—Una cosa quisiera pedirle —dijo.
—¿De qué se trata, señorita Harper?
—Vuelva en primavera. Vuelva en abril —añadió, contemplando las llamas.
—Me encantará.
—Los nomeolvides ya habrán florecido. Hay tantos que el césped parece de color azul pálido. Es una preciosidad, mi estación del año preferida. Beryl y yo solíamos recogerlos. ¿Los ha examinado alguna vez de cerca? ¿O acaso es como la mayoría de la gente que no les da ninguna importancia ni se fija en ellos por ser tan pequeños? Son una maravilla si los mira de cerca. Son bellísimos, como hechos de porcelana y pintados por la mano perfecta de Dios. Nos los poníamos en el cabello y en cuencos de agua por toda la casa, Beryl y yo. Tiene que prometerme que volverá en abril. Me lo promete, ¿verdad?
Se volvió a mirarme y me conmovió el sentimiento que reflejaban sus ojos.
—Sí, sí, por supuesto que sí —contesté con toda sinceridad.
—¿Tiene alguna preferencia especial para el desayuno? —me preguntó al levantarse.
—Cualquier cosa que prepare me irá bien.
—Hay de todo en el frigorífico —añadió—. Tome su copa de vino y le enseñaré su habitación.
Su mano se deslizó por el barandal mientras me acompañaba por la soberbia escalera de madera labrada que conducía al piso de arriba. No había luces en el techo sino simplemente lámparas de pie. La mohosa atmósfera era tan fría como la de una bodega.
—Yo estoy al otro lado del pasillo, tres puertas más abajo, si necesita algo —me dijo, acompañándome a un pequeño dormitorio.
Los muebles eran de caoba con incrustaciones de satín; de las paredes empapeladas de azul pálido colgaban varios lienzos al óleo de arreglos florales y una vista del río. La cama de dosel ya estaba preparada y tenía varias mantas. Una puerta abierta daba acceso a un cuarto de baño de mosaico. Se aspiraba olor a polvo y a moho, como si jamás se abrieran las ventanas y no hubiera más que recuerdos. Estaba segura de que nadie había dormido en aquella habitación desde hacía muchos años.
—En el primer cajón de la cómoda hay un camisón de franela, y en el baño encontrará toallas limpias y otros artículos de aseo —dijo la señorita Harper—. Ya lo tiene todo, ¿verdad?
—Sí, y muchas gracias —le contesté sonriendo—. Buenas noches.
Cerré la puerta y corrí el endeble pestillo. El camisón era la única prenda que había en la cómoda, junto con un saquito que ya había perdido el aroma. Todos los demás cajones estaban vacíos. En el cuarto de baño había un cepillo de dientes envuelto todavía en celofán, un tubito de dentífrico, una pastilla no usada de jabón con perfume a espliego y muchas toallas, tal como me había prometido la señorita Harper. La pila estaba tan seca como la tiza y, cuando abrí los grifos dorados, el agua salió de color herrumbre. Tardó una eternidad en salir limpia y lo bastante caliente como para que yo me atreviera a lavarme.
Me pareció que el camisón, viejo, pero limpio, era del mismo color azul pálido que el de los nomeolvides. Me acosté y me subí las mantas que olían a moho hasta la barbilla antes de apagar la lámpara. La almohada estaba muy llena y noté las plumas de su interior mientras la ahuecaba para darle una forma más cómoda. Totalmente despierta y con la nariz helada, me incorporé en la oscuridad de una habitación que sin duda habría sido ocupada por Beryl en otros tiempos y me terminé el vino. La casa estaba tan silenciosa que me pareció oír la profunda quietud de la nieve cayendo al otro lado de la ventana.
No me di cuenta de que me quedaba dormida, pero, cuando abrí los párpados, el corazón me latía violentamente y temía moverme. No podía recordar la pesadilla. Al principio, no sabía dónde estaba ni si el ruido que oía era de verdad. El grifo del cuarto de baño goteaba lentamente. El entarimado del otro lado de la puerta cerrada de mi dormitorio volvió a crujir.
Mi mente corrió a través de una carrera de obstáculos de posibilidades: El descenso de la temperatura estaba provocando el crujido de la madera. Ratones. Alguien avanzaba muy despacio por el pasillo. Agucé el oído, conteniendo la respiración mientras unos pies calzados con zapatillas pasaban por delante de mi puerta cerrada. La señorita Harper, pensé. Me pareció que bajaba a la planta baja. Me debí de pasar una hora dando vueltas en la cama. Al final, encendí la lámpara y me levanté. Eran las tres y media de la madrugada y no había ninguna esperanza de que pudiera volver a dormirme. Temblando de frío bajo mi camisón prestado, me eché sobre los hombros el abrigo, descorrí el pestillo de la puerta y avancé por el pasillo tan negro como la pez hasta que distinguí la oscura forma del curvado barandal en lo alto de la escalera.
El gélido vestíbulo de la entrada estaba iluminado por la luz de la luna que penetraba a través de dos ventanitas situadas una a cada lado de la puerta principal. Había cesado de nevar y habían salido las estrellas; tres ramas y un arbusto sin forma aparecían totalmente blancos de escarcha. Entré sigilosamente en la biblioteca, atraída por la promesa del calor del fuego de la chimenea.
La señorita Harper estaba sentada en el sofá con una manta a su alrededor. Contemplaba las llamas y tenía las mejillas mojadas de lágrimas que no se había molestado en enjugarse. Carraspeé y la llamé suavemente para no sobresaltarla.
No se movió.
—¿Señorita Harper? —repetí, levantando un poco más la voz—. La he oído bajar...
Estaba reclinada contra el curvado respaldo del sofá, contemplando las llamas sin parpadear. La cabeza le cayó hacia un lado cuando me senté en el sofá y le comprimí el cuello con los dedos. Estaba muy caliente, pero no tenía pulso. Tendiéndola sobre la alfombra, empecé a practicarle el boca a boca y a aplicarle masajes en el esternón, tratando de infundir nueva vida a sus pulmones y de lograr que su corazón volviera a latir. No sé cuánto tiempo transcurrió. Cuando al final me di por vencida, tenía los labios entumecidos, me temblaban los músculos de la espalda y los brazos y todo mi cuerpo se estremecían de pies a cabeza.
Los teléfonos aún estaban averiados. No podía llamar a nadie. No podía hacer nada. Me acerqué a la ventana de la biblioteca, separé las cortinas y contemplé a través de las lágrimas la increíble blancura iluminada por la luna. Más allá, el río era de color negro y no se veía nada al otro lado. Conseguí colocar el cuerpo nuevamente en el sofá y lo cubrí cuidadosamente con la manta mientras el fuego de la chimenea se iba apagando y la niña del cuadro se perdía en las sombras. La muerte de Sterling Harper me había pillado por sorpresa, dejándome totalmente aturdida. Me senté en la alfombra delante del sofá y contemplé cómo se moría el fuego.
Tampoco podía devolverle la vida. En realidad, ni siquiera lo intenté.
Yo no lloré cuando mi padre murió. Llevaba enfermo tantos años que me había convertido en una experta en la cauterización de las emociones. Lo vi en la cama durante casi toda mi infancia. Cuando al final murió en casa una tarde, el terrible dolor de mi madre me condujo a un grado todavía más alto de distanciamiento y, desde aquella posición de ventaja aparentemente más segura, logré perfeccionar el arte de contemplar el hundimiento de mi familia.
Con aquellas reservas aparentemente inagotables, fui testigo de la anarquía que se produjo entre mi madre y mi hermana menor Dorothy, la cual había sido una consumada narcisista y una irresponsable desde el día en que nació.
Me aparté en silencio de los gritos, las discusiones y las peleas mientras trataba de sobrevivir en mi fuero interno. Lejos de las guerras domésticas, me pasaba el rato bajo la protección de las monjas franciscanas después de las clases o bien en la biblioteca, donde empecé a percatarme de la precocidad de mi mente y de las recompensas que ello me podía reportar. Destacaba en ciencias y me intrigaba la biología humana. A los quince años, estudiaba por mi cuenta la
Anatomía
de Gray, la cual se convirtió en un elemento imprescindible de mi autodidactismo y en el receptáculo de mi epifanía. Abandonaría Miami para ir a la universidad. En una época en que las mujeres eran maestras, secretarias y amas de casa, yo iba a ser médica.
En el instituto sacaba sobresalientes, jugaba al tenis y leía durante las vacaciones y los veranos mientras mi familia seguía luchando cual unos veteranos de la Confederación sureña en un mundo ya ganado definitivamente por el Norte. No me interesaba salir con chicos y tenía muy pocos amigos. Fui la primera de la promoción y me matriculé en la universidad de Cornell con una beca, después pasé a la facultad de Medicina de la Johns Hopkins y a la de Derecho en Georgetown, desde donde regresé a la Hopkins para hacer mi internado en la especialidad de patología. No acababa de darme cuenta de lo que hacía. La carrera en la que me había embarcado me devolvería constantemente al escenario del terrible delito de la muerte de mi padre. Desarmará la muerte y la volverá a armar miles de veces. Dominará sus claves y las llevará a los tribunales. Desentrañará todos sus entresijos. Pero nada de todo ello devolverá la vida a mi padre y la niña que llevaba dentro jamás deberá llorar su muerte.
Los rescoldos se movieron en la chimenea y yo me adormilé a ratos.
Horas más tarde los detalles de mi prisión empezaron a perfilarse en la fría y azulada atmósfera del amanecer. Sentí una punzada de dolor en la espalda y las piernas cuando me levanté rígidamente y me acerqué a la ventana. El sol era un pálido huevo sobre el río gris pizarra y los negros troncos de los árboles se recortaban contra la blancura de la nieve. El fuego se había apagado y dos preguntas pulsaban en lo más hondo de mi febril cerebro. ¿Hubiera muerto la señorita Harper de no haber estado yo allí? Qué cómodo morir estando yo en la casa. ¿Por qué bajó a la biblioteca? Me la imaginé bajando la escalera, poniendo un tronco en la chimenea y acomodándose en el sofá. Mientras contemplaba las llamas, se le había parado el corazón. ¿O fue tal vez el retrato lo que contempló por última vez?
Encendí todas las lámparas. Acercando una silla a la chimenea, me subí a ella y descolgué el cuadro, sacándolo de los ganchos que lo sostenían. De cerca no resultaba tan inquietante y el efecto total se disgregaba en sutiles matices de color y suaves pinceladas de espesa pintura al óleo. El polvo se desprendió del lienzo mientras yo lo bajaba y lo depositaba en el suelo.
No había firma ni fecha y no era tan antiguo como yo había supuesto. Los colores se habían oscurecido deliberadamente para que pareciera antiguo y no se veía la menor grieta.
Le di la vuelta y examiné el papel marrón de la parte posterior. En su centro había un sello dorado con el nombre de una tienda de marcos y molduras de Williamsburg. Tomé nota de él y volví a colgar el cuadro. Después, me agaché delante de la chimenea y removí los rescoldos con un lápiz que había sacado de mi bolso. Los carbonizados trozos de leña estaban cubiertos por una fina capa de blanca ceniza que se desintegró como una telaraña. Debajo vi una especie de bulto que parecía plástico fundido.
—No se ofenda, doctora —dijo Marino, haciendo marcha atrás para salir del parking—, pero tiene usted una pinta espantosa.
—Muchas gracias —musité.
—Ya le he dicho que no se ofenda. Supongo que no habrá dormido mucho esta noche.
Al ver que no aparecía por la mañana para la práctica de la autopsia de Cary Harper, Marino llamó inmediatamente a la policía de Williamsburg. A media mañana dos tímidos oficiales se presentaron en la mansión, hundiendo las cadenas de su vehículo en la suave y espesa nieve. Tras una deprimente serie de preguntas sobre las circunstancias de la muerte de Sterling Harper, el cuerpo fue colocado en una ambulancia para su traslado a Richmond y los oficiales me acompañaron a la jefatura de Williamsburg donde me atiborraron de café y donuts hasta que Marino acudió a recogerme.
—Yo no hubiera podido quedarme toda la noche en aquella casa —añadió Marino—. No me hubiera importado soportar una temperatura de cinco bajo cero. Hubiera preferido que se me congelara el trasero antes que pasar la noche con un fiambre...
—¿Sabe dónde está Princess Street? —pregunté, interrumpiéndole.
—¿Qué tiene de particular?
Sus gafas reflectantes se volvieron a mirarme.
La nieve era como fuego blanco bajo el sol y las calles se estaban convirtiendo rápidamente en un lodazal.
—Me interesa un establecimiento del cinco cero siete —contesté, dándole a entender que esperaba que me acompañara hasta allí.
El edificio se encontraba casi en el centro histórico entre otros edificios comerciales de Merchants Square. En un parking recién inaugurado había apenas unos doce automóviles con la capotas cubiertas de nieve. Lancé un suspiro de alivio al ver que la Galería y Taller de Marcos The Village estaba abierta.
Marino no hizo preguntas cuando bajé. Probablemente intuyó que no estaba de humor para contestar en aquel momento. Sólo había un cliente en la galería, un joven vestido con un abrigo negro que estaba examinando con aire distraído unas litografías mientras una mujer de largo cabello rubio trabajaba con una calculadora detrás de un mostrador.
—¿La puedo ayudar en algo? —preguntó la rubia mirándome con indiferencia.
La fría expresión dubitativa con la cual me miró me hizo comprender que mi pinta debía de ser efectivamente espantosa. Me había quedado dormida con el abrigo puesto. Tenía el cabello totalmente desgreñado. Levantando la mano con gesto cohibido para alisarme un mechón, me di cuenta de que había perdido un pendiente. Me identifiqué ante la mujer, mostrándole la carterita negra que contenía mi placa de forense.
—Eso depende del tiempo que lleve trabajando aquí —contesté.
—Llevo dos años —me dijo.
—Me interesa un cuadro que este taller enmarcó probablemente antes de que usted empezara a trabajar aquí —le dije—. Un retrato que debió de traer Cary Harper.
—Oh, Dios mío. Me he enterado por la radio esta mañana. Sé lo que le ha pasado. Oh, Dios mío, qué horrible —añadió gimoteando—. Tendrá que hablar con el señor Hilgeman.
Se retiró para ir en su busca y en seguida apareció el señor Hilgeman, un distinguido caballero vestido con un traje de
tweed
, el cual me dijo en términos inequívocos:
—Cary Harper lleva años sin visitar esta casa y aquí nadie le conocía muy bien, por lo menos que yo sepa.
—Señor Hilgeman —dije—, sobre la repisa de la chimenea de la biblioteca de Cary Harper hay un retrato de una jovencita rubia. Lo enmarcaron en su tienda, probablemente hace muchos años. ¿Lo recuerda usted?