron a sus manos cuando estaba en Java, y las había leído tantas veces que se rompieron por los dobleces, pero luego se habían perdido en el mar, junto con casi todo lo que poseía. Desde entonces, ni una palabra. Desde los 110° de longitud este hasta los 60 ° de longitud oeste, casi medio mundo, ni una palabra. Aunque sabía que ese era el destino de los hombres de mar, pues tanto los barcos correo como otros medios de transporte eran inseguros, a veces creía que la suerte le había abandonado.

Tal vez la suerte le había abandonado, pero Sophie no. Su matrimonio se apoyaba en una base firme, en un cariño profundo y mutuo respeto, y era mejor que la mayoría, aunque en uno de sus aspectos no era plenamente satisfactorio para un hombre como Jack Aubrey, cuyos instintos básicos eran muy fuertes. Ya pesar de que Sophie era posesiva y un poco celosa, formaba parte de su ser. Por supuesto, ella no carecía de defectos, pero tampoco él, y a veces le parecía que los suyos eran más fáciles de tolerar que los de ella, pero olvidó todo eso cuando en su mente apareció la imagen del paquete de cartas que encontraría al atravesar las tranquilas aguas de Halifax.

—Dime, Jack, ¿lo pasó mal Sophie cuando tuvo al último niño? —inquirió Diana.

—¿Qué? —preguntó Jack como si hubiera llegado de muy lejos—. ¿Que si lo pasó mal al tener a George? Ojalá no… No me dijo nada. Yo estaba en Mauricio entonces. Sin embargo, creo que a veces se pasa muy mal.

—Eso me han dicho —afirmó Diana e hizo una pausa—. Aquí llega Stephen.

Pocos minutos después el esquife se abordó con la
Shannon
y ellos se despidieron, pero de la fragata, no de los tripulantes, puesto que volverían a verles en las fiestas que darían en la costa para celebrar la victoria, entre ellas un baile que el almirante ya había anunciado. Diana no aceptó la guindola que le ofrecía el señor Wallis y bajó detrás de Stephen con la agilidad de un niño, y los tripulantes del esquife clavaron los ojos en el mar para no verle las piernas. Luego, a voz en cuello, rogó a los hombres que estaban en cubierta que cuidaran de su baúl y, mirando sonriente a Wallis, que estaba radiante de alegría, añadió:

—Es lo único que tengo, lo poco que tengo, ¿sabe?

Se sentaron en el banco de popa y el esquife empezó a navegar en dirección a la costa. Formaban un curioso grupo, ya que entre ellos existían relaciones muy estrechas y diversas. En otro tiempo los dos hombres se habían disputado el cariño de Diana, y la amistad que les unía había estado a punto de romperse. Diana había sido el gran amor de Stephen, su gran ilusión; sin embargo, en la India le había abandonado por un norteamericano muy rico llamado Johnson, con quien las relaciones se habían deteriorado después de su llegada a Estados Unidos, siendo insostenibles después de empezar la guerra. Cuando Maturin llegó a Boston como prisionero de guerra, habían vuelto a encontrarse, y aunque él todavía la admiraba por su belleza y su ímpetu, le parecía que su corazón ya no sentía nada. No sabía si eso era debido a que había cambiado ella o a que había cambiado él, pero sabía que a menos que su corazón volviera a sentir, había perdido definitivamente la causa principal de su existencia. No obstante, ambos habían escapado juntos y habían llegado a la
Shannon
en una lancha; además, se habían prometido, pero Stephen sólo adquirió ese compromiso porque creía que era su deber ayudarla, porque era un medio para que recuperara la nacionalidad, y le había sorprendido que ella le hubiera aceptado de buen grado, sobre todo porque hasta entonces pensaba que era la mujer más intuitiva y perspicaz que conocía. Y si no hubiera sido por la batalla, ahora serían marido y mujer, al menos según el Código Civil de Inglaterra, no según el Código Canónico (Stephen Maturin era católico), pues el capitán Philip Broke, a quien su rango le confería atribuciones para casarles en la mar, estuvo a punto de hacerlo, y ahora Diana sería de nuevo súbdita británica en vez de ser nominalmente ciudadana norteamericana.

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