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Authors: Patrick O'Brian

Tags: #Aventuras, Historico

El ayudante del cirujano (6 page)

BOOK: El ayudante del cirujano
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—No. Los oficiales que combaten son asunto tuyo, naturalmente, los que no combaten, asunto mío. Me preocupa sobre todo el cirujano, un hombre de extraordinaria cultura.

El hombre de extraordinaria cultura estaba sentado en la desierta sala de operaciones con una jarra de cerveza de picea en la mano. Parecía estar muy triste y cansado, pero sereno. Aceptó con agrado el ofrecimiento de Stephen y luego estuvo hablando con él sobre algunos casos durante un rato, sorbiendo la bebida de vez en cuando. Dijo que la cerveza de picea era un «dudoso antiescorbútico» pero «un buen carminativo» y que era una bebida que se agradecía en un día como aquel. Cuando terminó de bebería, Stephen dijo:

—Me parece que usted me dijo que antes de hacerse a la mar se dedicaba principalmente a atender a las damas de Charleston, ¿no es cierto, señor?

—Sí, señor. Era un comadrón o, si usted lo prefiere, un
accoucheur.

—Exactamente. Por tanto, tiene mucha más experiencia que yo en esa materia, y le agradecería su colaboración. Aparte de los síntomas más comunes y claros, ¿cuáles otros aparecen al principio del embarazo?

El cirujano frunció los labios y se quedó pensativo.

—Bueno —dijo—, no hay ninguno totalmente fiable, desde luego, pero la facies rara vez me engaña. La piel del rostro se hace más gruesa y pierde color justamente al principio, y luego sigue perdiéndolo con rapidez; los párpados y la parte que rodea las comisuras se ponen grisáceos, y los lagrimales, blanquecinos. Y no hay que despreciar el método que usaban nuestras abuelas, que consistía en examinar las uñas y el pelo. Por otra parte, un médico que conozca bien a su paciente puede guiarse por sus variaciones de comportamiento, sobre todo si es una paciente joven. Los cambios repentinos y sin razón aparente, por ejemplo, de la tristeza y la ansiedad a la alegría, o incluso la exultación, son muy significativos.

—Le agradezco mucho sus observaciones, señor —dijo Stephen.

CAPÍTULO 2

Durante los años que había servido en la Armada real, Stephen Maturin había reflexionado a menudo sobre las diferencias entre sus oficiales. En sus viajes había visto oficiales descendientes de familia noble y oficiales de baja extracción; había navegado con algunos que nunca abrían un libro y con recitadores amantes de poesía; había conocido a capitanes que citaban a los clásicos y a otros que apenas podían escribir un informe oficial coherente sin ayuda de su escribiente. A pesar de que la mayoría provenía de la clase media, dentro de ésta había tal cantidad de subniveles y subdivisiones locales que sólo un observador que se hubiera criado en el seno de la sociedad inglesa y conociera su intrincado sistema clasista podría decir con exactitud cuál era su origen y su posición social actual. También había entre ellos diferencias económicas, sobre todo entre los capitanes, pues los que tenían la oportunidad de encontrarse con barcos mercantes, si eran decididos o tenían suerte, podían conseguir una fortuna como botín al cabo de varias horas de persecución, mientras que otros no tenían más dinero que el de su paga y vivían angustiados, con estrechez, y su situación era verdaderamente difícil. No obstante, todos tenían la marca de su profesión: ricos o pobres, rudos o corteses, todos habían sufrido el embate de los elementos y muchos de ellos el de los enemigos del Rey. Incluso los tenientes recién nombrados para su cargo habían pasado toda su juventud en la mar, y la mayoría de los capitanes de navío que ocupaban un lugar tan alto como Jack Aubrey en el escalafón habían estado navegando casi ininterrumpidamente desde 1792. Todos tenían en común la participación en una larga, larga guerra, con períodos de interminable espera en el vasto océano y breves lapsos de furiosa actividad.

Sus esposas no tenían eso en común con ellos, por supuesto, y las diferencias entre ellas eran mucho mayores. Algunos marinos, empujados por sus recelosas familias, se casaban con mujeres de su misma clase o de clases superiores, pero otros, al regresar a su país después de estar largo tiempo haciendo el bloqueo a Brest y Tolón, entre el tedio y los peligros, o de pasar tres años en una misión en las Antillas o las Indias Orientales, se arrojaban en brazos de las más extrañas mujeres; y en muchos casos los matrimonios eran felices, pues los marinos eran excelentes esposos debido a que pasaban mucho tiempo lejos y a que permanecían en el hogar cuando estaban en tierra. Pero, indudablemente, cuando sus esposas eran invitadas a un baile, formaban un conjunto que llamaba la atención.

Stephen los contemplaba detrás de un grupo de plantas sembradas en macetas. Aunque los marinos eran de muy diversas complexiones, el uniforme les hacía parecer un conjunto homogéneo, y lo mismo ocurría con los oficiales del Ejército, a pesar de que entre ellos había más diferencias; sin embargo, las mujeres habían elegido su propia ropa y el resultado era muy curioso. Entre ellas había reconocido a una antigua camarera de la posada Keppel's Head de Portsmouth que ahora estaba envuelta en muselina rosa y adornaba su mano con un anillo de boda, y había muchas más caras que le eran familiares, que tal vez había visto en otras posadas o en teatros o en tabaquerías.

Había una notable diferencia entre sus vestidos, lo que permitía distinguir a las mujeres que podían escoger y comprar los buenos de las que no podían, pero había una diferencia aún mayor entre sus joyas, cuya gama abarcaba desde el colgante hecho de granate de la joven esposa de un teniente que sólo recibía una paga de cien libras anuales hasta los rubíes de lady Leveson-Gower, con los que habría sido posible construir una fragata de treinta y dos cañones y llenarla de provisiones para seis meses, o las enormes esmeraldas de lady Harriet. Pero lo que a Stephen le interesaba observar en aquella multitud no era eso, sino el comportamiento de las mujeres, en parte porque aprendería algo sobre la adaptación de la mujer a un grupo donde, abierta o implícitamente, se concedía gran importancia al rango, y en parte porque comprobaría su teoría de que mientras más licenciosa había sido la conducta de ellas en el pasado, más discreta, más correcta y más prudente era en el presente.

De vez en cuando interrumpía la observación y se volvía hacia lo alto de la escalera para ver si Diana había terminado de vestirse por fin, así que no le fue posible comprobar su teoría. Solamente llegó a la conclusión de que las que tenían elegancia la conservaban fuesen cuales fueran sus orígenes y las que no, actuaban con torpeza o afectación o ambas cosas a la vez, y notó que todas, incluso estas últimas, se divertían. La inmensa alegría por la victoria de la
Shannon
se había extendido a todos los allí reunidos y por eso casi todas las mujeres tenían un aspecto atractivo y daban a la diferencia de sus vestidos y al rango de sus respectivos esposos mucha menos importancia de lo habitual. En resumen, la alegría compartida y la fraternidad habían borrado las diferencias que marcaban la división jerárquica de la Armada, el origen social, la riqueza y la belleza y que a veces eran fuente de conflicto.

Pero ese no era un descubrimiento por el que mereciera la pena quedarse largo tiempo detrás de aquellas plantas —que ni siquiera suscitaban interés porque eran en su mayoría filicíneas y bromeliáceas— así que Stephen avanzó hasta el lugar por donde la gente iba y venía, y casi inmediatamente se encontró con Jack, que iba acompañado de un hombre tan alto como él, pero mucho más robusto, con el uniforme rojo y dorado de los oficiales de Infantería.

—¡Ah, estás aquí! —exclamó Jack—. Te estaba buscando. ¿Conoces a mi primo Aldington? El doctor Maturin… El coronel Aldington…

—¿Cómo está, señor? —preguntó el oficial en el tono que le pareció adecuado para dirigirse a un hombre vestido con el oscuro uniforme de cirujano naval.

Stephen se limitó a hacer una inclinación de cabeza.

—Éste va a ser un baile estupendo, lo presiento —dijo el coronel, volviéndose hacia Jack—. El último al que asistí fue el de los feligreses de Winchester… Por cierto que se me había olvidado decirte que bailé con Sophie… Fue un baile horrible porque apenas había treinta parejas y no había ninguna joven a quien mereciera la pena mirar. Busqué refugio en la sala de juego, pero perdí cuatro libras y cuatro peniques.

—¿Sophie estaba en el baile? —preguntó Jack.

—Sí, estaba con su hermana. Tenía muy buen aspecto. Bailamos juntos dos veces y te aseguro que nos… —Entonces, mirando hacia lo alto de la escalera exclamó—: ¡Dios mío! ¡Qué mujer más hermosa!

Diana empezó a descender por la escalera. Llevaba un vestido azul y sus deslumbrantes diamantes, que eclipsaron todas las demás joyas que había en la gran sala llena a rebosar. Siempre había sido esbelta y había tenido un porte elegante, y ahora, al bajar despacio muy erguida, tenía un aspecto soberbio.

—Me gustaría bailar con ella —añadió.

—Te la presentaré, si quieres —dijo Jack—. Es prima de Sophie.

—Si ella es prima tuya, también es prima mía, en cierto modo —dijo el oficial—. Pero… ¡Que me aspen si esa no es Di Villiers! ¿Qué demonios está haciendo aquí? La conocí en Londres hace años. No necesito que me la presentes.

Echó a andar inmediatamente y fue abriéndose paso entre la gente como un buey, seguido de Stephen. Jack les contemplaba mientras se alejaban. Sentía una gran pena al pensar en que Sophie había asistido a aquel baile. En cualquier otro momento le habría alegrado oír que no se había quedado en casa triste y melancólica, pero en ese momento la noticia se sumaba a su amargo desencanto por no haber recibido cartas suyas y haber perdido la
Acasta
, y aunque no era propenso a enfadarse, ahora estaba ofuscado por la indignación y pensaba que Sophie nunca le escribía y se pasaba el tiempo bailando a pesar de que lo último que había sabido de él era que estaba prisionero en Estados Unidos, herido, enfermo y sin dinero. Generalmente ella escribía poco, pero nunca había dado muestras de ser una desalmada.

El coronel Aldington llegó adonde se encontraba Diana y, después de lanzarle a Stephen una mirada de desaprobación, se volvió hacia ella con una expresión completamente distinta y dijo:

—Tal vez no se acuerde usted de mí, señora Villiers. Mi apellido es Aldington. Soy amigo de Edward Pitt. Tuve el honor de llevarla a cenar a Hertford House y bailamos juntos en la fiesta de Almack. Le suplico que me permita acompañarla esta noche.

Mientras decía esto había desviado la mirada de la cara de Diana y la había clavado en sus diamantes, y después volvió a dirigirla hacia su cara, con una expresión que denotaba mucho más respeto.


Désolée
, coronel —dijo—. Ya estoy comprometida con el doctor Maturin, y creo que también bailaré con el almirante y los oficiales de la
Shannon.

Al principio Aldington no pareció entender lo que ella había dicho, pero después, como no era un hombre bien educado, no podía encontrar una forma de salir de esa situación airosamente. Entonces ella añadió:

—Pero si me trajera un refresco en recuerdo de los viejos tiempos, le estaría muy agradecida.

Antes de que el oficial del Ejército volviera, la música había empezado. Se formó una larga fila y el almirante abrió el baile con la novia más hermosa de Halifax, una joven de diecisiete años rubia y de inmensos ojos azules y tan alegre y llena de vida que todos sonreían al verla avanzar hacia el centro moviéndose con agilidad.

—No hubiera bailado con ese hombre por nada del mundo —dijo Diana cuando ella y Stephen esperaban su turno—. Es un inmaduro y un fatuo y el hombre más chismoso que conozco. ¡Mira! Ha encontrado una pareja, la señorita Smith. Espero que a ella le gusten los chismes.

Stephen miró a su alrededor y vio al coronel colocarse en la fila con una joven alta vestida de rojo. Aunque era bastante delgada, tenía abundante pecho y su aspecto era elegante. Tenía el pelo y los ojos negros, y aunque no poseía una gran belleza, su rostro era muy expresivo y su tez estaba sonrosada por la excitación.

—Lleva un vestido un poco extravagante y se pinta demasiado, pero parece que se divierte mucho —continuó—. Éste va a ser un baile magnífico, Stephen. ¿Te gusta mi vestido de lustrina?

—Te sienta muy bien. Y el fajín negro que le has puesto es un acierto.

—Estaba segura de que lo notarías. Se me ocurrió en el último momento, por eso me retrasé tanto.

Llegó su turno e hicieron las evoluciones del baile con la debida formalidad, Diana con la gracia de siempre y Stephen correctamente al menos, y luego volvieron a unirse. Diana, alzando la voz para que se oyera entre el ruido de las innumerables voces y la música de la orquesta, dijo:

—Bailas muy bien, Stephen. ¡Qué contenta estoy!

Tenía la cara enrojecida por el ejercicio y el calor de la sala, y, sin duda, por la alegría que había en el ambiente como consecuencia de la victoria, pero quizá también por la satisfacción de haber conseguido las joyas y de llevar un maravilloso vestido. Sin embargo, Stephen la conocía bien y sabía que era posible que tras aquella felicidad apareciera pronto un sentimiento completamente distinto. Cuando volvieron a hacer las evoluciones del baile, Stephen vio al ayudante del mayor Beck hablando con el ayudante del almirante y se sorprendió de que el horrible hombrecillo estuviera ya borracho. Se tambaleaba y tenía la cara cubierta de manchas rojas, que contrastaban con el blanco de su uniforme. Clavó sus ojos vidriosos en Stephen y, después de unos momentos, miró hacia Diana y se lamió los labios.

—Parece que todo el mundo está muy contento —dijo Diana—. Bueno, todo el mundo excepto Jack. Está allí, apoyado en aquella columna, con una cara como si hubiera llegado la hora del juicio final.

En ese momento tuvieron que hacer evoluciones de nuevo, y cuando la música se terminó, Jack había desaparecido de aquel lugar. Se alejaron de allí cogidos del brazo y se sentaron en un confidente situado cerca de la puerta, y hasta ellos llegó una cálida brisa que traía el agradable olor del mar.

Jack se había acercado a una mesa llena de vasos y botellas a la que no se habían aproximado muchos todavía. Y después de beber cierta cantidad de champán, dijo:

—Esto está muy bien, Bullock, pero quiero que me prepares un vaso de grog.

—Sí, sí, señor —dijo Bullock—. Un vaso de grog. Lo que usted necesita es algo explosivo. Un hombre puede caerse al suelo de un mareo con ese horrible líquido espumoso.

La mezcla que Bullock preparó era verdaderamente explosiva, y Jack se alejó de allí con la sensación de que el fuego le quemaba las entrañas. Habló con varios oficiales en medio del estrépito, poniendo siempre gesto sonriente, como requería la ocasión, y luego se detuvo cerca de la orquesta. Aquel lugar era más tranquilo, y pudo distinguir claramente la nota
la
fuera de tono que dio un grueso músico para que sus compañeros templaran sus instrumentos. Pensó que hacía tiempo que no tenía un violín debajo de la barbilla y se preguntó si todavía tendría agilidad en los dedos de la mano del brazo herido. En ese momento oyó detrás de él una voz que preguntaba:

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