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Authors: Michael Burt

Tags: #Intriga, misterio, policial

El Caso De Las Trompetas Celestiales (2 page)

BOOK: El Caso De Las Trompetas Celestiales
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Dos pares de hirsutas cejas grises se elevaron casi verticalmente.

—¿La hija del vicario? —repitió bruscamente el Mariscal—. ¿Confidencias! ¡Mmmm!

—Confidencial —corrigió el Arzobispo—. Una conversación confidencial. Interesante, de cualquier manera. Quisiera saber yo quién está tratando de convertir a quién, y a qué.

—No tengo la menor idea —dijo Barbary alegremente—. Es una buena muchacha; es Carmel Gilchrist. En realidad no la conozco mucho, y creo que Roger tampoco, aunque es verdad que él ha vivido más tiempo que yo. Carmel parecía… deprimida, por decir así.

—¿Gilchrist? —el mariscal resopló como un caballo—. Es un apellido escocés. ¿Qué diablos está haciendo un párroco escocés en Marrington, eh? ¿Por qué diablos no se queda…?

—¡Calla! ¡Calla! —reconvino el Arzobispo agitando las manos con aire de desaprobación—. Mi querido Piers, sabemos, según la más autorizada opinión teológica, que aun los escoceses… los escoceses son criaturas de Dios, aunque debo señalar que… ¡Ejem!

—¡Historias! —ladró el soldado, y su bigote gris se puso tieso—. ¡Nada de criaturas de Dios! Te digo, Odo, hermano, que el diablo es escocés, y que los escoceses son sus instrumentos, así como los galeses, los irlandeses y los celtas en cualquiera de sus dos pronunciaciones. Todo el país está invadido por ellos. Se han apropiado de lodos los empleos mejores de Sussex, te digo. Ni siquiera podemos nacer sin que un maldito escocés registre nuestro nacimiento, y te apuesto que tu madre te dio a luz a pesar de un médico irlandés o de una partera galesa. En cada escuela de aldea encuentras un director llamado Evans u O'Toole, y el individuo que te mande el último aviso para el pago de tu impuesto a los réditos se llama Menzies o Mackenzie o algo parecido. Uno de estos días, cuando tenga tiempo, pienso organizar una liga, que llamaré «Sussex para los Sajones» o algo por el estilo. E iniciaré una purga. Sacaré a todos de sus empleos y los mandaré corriendo a Escocia, o a dondequiera que nacieron. Es lo que necesitamos, una purga. Te digo, Odo…

—Pero ¡eso es hitlerismo puro! —objetó tranquilamente el prelado—. Estoy de acuerdo en que hay algo en lo que dices, pero sin duda nosotros tenemos la culpa exclusivamente de que estos forasteros hayan podido apoderarse de todas las posiciones.

—¡Hitler! ¡Historias! —vociferó el mariscal, arrojando su cigarro por la ventana—. Te agradeceré que no me compares con ese pintor afeminado, ese vegetariano traidor y fanfarrón, ese… —en este punto le faltaron las palabras adecuadas para describir al Canciller del Tercer Reich—. Mira, Odo, ¿viste lo que yo vi hace un rato, cuando cruzamos el pueblo? Allí estaba un maldito escocés con sus faldas ridículas, resoplando por sus vejigas chillonas, en medio de High Street, el muy atrevido, sangrando a la gente hasta la última moneda de cobre. ¡Diablos! Me hace hervir la sangre…

—Te refieres a nuestro gaitero —dijo Barbary—. Sí, no es extraño que te preguntes qué está haciendo por estas regiones, pero seguramente el pobre está sin empleo, como los grupos de mineros galeses que suelen venir de vez en cuando.

—No existe un escocés sin empleo —declaró Sir Piers dogmáticamente—. Sería una contradicción. De todos modos, ¿por qué no puede quedarse tocando la gaita en Escocia? ¿Por qué tiene que venir aquí, resoplando por ese maldito instrumento en medio de sajones civilizados y despojándoles de su dinero? Te digo que es un escándalo. ¡Y como si eso no fuera suficiente, parecen tener, además, un vicario escocés!

—Pero, mi querido Piers… —comenzó a decir el Reverendísimo.

—¡Vamos, vamos! —intervino Barbary pacíficamente, mientras se enjuagaba las manos bajo el grifo—. Nunca he visto un par de tíos que pierdan la serenidad tan fácilmente. ¡Todo este ruido porque el vicario local se llama Gilchrist! ¿Qué tiene que ver contigo, de todos modos? Los dos sois católicos romanos, papistas, y no veo qué infiernos… ¡Perdón, tío Odo!… qué de… quiero decir, qué interés puede tener para vosotros el nombre del párroco anglicano.

—Por lo que a mí se refiere, el hombre puede llamarse cualquier cosa —concedió Sir Piers generosamente—. Pero ello no quiere decir que esté bien que los párrocos escoceses se apoderen de las buenas parroquias de Sussex, quitando el pan de la boca a los herejes más decentes de Sussex.

El Muy Reverendo Odo se acarició el mentón, como si el aspecto ético de la situación le despertase dudas.

—Pero sea como fuere —dijo Barbary—, creo que afirmar que Mr. Gilchrist es escocés, es estirar demasiado las cosas. Desde luego, con semejante apellido, me imagino que su familia vino originariamente del norte del Tweed, pero de ello hace por lo menos tres o cuatro generaciones. Ahora son completamente ingleses.

El mariscal resopló desdeñosamente.

—No es posible quitarse la sangre extranjera de las venas, en la misma forma en que no es posible para un leopardo quitarse las manchas —objetó—. Piensa en todos esos malditos normandos que se instalaron aquí en 1066, o cuando fuera. Todavía es posible reconocer a sus descendientes a una milla de distancia, a pesar de siglos de matrimonios con familias de pura sangre sajona.

Sir Piers hablaba tan seriamente que sus dos interlocutores lanzaron una carcajada.

—Realmente, mi querido Piers —dijo su hermano—, yo creía que era un poco reaccionario, y en verdad, el diario comunista me dio ese apelativo la semana pasada cuando tuve el atrevimiento de sugerir que no estaba de acuerdo con la moral cristiana el permitir a los médicos asesinar a sus enfermos, aun por solicitud de éstos. Debo decir, empero, que tú llevas tu tipo especial de espíritu reaccionario a extremos un poco exagerados. Sea como fuere, como ha dicho Barbary con toda razón, no nos concierne en lo más mínimo cómo se llama el párroco local, y debo confesar que me interesa mucho más saber por qué Roger está sosteniendo una conversación confidencial tan prolongada con su hija… ¿Cómo dijiste que se llama, Barbary?

—Carmel —repuso su sobrina—. Y es inútil que tío Piers insinúe que se trata de un nombre escocés, porque convendrás conmigo en que tiene un sabor muy pronunciado a nombre papista.

—En realidad es de origen hebreo —corrigió el Arzobispo—. Pero convengo en que no es común hallarlo en muchachas que no sean católicas en nuestro país, debido a sus implicaciones. ¿Pertenece Mr. Gilchrist a la… la Alta Iglesia?

Barbary se encogió de hombros.

—No sabría decirte, tío Odo. Creo que trata de contemporizar con todas las denominaciones locales, en realidad, como deben hacerlo casi todos los párrocos rurales. Todo lo que sé acerca de él es que es muy agradable y simpático, aunque sumamente distraído, hasta el extremo de que nunca recuerda el nombre de nadie. Me dicen asimismo que predica unos sermones atronadores, que llenan de temor a los viejos y hacen morir de risa a los jóvenes. Dicen que elige los textos más absurdos y hace maravillas con ellos. Pero, como te digo, no conozco muy bien a los Gilchrist. Siempre encuentro a las hijas en el pueblo y nos saludamos, pero eso es todo. Por ello me sorprendió mucho que Carmel quisiera conversar con Roger esta mañana. Nunca ha venido aquí, a ninguna hora… De todas maneras, salgamos de esta cocina calurosa. Se está muy bien en el jardín, y podríamos pasear frente a las ventanas del despacho. Quizás logremos arrancar a Roger de su conversación. De lo contrario, invadiremos su cueva y le espantaremos hacia afuera.

—Buena idea —dijeron los dos tíos al unísono, y se apartaron de sus respectivos puntos de apoyo.

Así, pues, una vez segura de que el Budín de Sussex estaba sano y salvo en la cacerola y de que no le habían robado el pollo que debía asar de la nevera, Barbary los condujo hacia el jardín bañado en la tibieza y los aromas primaverales.

3

Quisiera aclarar aquí que la sorpresa de Barbary ante la visita de Carmel Gilchrist había sido una emoción leve y pasajera comparada con la mía. En el curso normal de los acontecimientos no me sorprendo con mucha facilidad, pues muchos períodos prolongados de mi vida han transcurrido en medio de circunstancias que me han dejado una duda permanente acerca de las sorpresas que me deparará el destino a cada instante. Hasta en materia de visitantes, ahora que llevo una existencia relativa-mente tranquila y sin peripecias, he aprendido a aceptar que lo inesperado es lo que ocurre más a menudo, especialmente cuando se es un novelista cuyos libros parecen atraer, no ya a la clase de lector a quien van dirigidos, sino además al más extraño conglomerado de individuos, desde jueces de la alta magistratura hasta dementes furiosos, que la mentalidad más fecunda podría concebir en el más absurdo de los sueños.

Por una circunstancia curiosa tenía asimismo el presentimiento de que aquella mañana recibiría una visita inesperada, y en verdad había dedicado parte de mi paseo de después del desayuno alrededor del jardín, a preguntarme, sin mucha preocupación, qué clase de persona sería. Estaba ya sobre aviso acerca de la llegada inminente de mis dos tíos: tío Odo debía realizar una visita canónica a nuestro monasterio local, tío Piers —según yo creía— le había acompañado simplemente para matar el tiempo, de acuerdo con la tradición entre los mariscales de campo transitoriamente desocupados y que carecen de algo más interesante para matar. Tenía, sin embargo, la sensación de que vería a otra persona, además de ellos. Y cuando, en momentos en que estaba mascullando una solemne maldición contra todos los gatos del mundo, al contemplar sus estragos sobre un prometedor parterre de
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, oí pasos a mi espalda y me volví para ver a Barbary que acompañaba a Carmel Gilchrist hacia donde yo estaba, supe que mi presentimiento se había cumplido ampliamente.

Mi primera sensación fue de alivio, pues si era mi destino recibir una visita inesperada, se me ocurrían diez mil personas con quienes podría haber conversado con menos gusto que con Carmel Gilchrist. Por lo menos Carmel era joven, sensata y agradable, con un aspecto de frescura en total armonía con la belleza de una mañana primaveral. Y a pesar de que no nos conocíamos mucho, la había visto lo suficiente como para sentir un deseo pasivo de conocerla mejor. En mi condición de hombre ca-sado, más o menos respetable, que casi le doblaba en edad, nunca había adoptado medidas concretas con el fin señalado, pero no puedo negar que sentí una pequeña corriente de placer cuando Barbary dejó a la muchacha en mis manos.

Carmel, la hija menor del Reverendo Andrew Gilchrist, era una mujercita muy atractiva, cuando uno la miraba detenidamente. Si el lector considera poco caballeresca la adición de la salvedad final en mi última oración, replicaré que sólo cuando se miraba a Carmel por segunda o tercera vez se comenzaba a percibir su enorme atractivo. No era una de esas muchachas atrevidamente bonitas, cuyo solo rostro es capaz de hundir mil barcos o hacer palpitar mil corazones, pues no era la suya esa belleza digna de Helena de Troya que, a decir verdad, bien podría atribuirse a su hermana mayor, Andrea. La verdad es que posiblemente en esto residían las dificultades que pudiese tener Carmel. Quiero decir que a menudo se conocía a las dos hermanas al mismo tiempo, y entonces la belleza nítida y resplandeciente de Andrea tendía a oscurecer los encantos menos obvios de Carmel. Sólo cuando se la trataba a solas y se tenía tiempo para regocijar los ojos con mayor serenidad, se advertía que ella también era hermosa, pero de una forma más apagada y sutil que su hermana.

En esta festividad de la Aparición de San Miguel Arcángel, en el año de gracia de 1939, Carmel había cumplido veinte o veintiún años, no recuerdo bien. Era lo que mi colega Cheyney, americanizando deliberadamente la lengua materna, habría llamado una rubia rojiza. En olios términos, tenía cabellos rubios, pero no del tono platinado, oxigenado, ceniciento o tan siquiera de lino, de los sajones, sino de un tinte oro pálido, con reflejos marcados de color rojizo. No sé qué color de ojos se considera correcto para una rubia rojiza, pero los de Carmel, inesperadamente, eran de color castaño muy oscuro, los ojos que habitualmente tienen las morenas. Eran ojos preciosos, bien separados y adornados con largas pestañas negras. Su nariz era traviesa, levemente respingada, y si me preguntan cómo puede ser traviesa una nariz de mujer, me limitaré a recomendar al lector que venda este libro por lo que le den y en el futuro lea solamente a Bernard Shaw. También su boca era traviesa, más ancha que lo estipulado por los cánones clásicos, y con labios que invitaban al beso. En cuanto al resto de su persona, o por lo menos, a lo que es posible describir a través o debajo de un sencillo vestido de hilo de color azul lavanda, combinaré la verdad con la delicadeza si afirmo, citando a la señora Cautela, que la dama tenía curvas y que todas sus curvas estaban exactamente donde deben estar las curvas. No había perdido totalmente la atrayente delgadez de miembros largos de la adolescencia, pero sus piernas ofrecían una promesa de perfección futura. Sus tobillos… eran ya perfectos.

Carmel era, en resumen, el tipo de muchacha que a todos nos agrada ver en una hermosa mañana de mayo, y yo estaba en forma debida satisfecho de verla, aunque al mismo tiempo, profundamente intrigado y curioso por conocer qué brisa feliz la había traído a mi camino. Para aumentar mi perplejidad, mientras las saludaba agitando la mano, tuve una ligera pero a la vez definida sensación de que estaba, según comentara Barbary más tarde, algo deprimida. No diré que la muchacha estuviese llorando o abiertamente preocupada, y mucho menos desasosegada o agitada. Pero había una expresión tensa en sus ojos castaños, como si no hubiese dormido mucho, y una cierta vacilación en su andar. Por último, la sonrisa amistosa que me dirigió no se reflejó en sus ojos.

Barbary la dejó conmigo y se excusó con un breve comentario relativo a invitados para el almuerzo y a un pollo que esperaba ser rellenado. Cualquier otra mujer habría tenido la curiosidad de quedarse con nosotros, con la esperanza de enterarse del motivo de la visita, pero era característico de mi mujer no desplegar un interés intempestivo en nada que no le concerniera directamente. Sabía —es natural— que con toda seguridad yo le haría una crónica detallada de la entrevista más tarde. Pero Carmel había solicitado claramente verme a solas, y Barbary tenía demasiado tacto para inmiscuirse.

Por mi parte yo también trato de desplegar tacto, aunque no siempre con éxito, y al encontrarme solo con mi visitante, mi primera preocupación fue no dejar que notara que yo había percibido alguna perturbación emotiva en su aspecto. En vista de ello, tras el comentario acostumbrado, pero indispensable, acerca del tiempo, repetí enérgicamente, aunque en una versión corregida, mis imprecaciones contra los gatos, en medio de las cuales me encontraba cuando llegó Carmel. Frunció ella el ceño gravemente al contemplar mis brotes deshechos.

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