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Authors: Patrick O'Brian

Tags: #Aventuras, Historico

El ayudante del cirujano (5 page)

BOOK: El ayudante del cirujano
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Esas palabras habrían sido una petición directa y falta de delicadeza si las hubiera dicho cualquier otra mujer que no fuera Diana. Desde que se habían conocido, ella siempre le hablaba a Stephen con absoluta franqueza, con confianza, sin segunda intención, como si fueran compañeros o incluso cómplices, y se asombró mucho al oírle decir:

—Tenemos dinero. He sacado dinero de la cuenta de Londres, así que puedes comprarte el vestido de lustrina. Lo mandaremos a buscar inmediatamente.

Lo trajeron y recibió su aprobación; y madame Chose se retiró con una inmensa suma. Diana se puso el vestido por delante y se miró al espejo que estaba sobre la chimenea. No tenía buen aspecto, pero tener un vestido nuevo le procuraba un placer idéntico al de los años en que vivía rodeada de lujos y avivaba su expresión. Entonces entrecerró los ojos y frunció los labios.

—La parte de arriba tiene poca gracia —dijo mirándose al espejo y asintiendo con la cabeza—. Está pensada para adornarla con algo, tal vez con unas perlas… Me pondré los diamantes.

Stephen bajó la vista. Ella se refería a un collar de diamantes de cuyo centro pendía uno extraordinariamente hermoso de color azul claro. Era un collar que Johnson le había regalado al principio de su relación, y mediante un curioso proceso mental ella lo había separado de su origen, pero Stephen no. Sin embargo, su dolor no se debía a que sentía celos sino a que le disgustaba que hubiera dicho una imprudencia. Siempre había creído que Diana actuaría con tacto, hiciera lo que hiciera, y que no sería capaz de decir nada ofensivo sin proponérselo. Tal vez se había equivocado o tal vez la larga estancia de Diana en Estados Unidos, entre los amigos ricos y libertinos de Johnson, combinada con su profunda aflicción, la había llevado a convertirse en una persona ordinaria, a buscar refugio en la vulgaridad, además de hacerle adquirir en cierta medida el acento colonial y el gusto por el bourbon
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y el tabaco. Pero Stephen recordaba que Johnson le había quitado los diamantes a Diana y pensó que quizá ella, por haberlos recuperado y escapado con ellos exponiéndose a un gran peligro, consideraba que había conseguido el título de propiedad de aquellas piedras preciosas. Le parecía que había actuado como un pirata que, al vencer a otro, se había apropiado sin remordimientos de su botín sin importarle la procedencia. Entonces levantó la vista y preguntó:

—¿No crees que parecerán un poco exagerados en una fiesta provinciana?

—No, en absoluto, Maturin —respondió ella—. Aquí hay algunas mujeres distinguidas, muy diferentes de las demás.

Muchas de las esposas de los oficiales del Ejército las han imitado; he visto los nombres de al menos una docena de ellas cuando estaba haciendo las invitaciones. Y también hay algunas esposas de marinos, por ejemplo, la señora Wodehouse, Charlotte Leveson-Gower y la propia lady Harriet.

Después de su primer intento, Stephen no se preocupó más del asunto. No tenía duda de que Diana sabía más que él de esas cosas; además, en Londres y en la India ella había mantenido relaciones sociales con personas muy distinguidas e influyentes. Se metió la mano en el bolsillo y sacó algunos papeles. El primero no era el que estaba buscando, pero sonrió al verlo, y en vez de guardarlo de nuevo, dijo:

—Esto me llegó esta mañana, y es curioso que media hora antes de recibirlo yo estuviera soñando con París.

Se lo dio a ella.

—Te piden que des una conferencia en el Instituto de Francia. ¡Oh, Stephen, no sabía que eras un hombre tan importante! Quieren que les hables de las especies extinguidas de la avifauna de Rodríguez. ¿Qué es avifauna?

—Aves.

—¡Qué lástima que no puedas ir! ¡Te habría gustado tanto! Tal vez crean que eres neutral o que eres norteamericano.

—Creo que podré ir. Como ves, aún falta mucho para ese día, y si conseguimos embarcarnos en un barco lo bastante rápido, podré ir. Es su segunda invitación, la vez anterior sentí mucho no haber estado allí. Posiblemente ésta sea la distinción más importante que hayan otorgado. Además, podré conocer a algunos de los hombres más brillantes de Europa; los Cuvier seguramente estarán, y algunas de las cosas que he observado en los cetáceos de la región antártica asombrarían a Frédéric.

—Pero, ¿cómo es posible que vayas? ¿Cómo es posible que vayas a París en medio de una guerra?

—Eso no es difícil si se tiene un permiso y un salvoconducto. Los naturalistas no tienen en cuenta esta guerra ni ninguna otra, y la comunicación entre ellos es frecuente. Por ejemplo, Humphry Davy fue allí a dar una conferencia sobre el cloruro de nitrógeno y tuvo una calurosa acogida. Pero era ese el asunto del que quería hablarte.

Sacó otro sobre y, un poco turbado, lo puso encima de la mesa, justo frente a ella, diciendo:

—Esto es para horquillas.

—¿Horquillas? —preguntó ella sorprendida.

—Siempre he oído que las mujeres necesitan una considerable suma para horquillas.

—¡Stephen, te has puesto colorado! —dijo, riendo alegremente—. ¡Te has puesto colorado! Nunca pensé verte así, te lo aseguro. Eres muy amable, pero ya has tenido muchas atenciones conmigo. Tengo veinticinco dólares, más que suficiente para comprar horquillas. Quédate con el dinero, cariño. Te prometo que te avisaré cuando me quede sin un penique.

—Bueno —dijo Stephen, sacando otro documento—. Ésta es una certificación en la que consta que, a pesar de ser una extranjera enemiga, puedes entrar en territorio canadiense y permanecer en él mientras tengas buen comportamiento.

—Me portaré muy bien —dijo, riendo de nuevo—. Pero eso es una tontería, Stephen, porque ya estoy en territorio canadiense. Las formalidades y los documentos oficiales siempre me han parecido una soberana tontería, pero nunca había visto un documento tan ridículo como éste.
Por gracia de Su Majestad
, dice, y Su Majestad, pobrecillo, no sabe que estoy aquí. ¡Qué sandez!

—No, pero sus servidores sí lo saben. Éste es un documento muy importante, Villiers, te lo digo en serio. Sin él podrían sacarte de aquí, tengas o no tengas la protección del almirante. Se sabe que legalmente eres ciudadana norteamericana, y por eso podrías ser arrestada e incluso repatriada.

—¿A quién le importa la ley y todas esas sutilezas? Cualquiera puede darse cuenta perfectamente de que soy inglesa, siempre lo he sido y siempre lo seré. Pero, dime, ¿cómo lo conseguiste?

—Fui al lugar adecuado y hablé con el oficial que se ocupa de esta clase de asuntos.

—Te agradezco que hayas pensado en esto —dijo ella.

Y de repente gritó:

—¡Ah, Stephen, se me había olvidado…! ¿Se pusieron contentos al ver los documentos que trajiste de Boston? Recuerdo que me dijiste que ibas a dárselos a un oficial de los Servicios Secretos del Ejército. Espero que le hayan sido útiles.

—Por desgracia, parece que tenían más información política que militar. Aunque dicen que tienen algún valor, pienso que podría haber escogido otros mucho mejores. Creo que no sería un buen espía.

—No, no puedo imaginarme a nadie peor dotado para ser un espía que tú —dijo Diana riendo y, mirándole afectuosamente, añadió—: No es que no seas inteligente, querido Maturin. En realidad, eres uno de los hombres más inteligentes que conozco, pero te sentirías mucho más a gusto entre los pájaros. ¡Cuando pienso cómo serías como espía…! ¡Oh, Dios mío!

La alegría tiñó su tez de rosa. Rara vez Stephen la había visto tan alegre.

—¿Me das la certificación? —preguntó Stephen—. Tengo que llevársela al sacerdote. No podrá casarnos sin ella. ¿Te parece bien el viernes, muy temprano por la mañana? Supongo que no quieres una ceremonia muy complicada, pero Jack podría llevarte hasta el altar. Por fin volverás a ser una súbdita británica.

Toda la alegría de Diana desapareció, y su rostro palideció y después tomó un color terroso que le daba un aspecto enfermizo. Se puso de pie, caminó de un lado a otro de la habitación y por fin se detuvo junto al ventanal y, retorciendo el papel, miró hacia el jardín.

—Ahora que tengo la certificación, ¿para qué tanta prisa? —inquirió ella—. ¿Qué importancia tienen todas esas formalidades? No pienses que no quiero casarme contigo…, lo que ocurre es… Por favor, Stephen, prepárame uno de esos cigarrillos que haces con papel.

Stephen sacó un puro, lo cortó en dos y los envolvió en una hoja de su cuaderno formando dos pequeños rollos, uno para ella y otro para él. Luego le acercó una brasa, pero ella, en vez de encenderlo, dijo:

—No. No puedo fumar aquí. Lady Harriet podría venir, y no quiero que piense, mejor dicho, que sepa que ha dado alojamiento a una mujer disoluta a quien le gusta tomarse una copa de vez en cuando y fumar tabaco. Enciende el tuyo y nos iremos al jardín… Allí podré fumar. —Y, al abrir la puerta, añadió—: ¿Sabes una cosa, Stephen? Desde que me hablaste del efecto del bourbon en la piel, no he tomado ninguna bebida alcohólica excepto vino, y muy poco; pero Dios sabe que ahora me gustaría tomarme una copa.

Paseaban muy juntos, ocultos por los arbustos y seguidos por una nube de humo poco denso.

—Con tanta prisa —dijo—, los preparativos del baile, las charlas con lady Harriet y la preocupación por lo que iba a ponerme estaba un poco trastornada. Olvidé dónde estaba. Maturin, tengo que decirte que me gustaría esperar, pero no quiero que te desanimes por eso… De todos los hombres que conozco, eres el único que nunca hace preguntas, que nunca es indiscreto, ni siquiera cuando tiene derecho a serlo.

Tenía la cabeza baja y miraba al suelo. Stephen nunca la había visto tan afligida y turbada, a pesar de que la conocía desde hacía muchos años y de que la había visto en diferentes estados de ánimo. Ella estaba de pie y el sol le daba de lleno, y él miraba su rostro atentamente. Pero antes de que él tuviera tiempo de decir «No tiene importancia» o «Eres muy benévola», apareció un criado al final del camino de grava. Luego se acercó cojeando y, con voz fuerte, dijo:

—La honorable señora Wodehouse y la señorita Smith desean verla, señora.

Diana miró a Stephen de tal modo que parecía pedirle disculpas y corrió hacia la casa. Aunque su estado de ánimo era muy extraño, sus movimientos seguían teniendo la naturalidad y la gracia que a Stephen siempre le habían gustado, y sintió en su interior una oleada de ternura, tal vez la misma que acompañaba a su antiguo amor apasionado o tal vez el fantasma de aquel amor.

El criado se quedó allí esperando a Stephen, con la pierna de madera perfectamente apoyada en la grava. En verdad, quien esperaba a Stephen era un hombre con un uniforme de criado de color naranja y rojo violáceo como el hígado, los horribles colores de la insignia del almirante; su aire despreocupado, su larga coleta y las cicatrices de su viejo rostro de expresión alegre, que podían notarse desde un cable
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de distancia, revelaban cuál era su verdadera profesión.

—Espero que se encuentre bien, señor —dijo, tocándose la ceja con el nudillo del dedo índice.

—Muy bien, gracias —dijo Stephen, mirándole con atención.

La última vez que le había visto tenía la cara pálida, sudorosa y contraída para no gritar mientras él le cortaba con el bisturí en la
Surprise
, cuando la fragata, destrozada por los disparos de un navío francés de setenta y cuatro cañones, navegaba lentamente hacia el oeste con destino a Fort William.

—Pero tú no eras una amputación —añadió.

—No, señor, soy Bullock, marinero del castillo y miembro de la guardia de estribor de la vieja
Surprise.

—¡Claro! —exclamó Stephen, estrechándole la mano—. Lo que quería decir es que te salvé la pierna, que no te la corté.

—No, señor —dijo Bullock—, pero cuando estaba en el
Benbow
cerca de los cayos y una bala me hizo una herida tremenda, como el cirujano no era el doctor Maturin, me cortó la pierna sin pedir permiso siquiera.

—Seguro que era necesario —dijo Stephen.

Y era necesario dar apoyo a su colega con un comentario, pero no parecía haberlo hecho con convicción, tal vez porque el cirujano del
Benbow
casi siempre estaba borracho y cuando estaba sobrio era extremadamente torpe.

El criado le miró afectuosamente y dijo:

—Espero que el capitán Aubrey también se encuentre bien. He oído que desembarcó de la
Shannon
más contento que el Papa y que parecía el doble de alto que antes.

—Está muy bien, Bullock, muy bien. Le veré dentro de poco en el hospital.

—Le ruego que le presente mis respetos, señor. Soy John Bullock, marinero del castillo de la vieja
Surprise.

Mientras habían estado en Boston como prisioneros de guerra, Aubrey y Maturin habían sido muy bien tratados por sus captores, y como no tenían dinero ni ropa de invierno, los oficiales de la fragata norteamericana
Constitution
se ocuparon de proporcionarles cuanto necesitaban. Ahora ninguno de los dos quería dejar de corresponder a esas acciones, y como Stephen esperaba, encontró a Jack junto a un teniente norteamericano herido.

—¿Te acuerdas de un hombre de apellido Bullock que navegaba en la
Surprise
?

—Sí —respondió Jack—. Era marinero del castillo, y muy bueno.

—Me pidió que presentara sus respetos a su viejo capitán.

—¡Oh, qué amable! —exclamó Jack—. John Bullock… Disparaba su cañón con la mayor precisión que se pueda desear, daba exactamente en el blanco, pero era un poco lento. Estaba al mando de la brigada del cañón de proa de estribor. Pero quiero que sepas, Stephen, que el
viejo capitán
también puede dar exactamente en el blanco, aunque por causa de los funerales, la melancolía y la natural decrepitud, me siento como si fuera el abuelo de Matusalén.

—Comes y bebes demasiado, amigo mío, y te preocupas mucho. Caminar diez millas con paso ligero por los húmedos bosques del Nuevo Mundo, que suscitan tanto interés, te ayudará a dejar atrás la melancolía y a restablecerte, y además, fortalecerá tus instintos básicos. Ponce de León pensaba que la Fuente de la Juventud se encontraba en estas tierras… Por otra parte, debes tener en cuenta que en cualquier momento puede llegar un barco correo de Inglaterra.

—Creo que tienes razón acerca de la Fuente de la Juventud, Stephen, pero te equivocas respecto al barco correo. Ninguno zarpará antes del día trece, y con este viento del oeste soplando constantemente, no podrán llegar hasta dentro de mucho tiempo. Además, no podría caminar hoy, aunque al final del recorrido hubiera una docena de Fuentes de la Juventud y una sala donde beber sus aguas. Tengo que hacer un trabajo muy desagradable en la prisión, tengo que identificar a los desertores ingleses que fueron capturados en la
Chesapeake
, casi todos marineros que han huido de nuestros barcos de guerra. Pero antes voy a ver al ayudante del oficial de derrota norteamericano, el único oficial que no está herido. ¿Quieres venir?

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