—¡Ya tenemos otro músico en la familia! —decían entre risas para hacer rabiar al padre—. ¡Un violinista de cinco años!
—¡Peligra tu pretensión de perpetuar la estirpe de escribanos! —Todos brindaban con hidromiel especiada—. ¡Comienza la estirpe de compositores!
—Hacedme el favor de callar —repetía el maestro escribano con forzada desgana—. Sois todos más niños que él.
Marc-Antoine Charpentier no se tomó a broma aquella primera actuación pública de su sobrino. No le había pasado inadvertido que Matthieu oía las cosas de distinta manera que el resto. Más de una vez se había quedado observándole mientras el pequeño se concentraba para no perder el hilo de algún sonido apenas perceptible, o mientras reproducía una secuencia rítmica extraída del golpeteo del viento contra la ropa tendida o del martillo lejano de un herrero. Lo sentó sobre sus rodillas. No podía disimular una abierta sonrisa de satisfacción. Pegó su gran nariz a la pequeña y respingona del niño.
—Algún día te enseñaré cómo se debe amar a la música para recibir el mismo amor de ella —le prometió.
—Más vale que tu tío se conforme con amar a la música —ironizó el maestro escribano desde el otro extremo de la sala, defendiéndose de las burlas del resto—. No hay mujer en toda Francia que le soporte.
Los demás soltaron una carcajada.
—Lo que ocurre es que las mujeres francesas no están preparadas para tanta sensibilidad —le defendió una de las primas.
—¡Otra jovenzuela que lee a Shakespeare! —protestó el maestro escribano—. Ese inglés os tiene hechizadas con sus versos.
—Mi querido hermano no entiende que la música nos penetra de forma doble, en una orgía de carne y espíritu —sentenció Charpentier—. ¿Qué mujer podría darme eso?
—¡Ya basta de hablar de orgías y de mujeres francesas! ¡Y comed, que se va a enfriar el cerdo! —gritó la madre.
Charpentier se dirigió de nuevo a su sobrino. Permanecía dócilmente sentado sobre sus rodillas, con el palo de remover el jabón en la mano.
—Escúchame bien, Matthieu —le pidió con toda la profundidad que albergaba su voz. Había llegado el momento de hacerle partícipe del secreto que le había sido revelado a él muchos años antes, por el cual había consagrado su vida a la composición—: La música es el vehículo escogido por Dios para proyectarnos su amor. No olvides nunca que cada nota, y también cada silencio, es amor divino en estado puro.
Amor divino en estado puro…
En estado puro…
Aquellas palabras resonaron en su mente durante unos segundos. Fue como si sus padres, sus otros tíos, su hermano Jean-Claude y las primas adolescentes hubieran interrumpido el festejo y enmudecido momentáneamente para dejar paso a aquella revelación que marcó su existencia futura.
El maestro escribano accedió a que Charpentier enseñase a Matthieu y a Jean-Claude los rudimentos del solfeo y, ya el primer día, ocurrió lo inevitable: los dos hermanos descubrieron que querían dedicar cada minuto de su existencia a la música.
Aprendieron a leer una partitura al mismo tiempo que memorizaban el alfabeto. Para ellos las notas no eran sino otras letras que, sobre el pentagrama, conformaban palabras y frases que transmitían sentimientos. Durante los años que siguieron, Charpentier también les enseñó armonía y composición, los fundamentos del contrapunto e historia de la música, además de seguir de cerca su evolución con el violín. No podía estar más orgulloso de ambos, aun cuando era consciente de sus diferencias. No cabía duda de que Jean-Claude era un buen intérprete, pero el rebelde Matthieu estaba tocado por la vara de algún dios. Era como si el propio Apolo le hubiese brindado el amor incondicional de las nueve musas de su coro celeste.
El compositor sabía bien cómo educarlos, más allá de las clases y de las largas horas de ejercicios. Le gustaba llevarlos a casa de un luthier parisino que tenía fama de fabricar los violines más delicados de Francia para que se familiarizasen con el instrumento desde que éste no era sino un pedazo de madera. Matthieu disfrutaba observando cómo el artesano acariciaba las piezas con el cepillo. Les iba robando virutas finísimas, tanto que permanecían flotando en el aire durante unos segundos antes de caer al suelo, y pasaba las yemas de los dedos por cada rincón del violín recién pulido como si estuviera examinando los hoyuelos de una mujer. Tiempo después, el propio Matthieu se sorprendería a sí mismo en más de una ocasión acariciando a sus amantes como si lo que tenía entre sus manos fuera un instrumento de la más refinada madera de cedro.
Las visitas a casa del luthier no eran las únicas salidas que hacían juntos los tres. Cuando Jean-Claude y Matthieu abandonaron la pubertad comenzaron a acompañar a su tío a las reuniones de eruditos que se celebraban cada miércoles en el palacete de la duquesa de Guise, la mecenas del compositor. Madame de Lorraine, que así se llamaba la duquesa, abrió las puertas de su casa a Charpentier el mismo día en el que éste, muchos años atrás, había regresado de Italia tras aprender todo lo que pudieron enseñarle los más afamados músicos romanos de la época. Charpentier había vivido desde entonces bajo su protección, por lo que no se permitía faltar a ninguna de aquellas reuniones semanales que convocaban en el palacete a los músicos y pensadores más audaces de la ciudad. Jean-Claude y Matthieu esperaban con ansia cada cita. Les fascinaba estar en la misma habitación que todos aquellos genios de las artes, aun cuando su tío los obligase a permanecer discretamente en un rincón.
En los últimos tiempos el tema recurrente de las reuniones era la alquimia, una materia oscura que tenía fascinados a su tío y a sus compañeros de debates. Matthieu siempre recordaría lo que ocurrió en la última reunión a la que asistió antes de que todo su universo comenzase a cambiar. Los asistentes ya habían empezado a disertar cuando apareció el doctor Evans, un médico inglés que se había incorporado al grupo al poco de afincarse en París, unos meses antes.
—¿Pensabais comenzar sin mí, ingratos compañeros? —exclamó el doctor Evans desde la puerta, quitándose la capa con un movimiento estudiado.
—¿Quién sino vos podría guiarnos por los intrincados caminos de la alquimia? —contestó la duquesa, secundada por la sonrisa de todos.
—¡Abrid ya vuestro libro maldito! —exclamó Charpentier con impaciencia, refiriéndose a un fascinante volumen titulado
La fuga de Atalanta
que el inglés traía bajo el brazo a cada reunión.
Se trataba de una obra, escrita medio siglo antes por un alemán llamado Michael Maier, que fundía de forma muy sugerente la alquimia con la música. Era lógico que hubiese logrado hechizar al grupo de la duquesa. Estaba plagada de textos ilustrados con innumerables grabados y con cincuenta partituras de otras tantas fugas compuestas por el propio Maier, por lo que incitaba a pensar, a contemplar y a escuchar al mismo tiempo. Matthieu nunca había visto a su tío tan obsesionado con algo como lo estaba con aquellos enigmas musicales.
El doctor Evans abrió el libro por una página señalada y todos comenzaron a disertar sobre el misterio que encerraba uno de los epigramas. Al poco, Charpentier se sentó al clavicémbalo para interpretar la pieza hermética que acompañaba al fragmento. Poco después, cuando todos los asistentes y la propia duquesa se hallaban sumidos en un estado cercano a la hipnosis, idóneo para llegar al fondo del jeroglífico alquímico, el doctor Evans se levantó de su sillón, se acercó a Charpentier y le dijo algo al oído. No esperó respuesta. Continuó andando con disimulo hacia el otro extremo de la sala sin que los demás, salvo Matthieu, se percatasen de su acto.
Aquella noche, Matthieu y Jean-Claude regresaron a la pequeña casa que compartían en un barrio del centro de París sin saber que aquellas palabras furtivas, pronunciadas con acento inglés al oído de su tío, habrían de cambiar no sólo sus propias vidas, sino las de todos aquellos que los rodeaban.
T
odo comenzó unos meses después, en pleno verano de 1684. Matthieu había cumplido veinte años, y entre interminables horas de estudio, días completos practicando la digitación, visitas a casa del luthier y reuniones en el palacete de la duquesa de Guise, se había convertido en algo más que una promesa del violín. Para entonces ya era un verdadero maestro con una brillante carrera por delante. Con todo, su tío estaba cada día más preocupado; al joven músico le subyugaba el ambiente de fiesta, el lujo y el desvarío que invadía la corte de Luis XIV. Su única meta era formar parte cuanto antes de la orquesta que se conocía como «Los veinticuatro violines del rey» para, con el tiempo, llegar a convertirse en intérprete solista en las funciones reales. Esa ambición ciega no satisfacía en absoluto a Charpentier. Habría dado cualquier cosa por que Matthieu fuese como Jean-Claude, quien se concentraba en mejorar su preparación como violinista sin pensar en otra cosa que no fuese la música en sí misma. Lo peor de todo era que, aunque hubiese querido, jamás habría podido ayudar a su amado sobrino a conseguir su sueño versallesco.
El prestigio como compositor de Charpentier era indudable y reconocido por todos, pero a pesar de su maestría musical nunca había accedido a los círculos cortesanos, ni tampoco a los codiciados cargos institucionales que el rey concedía a los más afamados maestros. Todos en París conocían la razón: la duquesa de Guise, su mecenas, era considerada la más feroz detractora del gobierno de Luis XIV.
Ese rechazo nunca preocupó a Charpentier. Incluso lo consideraba beneficioso, ya que le sumió en un hermetismo que favoreció su creatividad y enfocó su talento hacia otras músicas más dignas que las empleadas para ensalzar al soberano o satisfacer su regio placer. El verdadero problema era que si él estaba vetado en la corte también lo estaría su sobrino Matthieu, al igual que habría ocurrido con cualquier otro miembro de su familia.
Matthieu nunca aceptó esa imposición. Amaba y admiraba a su tío como compositor, pero no quería parecerse a él como hombre. ¿Por qué había de aceptar su condición de eterno repudiado en Versalles cuando todos los que formaban parte de las orquestas reales tenían infinitas menos facultades que él? Por ello siguió persiguiendo su sueño por cualquier medio. Incluso había sido capaz de no desvelar a nadie su relación de parentesco con el gran compositor. Ni siquiera se lo había comunicado a los maestros de la escuela en la que recibía clases en calidad de aspirante a músico de la corte.
—¿Cómo puedes negar tu apellido delante de los demás? —se enojaba su tío.
—El mismo Pedro negó tres veces a Jesucristo —le respondía Matthieu con burla—, y ahora tiene encomendada la custodia de las llaves del cielo.
Aquella mañana el joven Matthieu seguía empeñado en alcanzar su propio cielo al precio que fuese. Sabía que su encanto personal era un arma casi tan poderosa como su violín, por lo que no tenía reparos en utilizarlo con cualquiera que pudiese introducirle en Versalles. Esta vez había apuntado alto. Se encontraba en casa de la soprano real; en concreto sobre su cama, con la nuca apoyada contra el barrote de madera que sujetaba el dosel.
Aún no era mediodía y el verano volcaba sobre París una luminosidad paradisíaca. Quizá se debía a que la monarquía se hallaba en su máximo esplendor. El dormitorio de la soprano estaba decorado al estilo de las estancias versallescas. Guardaba un orden exquisito, desde los cuadros de perfecta factura hasta el joyero sobre el tocador, con sus cajoncitos entreabiertos para que se vieran rebosantes de perlas. Alrededor de la cama, en el suelo, se rompía todo protocolo ornamental. Una sobre otra se arrugaban las tres faldas que toda dama vestía: la exterior, conocida como «la modesta», adornada por ríos de cintas; «la tramposa», que servía de barrera para los amantes impacientes, y «la secreta», cuyos ocultos encajes había descubierto Matthieu hacía ya tiempo. Sus ojos se posaron sobre el hombro de la soprano, y después se deslizaron siguiendo la curva del cuello hasta encontrarse con los de ella.
—¿Por qué me miras así?
—Eres una diosa.
—Y tú un arrogante aspirante a músico real que se permite adular a la primera soprano.
Matthieu pasó la mano por la cadera desnuda de la cantante.
—¿Acaso no te gusta?
—Te aprovechas de mi condición de esposa sometida.
La soprano, Virginie du Rouge, había desposado con un capitán de la guardia personal del Rey Sol a quien todos conocían como Gilbert «el Loco», un héroe de la guerra de los Treinta Años mucho mayor que ella que conservaba intacto el aspecto marcial de quien lucha en primera línea, con el bigote atravesado por una cicatriz que le recorría la cara desde el ojo derecho hasta la barbilla. Había que tener arrojo para meterse en su cama.
—Yo también estoy a tus pies —dijo él—. Si me lo pides, ahora mismo juraré que jamás tocaré el violín para ninguna otra mujer.
—No jures en vano. —Le agarró de la mandíbula con cierta violencia—. Eres tan bello…
—¿Vas a cantar el próximo domingo en el Bosquete de Rocallas de Versalles? —le cortó él, haciendo que le soltara.
—Cuando empiece a cantar el aria acercaré un instante la mano a mis senos. Será como si tú los acariciases delante de todos, delante del propio rey.
Matthieu se recostó mirando hacia el techo, como desdeñando la boca ansiosa de Virginie. Ella le lamió el pecho.
—Dentro de poco te olvidarás de mí —siguió diciendo la soprano—, y no sé si podré soportarlo.
Él no replicó. Se limitó a separarle los muslos, a los que el paso del tiempo no había restado firmeza, confiando en que cada centímetro de piel acariciada sería un centímetro más que le acercara a «Los veinticuatro violines del rey» o, como un primer paso, a cualquiera otra de las orquestas de palacio. Estaban los músicos de la Capilla, cerca de ochenta cantantes e intérpretes que tocaban motetes; los de la Cámara, que incluían los «veinticuatro violines» y los «pequeños violines», amén de un clavicordio, laúdes, flautas y varios cantantes; y los de las Caballerizas, un gran grupo de trompetas, oboes, pífanos y tambores que, aparte de apoyar a los de la Capilla y los de la Cámara cuando la magnitud de la obra lo precisaba, interpretaban música al aire libre a cualquier hora del día.
Un rato después, Matthieu se levantó de la cama. Se enfundó a toda prisa el blusón y las calzas, que llevaba más ceñidas que abombachadas, como si de repente le repugnase formar parte de aquella escena. Después de cubrir su desnudez, terminó de arreglarse con más calma. La soprano le contemplaba tendida boca abajo. Observó cómo el violinista recogía su coleta negra con una cinta de cuero, cómo se abrochaba cada botón de la pechera y se agachaba para ponerse las botas. Observó, a través de la tela tensa de las calzas, cómo se marcaban los músculos de sus piernas fibrosas. ¿Cómo de un cuerpo tan varonil podía salir una música tan dulce? Los brazos de Matthieu eran fuertes, pero terminaban en unos dedos estilizados que en todo momento mantenían una composición similar a las manos de las esculturas griegas.