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Authors: José Mallorquí

Tags: #Aventuras

El Coyote / La vuelta del Coyote (4 page)

BOOK: El Coyote / La vuelta del Coyote
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—¡Pobre de mí! —suspiró, también, Leonor—. Sospecho que cuando ese muñeco vea en lo que está convertido Los Ángeles, saldrá huyendo hacia Méjico.

Luego, al pensar en esta posibilidad, su rostro se animó.

—Quizá sea un bien que huya —murmuró—. Si esto le resultase desagradable… (y yo procuraré que se lo resulte) se marcharía y…

Una amplia sonrisa iluminó el bello rostro de Leonor de Acevedo. Pero era una sonrisa que no presagiaba nada bueno para el viajero que, después de siete años de ausencia, volvía a pisar la tierra que le había visto nacer.

Capítulo III: Escóndete donde no te vea

Al llegar a tierra, César de Echagüe saltó del bote, y, dirigiendo una mirada a su alrededor, hizo una mueca a la tierra de su abuelo y de su padre. Su expresión era de indudable disgusto. Quizás aquel disgusto fuera comprensible en quien llegaba de Méjico y de La Habana, ante el pueblo de menos de dos mil habitantes que se le ofrecía como morada hasta el fin de sus días.

Durante casi un minuto, los que esperaban y el que llegaba permanecieron inmóviles, como estudiándose. El aspecto del tercer Echagüe no podía ser más lamentable, desde el punto de vista de un californiano como su padre. Era un muchacho alto, algo encorvado, de melena abundante, casi femenina, que asomaba bajo el sombrero, rostro afeitado, cuerpo embutido en un ajustado frac verde botella, con chaleco cruzado, blanco y salpicado de flores, chorrera de encajes, pantalón muy estrecho y sujeto bajo la fina bota por una trabilla. Aunque el cutis era muy bronceado —a pesar del sombrero y de las precauciones que se quieran tomar, el sol de Cuba y el de Méjico se imponen—, las manos aparecían completamente blancas y, para conservarlas así, César de Echagüe volvió a enfundarlas en unos guantes de cabritilla.

Por fin, satisfecho del examen a que por su parte había sometido a su padre, a su hermana y a los viejos sirvientes que se agolpaban tras él, avanzó hacia el autor de sus días y, como si saludara a un desconocido a quien le presentaran por vez primera, preguntó:

—¿Cómo le va, papaíto?

Don César se atragantó. Antes de que la ira y la indignación le permitiesen hablar, su retoño volvióse hacia Beatriz, y con sonrisa de conejo inquirió:

—¿Cómo le va, niña?

Luego miró a Greene y preguntó, con un leve destello de curiosidad:

—¿Es el novio oficial?

—Pues… —empezó, asombrado, Edmonds Greene.

—Bien, bien —siguió el joven Echagüe—. Supongo que ya tendremos el gusto de conocernos… ¿Conozco a alguien más por aquí? —preguntó a continuación, mirando, indiferente, a Leonor.

—Es Leonor —presentó Beatriz, que estaba horrorizada de su hermano.

—¿Leonor? —César miró a la joven como se mira a un caballo. Milagro les pareció a los espectadores que no le hiciese abrir la boca para examinarle el dentado—. Esperaba que fueras igual que de niña; pero me alegra ver que mejoraste.

Apartóse un poco y, moviendo a un lado y otro la cabeza, comentó:

—Perfecta. Una linda imagen. Siento que la inspiración construye una poesía para ti. Labios de coral, mejillas de nácar ligeramente tostado, ojos negros como el azabache, cabello como ala de cuervo…

César de Echagüe empezó a pasear por la playa, con el puño del bastón entre los labios y la mirada perdida en el azulísimo cielo, como si se estuviera inspirando poéticamente. Al fin movió la cabeza y, regresando frente a Leonor, declaró:

—No surge la inspiración; pero ya llegará y podré decirte en rima lo que de momento sólo te puedo expresar en vulgar prosa. Eres bellísima, Leonor. Muy bella. Has superado todas mis esperanzas. Te juro que nunca imaginé que una planta tan… corriente pudiera convertirse en una flor tan hermosa.

—¡Ni yo creí jamás que de mí saliera un engendro como tú! —rugió don César de Echagüe, que al fin había recobrado la facultad de hablar—. Supongo que debes sentirte muy satisfecho de haberme puesto en ridículo, ¿no?

—¡Por Dios, papito! —exclamó, con expresión de horror, el hijo recién llegado—. ¡Qué manera de hablar!

—¡Déjate de papitos y de diablos en dulce! Háblame de tú, llámame padre y escóndete donde no te vea… ni te huela —terminó el anciano, frotándose la nariz—. ¡Hiedes a hembra! ¡Vamos, Beatriz! Y tú, Leonor, perdona que te haya comprometido con ese bicho. Ya hablaremos de ello… contigo y con ese maniquí de mi hijo.

—Perdona, papito; pero debo decirte que te portas muy incorrecta y groseramente. Con esos hablares nunca…

—¡Esos hablares son los de mi padre, los de mi pueblo y los de toda mi raza! —gritó el anciano—. Supongo que para ti resultan extraños. Vienes plagado de melosismos; pero… en fin, no demos un espectáculo más desagradable del que ya hemos dado. Esos extranjeros se sentirán felices al ver con quién tendrán que habérselas cuando yo muera. No esperaba que mi hijo fuera un león; pero tampoco esperaba que fuese un mono presumido.

—¿Qué le pasa a mi padre? —preguntó el joven Echagüe cuando el autor de sus días le volvió la espalda y se marchó acompañado de las dos mujeres y de sus sirvientes.

—El pobre está muy preocupado —replicó Greene, que tampoco experimentaba ninguna simpatía hacia el joven—. Los asuntos no andan muy bien. Las tierras corren el peligro de pasar a manos de otros…

—¿Y qué? Siempre nos quedará lo suficiente para ser los más ricos de Los Ángeles. Mi papá ha sido siempre muy impulsivo. Se precipita a sacar conclusiones, y luego la realidad le demuestra que todo era imaginación. Yo, en cambio, sigo el adagio árabe que recomienda sentarse a la puerta de la casa y aguardar que pase el cadáver de nuestro enemigo.

—¿Y no sigue el de que vale más estar sentado que derecho y echado mejor que sentado? —preguntó, irónicamente, Greene.

—Lo practico a ratos —contestó César de Echagüe—. Sospecho que nadie me comprenderá; pero… —suspiró profundamente—. En fin, los hombres inteligentes no solemos ser comprendidos con facilidad.

—Eso es muy cierto —asintió Greene, divertido por la manera de ser y de hablar del hombre a quien esperaba tener por cuñado.

Don César de Echagüe habíase alejado ya. Edmonds Greene, tras una breve vacilación, se despidió del joven con un breve «hasta luego», y partió en pos de Beatriz.

Al quedar solo, el muchacho se encogió de hombros. Se disponía a echar a andar hacia el rancho, cuando un hombre de unos cincuenta años, alto, recio, fuerte, de rostro ingenuo, bondadoso y honrado, acudió hacia él.

—¡Oh, niño César! ¡Pero qué buen mozo nos vuelve!

—¡Hola, Julián! —rió César, abrazando al criado a quien su madre le había confiado casi desde que nació—. Tú no has cambiado.

—No, niño, yo no cambié. Usted…

—¿Es que se ha puesto de moda el usted en California, Julián?

—No, señorito; pero…

—Pero ¿qué, Julián?

—El respeto…

—¿Pero tú vas a respetar al mocoso a quien le cambiaste tantas veces los pañales? ¿Cómo está Rosario?

El rostro del servidor expresó un hondo pesar.

—Murió ya, señorito. La tengo bajo tierra en Monterrey. Ni los médicos del Presidio, ni el padre de la misión de San Carlos pudieron hacer nada por ella. Sólo facilitarle el camino al cielo.

—¡Pobre Rosario! Esperaba encontrarla. Tú y ella sois los únicos capaces de comprenderme, ¿verdad?

—Seguro, niño. No haga caso de su padre. En el mundo no todos somos iguales.

—No, todos no somos iguales —asintió César—. Vamos a casa. Encarga a alguien que vaya a buscar mi equipaje a bordo. Traigo muchas cosas. Hasta un pañolón de China para Rosario. Lo hice pedir a Manila.

—Ella hubiera sido feliz; pero, si el señorito no tiene inconveniente, lo usará Guadalupe. Si fuera otra cosa, se la llevaría a la Virgen de la misión de San Carlos; pero un chal de seda no es cosa para ella.

—No, desde luego; puede usarlo Lupita. Estará hecha una mujer.

—Es lo único que me queda de Rosario. Tiene ya dieciséis años.

—Una mujer. También pensé en ella: unos pendientes de oro y un collarcito de corales.

—El señorito es muy bueno. No debiera hacer tanto por nosotros.

—Después del recibimiento de mi padre, mi hermana y Leonor, me dan ganas de darte a ti todo lo que traigo para ellos.

—No lo haga, señorito César. Su padre es bueno.

—Sí; pero no comprende. Está acostumbrado a las violencias. De todas formas, yo le quiero. Pero ¿no me preguntas qué te traigo a ti?

—Yo no merezco nada, señorito.

—Tú mereces más que nadie. Te traigo una pipa hecha en Inglaterra. ¿Te imaginas lo buena que será? Podrás fumar en ella toda la vida. Y te traigo tabaco para diez años. Y un fusil último modelo como no lo habéis visto nunca aquí. También te traigo un par de pistolas francesas.

Julián movió la cabeza y secóse una lágrima.

—Es usted demasiado bueno, señorito. Yo le comprendo. No haga caso de los demás. El padre dice, como usted, que no tenemos que recurrir a las violencias…, que Dios nos envía todas estas penalidades para probarnos.

—Desde luego, Julián, desde luego. Da la orden para que recojan mi equipaje y vayamos al rancho. Supongo que habrás traído alguna carreta o coche.

—Pero… —El sirviente miró, asombrado, a su amo—. Creíamos… Hemos traído caballos… ¿No recuerda, niño, que todo el mundo viaja a caballo?

—Sí; pero yo no estoy hecho para montar a caballo. No daría dos pasos. Ya sabes que nunca fui buen jinete.

—Pero… no vamos a poder ir de otra forma. No hay carreta, ni coches, ni nada que tenga ruedas. Tendríamos que ir a buscar una al rancho.

—No importa, Julián. Iré a pie. El ejercicio no me sentará mal. Después de tantos días de viaje por mar estoy muñéndome de ganas de pisar tierra firme.

Moviendo la cabeza, el criado dejó que su amo se le anticipara camino del rancho.

—Está todo muy cambiado —dijo César, mientras miraba a su alrededor—. Parece otro pueblo. Hay quien dice, Julián, que esto será algún día una ciudad más grande que Méjico. Quizás exageren. ¿Habéis guardado secreto lo del oro?

—Sí, nadie sabe nada. Esos yanquis se lanzarían sobre el oro como moscas sobre carne corrompida. Su padre no ha querido que se trabajen las minas; pero alguien ha hablado y tratan de quitarle el rancho.

César de Echagüe no hizo más comentarios. Cruzó Los Ángeles mirando distraídamente los grupos de norteamericanos recién llegados que se agolpaban en las tabernas viejas y nuevas, donde realizaban sus negocios entre grandes voces, risotadas y comentarios nada piadosos hacia los habitantes del lugar.

Algunos de los comentarios parecieron ir dirigidos contra el atildado César; pero éste, o no los oyó o hizo como que no los oía, y siguió caminando hacia el rancho, al cual llegó después del mediodía, seguido por Julián Martínez y por dos caballos que parecían muy satisfechos de lo fácil de su jornada.

—¿Por qué llegas tan tarde? —gruñó don César.

Su hijo le miró con expresión asustada y Julián se apresuró a contestar en vez de él:

—Estaba deseoso de caminar y vinimos a pie, mi amo.

—¿Es moda de París? —preguntó, mordientemente, Leonor.

—El caminar es muy higiénico —replicó César—. Vosotros no podéis saberlo.

—La comida está dispuesta —advirtió don César—. Supongo que desearás cambiar de ropa. Si recuerdas dónde está tu cuarto, encontrarás en él tu equipaje. Los peones se molestaron en tomar un atajo creyendo que tus pies tendrían alas. Dentro de media hora comeremos. Procura estar en la mesa.

—Bien, papito. Lo procuraré.

Seguido por una general mirada de abatimiento, César de Echagüe, heredero de un apellido cien veces glorioso, que se había destacado en cien o más batallas durante la reconquista española, que lució igualmente en la conquista de América, en cuyas principales acciones siempre hubo un Echagüe, en cuyo escudo familiar lucía esta orgullosa inscripción: «
De valor siempre hizo alarde la casa de los Echagüe
», subió lánguidamente por la escalera que conducía a las habitaciones superiores, de donde descendió veintiocho minutos después vestido con un traje gris lleno de adornos, cortado a la moda mejicano–californiana, o sea pantalón ajustado y abierto sobre el pie, dejando escapar abundancia de encajes; chaquetilla corta, con muchos botones y bordados en plata; camisa blanca, de pechera rizada, y corbata negra, que desaparecía dentro de la faja, también gris, que sujetaba los pantalones. Con aquel traje, el heredero de los Echagüe parecía, a la vez, más hombre, más fuerte y más débil. Había dejado de ser el lechuguino ciudadano para convertirse en algo quizá peor.

Durante la comida, a la que asistió Edmonds Greene, el joven hizo una demostración de bien comer que produjo casi un corte de digestión a su padre. Era maravilloso, y enfurecedor a la vez, verle ingerir las cosas más difíciles sin rozarlas con los dedos. Y todo culminó cuando se sirvió el postre, al demostrar, a los asombrados espectadores, que con tenedor y cuchillo es posible mondar una naranja y comerla sin tocarla ni un solo momento con las yemas de los dedos.

Después, mientras servían el café, César de Echagüe puso en práctica, ante las mujeres, una serie de juegos de salón de los que, según dijo, practicaba la alta sociedad cubana.

—¡Me das asco, hijo mío, verdadero asco! —rugió don César, alejándose para no estrangular a su hijo.

Y a Edmonds Greene, que le siguió con una excusa, le declaró:

—Si alguna vez un padre ha sufrido una decepción, ese padre soy yo, señor Greene. Confiaba en que mi hijo sería capaz de sacar adelante la nave de mis intereses en estos tiempos de mares tormentosos. Pero no va a poder ser. Me doy por vencido de antemano.

—No hable así, don César —dijo Greene—. Sabe que cuenta usted con mi apoyo y que mientras yo esté aquí nadie podrá despojarle de lo que es suyo. Hace tiempo que por mediación del cónsul español en Sacramento he enviado a pedir una copia jurada de los documentos que se guardan en el Archivo de Indias. No tardarán más de un año en llegar. Con esos documentos, que demuestran el derecho de los Echagüe a las tierras de San Antonio, nadie podrá quitarles nada.

—Pero si entretanto… —empezó don César.

—Entretanto no harán nada. Los procesos son lentos, y, si no lo fueran, yo me encargaría de que lo fuesen. Tenga la seguridad de que nadie le arrebatará lo que es suyo.

—Pero usted ya sabe el secreto de mis tierras. Lo que hay en ellas. Nunca he querido que se hiciera público; pero algunos criados, soltada la lengua por el aguardiente, pueden haber hablado. Sólo así se concibe ese afán de arrebatarme los terrenos.

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