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Authors: Patrick O'Brian

Tags: #Aventuras, Historico

El ayudante del cirujano (8 page)

BOOK: El ayudante del cirujano
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—Pero la hermosa y noble
Shannon
ha compensado eso —dijo ella, poniéndole la mano en la rodilla.

—¡Ya lo creo! —exclamó Jack, riéndose satisfecho—. Y ahora me cuesta recordar lo tristes que estábamos todos en aquel momento. Pero los norteamericanos nos trataron bien después que acabó la batalla. Enviaron a Inglaterra en un barco con bandera blanca a la mayoría de los tripulantes de la
Java
, y a los heridos nos llevaron a Boston. Maturin tuvo la amabilidad de ofrecerse voluntariamente a acompañarme a mí y a los otros pacientes…

—¿Le hirieron? —inquirió ella.

—Bueno, sólo tenía una herida que me había causado una bala de mosquete —dijo—. Pero la herida empeoró, como suele ocurrir, y si no hubiera sido por él, habría perdido el brazo. Así que nos retuvieron en Boston como prisioneros de guerra, ¿comprende? Y como tardaban en canjearnos, por una u otra razón, y la situación no nos parecía buena, Maturin y yo cogimos una lancha junto con Diana Villiers…

—Pero, ¿qué estaba haciendo ella allí?

—Estaba pasando una temporada con unos amigos cuando estalló la guerra. Nos hicimos a la mar con el fin de encontramos con la
Shannon
cuando llegara a la entrada del puerto para hacer un reconocimiento. Broke nos recibió amablemente a bordo y se ofreció a traernos a Halifax, por eso…

La lluvia que él pronosticó, y que también había sido anunciada por el sapo, empezó a caer, y ambos entraron en la sala corriendo. No fueron muchos los que se fijaron en ellos, pues eran una pareja más entre tantas otras y, además, les había precedido una joven que suscitaba muchos más comentarios porque su blanco vestido tenía la parte de atrás llena de trocitos de musgo y verdes manchas de hierba; sin embargo, no pasaron desapercibidos. El coronel Aldington les miró con una mezcla de ira y rencor, y después, durante una breve ausencia de la señorita Smith, cuando Jack bebía un vaso de ponche hecho con ron para eliminar la sensación que le producía la humedad, le dijo:

—Mira, Jack, me parece muy bien que te diviertas, pero me has quitado a mi pareja. Te vi llevártela justo en el momento en que iba a sacarla a bailar… Te vi… Y tuve que quedarme allí de pie como un imbécil mientras duró esa pieza, y también la siguiente. Eso no es justo. No, eso no es justo.

—Sólo los valientes merecen lo justo —dijo Jack.

Y puesto que le gustó la frase, con voz grave, pero increíblemente melodiosa, cantó:

Sólo los valientes,

sólo los valientes

merecen lo justo.

—¡Ja, ja, ja! ¿Qué dices a eso, Tom? —preguntó.

—No sé qué insinúas con «los valientes», pero si esa es tu idea de «lo justo», te diré que no es igual que la mía —respondió furioso el coronel—. Eso es todo, aunque podría decir más cosas. Podría decir que lo que he oído no es muy diferente de lo que esperaba oír. Podría hablar de la reputación y advertirte que tengas cuidado de no quemarte los dedos, pero no lo haré. Y podría aconsejarte que dejaras ese vaso y no bebieras más porque ya has bebido bastante, pero tampoco lo haré. Siempre has sido muy terco…

El regreso de la señorita Smith impidió que Jack siguiera pensando en la respuesta que iba a darle. La música empezó otra vez, y cuando ambos comenzaron a bailar, él se puso a pensar en las diferentes formas en que el alcohol afectaba a los hombres. Unos se ponían tristes y criticaban a los demás, otros se volvían pendencieros y llorones… A él, por ejemplo, no le afectaba en nada excepto en que le hacía encontrar más simpáticos a los demás y desear que el mundo fuera mucho más feliz. «Pero no creo que pueda ser mucho más feliz de lo que ya es», pensó sonriendo mientras miraba a la multitud, entre la cual bailaba la joven del vestido manchado de verde, quien no se percataba de que estaba revelando su secreto y contribuía a aumentar la alegría general.

—Jack y la señorita Smith se hacen notar, ¿no te parece Maturin? —dijo Diana en mitad de la noche—. Bailan juntos todo el tiempo excepto cuando se esconden en los rincones.

—Espero que se estén divirtiendo —dijo Stephen.

—Pero, Stephen, ¿no crees que deberías hablarle como amigo y advertirle que tenga cuidado con lo que hace?

—No.

—No, claro. Pero te aseguro que esa mujer me indigna. ¡Seducir al pobre Aubrey es como quitarle los peniques del sombrero a un ciego! Mírale, tiene el rostro radiante y se mueve como si fuera un toro joven. Si fuera una joven como la del vestido manchado de verde, yo no diría nada, pero Amanda es una coqueta.

—¿Una coqueta, Villiers?

—Sí. La conocí en la India cuando yo era una niña. Llegó con la flota pesquera y se quedó a vivir con su tía, una mujer de nariz tan larga como ella y que también se echa la pintura a paletadas. Pertenecen a una familia vulgar originaria de Rutland, donde los caballos son lentos y las mujeres audaces. Lo intentó allí y también lo ha intentado aquí, pero los miembros del Ejército son muy cautelosos cuando llega la hora de hablar de matrimonio, ¿sabes?, no se parecen en nada a los de la Armada. Y ahora tiene una reputación… no mucho mejor que la mía. Jack debería tener cuidado.

—En verdad, parece muy complaciente. Pero, ¿no crees que es un poco tonta y que se deja arrastrar por el entusiasmo?

—No. Puede que sea histérica, casquivana y voluble, pero cuando se le presenta una buena oportunidad, discurre con extraordinaria claridad. Todos saben que es muy rico… Los marinos le llaman Jack
El Afortunado…
Te diré una cosa, Stephen: a menos que el techo se venga abajo, al final de la noche él caerá en brazos de esa mujer, y entonces se habrá metido en un buen lío. ¿No podrías prevenirle de lo que puede suceder?

—No, señora.

—No, claro. Tú no eres el guardián de tu amigo, por supuesto. Y de todas formas, esto será simplemente una
passade.

—Dime, cariño, ¿qué ha ocurrido que te ha puesto de malhumor?

Ella se detuvo y, al compás de la música, dio tres pasos a la izquierda y luego tres a la derecha, y entonces le respondió como él esperaba.

—Nada… Sólo que cuando estaba hablando con lady Harriet y la señora Wodehouse, se acercó Anne Keppel y me miró con mucha atención y alabó mis diamantes. No recordaba haberlos visto en Londres y estaba segura de que nunca olvidaría un collar y un colgante como esos. Me preguntó si los había adquirido en Estados Unidos y qué había estado haciendo durante todo este tiempo. Es una impertinente. Pero ya había notado frialdad antes. Juraría que cualquier otra vieja o el coronel Aldington han estado murmurando.

Stephen hizo un comentario sobre los diamantes y los celos, pero ella siguió pensando en lo mismo y añadió:

—Pero en una noche como ésta no me parecería muy desagradable ni el más intolerante puritano, aunque Dios sabe que Anne Keppel no podría tirar la primera piedra. Espero que consigamos un barco pronto, pues, a pesar de que lady Harriet es muy buena, con personas malévolas y despreciables como Aldington y Arme Keppel esparciendo
ragots
a derecha e izquierda, la vida en este puesto se convertirá muy pronto en un infierno… ¡Bah! Vamos, Stephen.

Fueron bailando hasta el centro, y cuando él la alejó de sí y la recibió de nuevo en sus brazos, se dio cuenta de que su estado de ánimo había cambiado. Ya no tenía aquel brillo atemorizador ni la cabeza erguida con gesto desafiante, ahora disfrutaba con el baile y con la compañía de aquella alegre multitud extasiada con la música y el recuerdo de la victoria. Diana le parecía tan hermosa como siempre, y volvió a asombrarse de no sentir nada. Entonces ella miró a las parejas que bailaban a su alrededor y con mucha alegría comentó:

—¡Qué gracia me hace esa joven del vestido manchado de verde!

Y él se asombró aún más, porque cuando Diana estaba alegre, lo cual no era frecuente, era encantadora. Tal vez su insensibilidad no fuera más que una protección que ya se había habituado a usar, una forma de hacer más tolerable su vacío interior… No había duda de que sentía algo que, por decirlo así, era independiente de su voluntad. Por otra parte, también él estaba divirtiéndose más de lo esperado, a pesar de que en su interior aún experimentaba un gran vacío comparable a las páginas finales en blanco de un libro, era un vacío muy profundo, aunque apenas podía advertirlo en ese momento. La orquesta estaba tocando un minué de Clementi en do mayor del que Jack y él habían hecho un arreglo para violín y violonchelo. Era una de las piezas que interpretaban con más frecuencia, pero ahora que la bailaba por primera vez, aquella música tan conocida tenía un significado diferente, ahora él formaba parte de la música, estaba inmerso en ella como aquellas figuras que se movían llevando el compás, vivía en un mundo totalmente nuevo, en el presente.

—¡Qué gracia me hace esa joven del vestido manchado de verde! —repitió ella cuando el violonchelo dejaba escapar sus graves notas—. ¡Cómo se está divirtiendo! ¡Oh, Stephen, cuánto me gustaría que esta noche fuera eterna!

En realidad, la noche sólo duró unas cuantas horas más, las suficientes para que el capitán Aubrey cumpliera la predicción de que dormiría en la cama de la señorita Smith. Cuando empezaron a aparecer las primeras luces por el este, ella le despertó y, con tono apremiante, le dijo:

—¡Tienes que irte! ¡Ya se han levantado los criados! ¡Rápido! Aquí tienes la camisa.

Apenas se le había despejado la mente cuando se dio cuenta de que ella estaba llorando. Entonces ella se le abrazó.

—No debemos volver a hacerlo nunca, nunca —dijo, y después, más calmada, añadió—: Aquí tienes los calzones.

Puesto que todavía no podía mover bien el brazo, le costaba hacerse el nudo de la corbata. Ella se la anudó riendo nerviosamente, de un modo que a él le causó asombro, y, entre otros comentarios incoherentes, dijo que lady Hamilton le había hecho lo mismo a Nelson. Luego recordó:

—No importan las tácticas, lo que importa es atacar con decisión. ¡Ja, ja, ja! —Y cuando él ya tenía la chaqueta puesta y el pelo recogido, ella le susurró—: Sal por la puerta del jardín, que sólo está cerrada con un pestillo. La dejaré abierta esta noche.

Stephen vio entrar a Jack en la habitación que compartían y, a pesar del crujido de las tablas, que era casi imposible no oír, le habría dejado llegar hasta la cama sin decir que le había visto si Jack, obrando con excesiva cautela, no hubiera volcado la vieja palangana que tenían para lavarse, la cual sonó como una campana, rodó describiendo una espiral y se detuvo al chocar con la mesilla de noche que estaba junto a la cama de Stephen. Eso era algo que no podía pasar inadvertido, así que se sentó en la cama.

—Siento mucho haberte despertado —dijo Jack con una radiante sonrisa—. Fui a dar un paseo.

—Por tu aspecto, parece que has encontrado la Fuente de la Juventud, amigo mío… Espero que hayas llevado una capa o al menos un chaleco de franela, pues a tu edad y con esa herida, el rocío de la mañana puede ser muy perjudicial. No se deben alterar en lo más mínimo los humores del cuerpo, Jack. Enséñame el brazo. Justamente lo que pensaba: inflamación, enrojecimiento y dolor. Me parece que has hecho demasiado ejercicio con él. Debes llevarlo en cabestrillo otra vez. ¿No sientes que la articulación está un poco rígida? ¿No lo sientes?

—Me duele un poco, pero aparte de eso me siento muy bien —dijo Jack—. A pesar de lo que has dicho de la edad y el chaleco de franela, Stephen, me siento tan joven como cuando fui nombrado capitán, o quizá más aún. Un paseo matutino hace recuperar las fuerzas, es la verdadera Fuente de la Juventud. Creo que daré otro esta madrugada.

—¿Viste a muchas personas en la calle?

—Vi a un gran número de ellas, incluso a algunos oficiales que conocía, caminando en todas direcciones.

—Lo que dices confirma mi suposición: Halifax es una ciudad madrugadora. Lo deduje por el ruido de la calle y por el hecho de que viniera un niño enclenque, un evidente caso de escoliosis, el pobre, a traerte una nota del señor Gittings.

—¿Quién es el señor Gittings?

—El encargado del correo.

Jack abrió rápidamente la nota, se acercó a la ventana y leyó:

Ha habido un lamentable error… las cartas del capitán Aubrey estaban colocadas aparte… los subordinados estaban mal informados… puede recogerlas cuando quiera…

—¡Bendito sea Dios! ¡Alabado sea Dios! Nunca había… Enseguida vuelvo, Stephen.

—Antes de irte, te pondré el brazo en cabestrillo —dijo Stephen—. Y te sugiero que te laves mientras lo preparo. Si te ven así a la luz del día, pensarán que has librado algún tipo de batalla.

Jack se miró en el espejo. En la oscuridad del dormitorio de la señorita Smith no había visto la grotesca mancha de lápiz de labios que tenía en la cara, una mancha que parecía más grotesca ahora que su expresión era grave. Se lavó muy bien, se armó de paciencia y esperó en silencio a que Stephen le pusiera el cabestrillo y luego salió de la posada.

Parecía que apenas habían transcurrido unos momentos cuando subió las escaleras otra vez con dos paquetes de cartas que estaban envueltos en lienzo y algunos sobres con fecha más reciente.

—Discúlpame, Stephen —dijo—. Casi todas las cartas son de Sophie, y no puedo leerlas en un lugar público.

Cuando Stephen terminó de vestirse para ir al hospital, Jack aún tenía delante de sí una pila de cartas y estaba clasificándolas y colocándolas de manera que pudiera leerlas en orden, y su expresión culpable había dado paso a otra ansiosa y alegre. Y cuando Stephen regresó, la pila de cartas se había transformado en una perfecta secuencia y Jack las había leído todas dos veces. Las cartas estaban debajo de una garrafa de agua, y junto a ellas había algunas hojas con cuentas, y en el semblante de Jack se reflejaba una extraña mezcla de alegría y preocupación.

—Sophie te manda un saludo muy cariñoso en todas estas cartas —dijo—. En casa todo va bien, aparte del maldito Kimber. George ya se pone calzones y las niñas están aprendiendo reglas de comportamiento y francés. ¡Y pensar que esas pequeñas criaturas que tenían cabeza de pepino están aprendiendo francés!

—¿Recibió alguna carta tuya desde Boston?

—Sí, dos. Por el duplicado del informe oficial del almirante Drury sabía que el
Leopard
se había salvado. Después el bueno de Chads, en cuanto fue juzgado por el Consejo de guerra, fue hasta New Hampshire para contarle que la
Java
nos había recogido y lo ocurrido entre la
Java
y la
Constitution
. Le habló de mi herida con mucho tacto, le dijo que no era nada que me mantuviera alejado de la acción durante mucho tiempo, pero que habían pensado que era mejor que me fuera a Norteamérica contigo y ser canjeado allí en vez de arriesgarme a pasar por una zona tórrida en un barco abarrotado de prisioneros. Le estoy muy agradecido, porque ella creyó lo que le contó a pie juntillas y no se preocupó.

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