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Authors: Patricia Cornwell

Tags: #novela negra

El cuerpo del delito (17 page)

BOOK: El cuerpo del delito
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—¿Estaba abierta la portezuela del conductor cuando usted llegó? —pregunté.

—No, señora —contestó Poteat—. Las llaves del vehículo están en el suelo, como si él las tuviera en la mano en el momento de bajar. Tal como ya le he dicho, no hemos tocado nada, estábamos esperando que usted viniera o que el tiempo nos obligara a tomar una determinación. Va a llover —añadió, contemplando la capa de densas nubes—. E incluso podría nevar. No hay ninguna señal de perturbación en el interior del vehículo, ninguna señal de lucha. Suponemos que el atacante le esperaba oculto entre los arbustos. Lo único que puedo decirle es que ocurrió con mucha rapidez, doctora. Su hermana dice que desde el interior de la casa no oyó ningún disparo ni nada.

Le dejé conversando con Marino, me agaché para pasar por debajo de la cinta y me acerqué al Rolls-Royce mirando instintivamente por donde pisaba. El automóvil estaba aparcado en paralelo, a menos de tres metros de los peldaños de la entrada posterior, con la puerta del lado del conductor mirando hacia la casa. Rodeé el capó, con su característico emblema, me detuve y saqué la cámara.

Cary Harper se encontraba tendido boca arriba con la cabeza a pocos centímetros del neumático delantero del automóvil. El guardabarros blanco estaba sucio y manchado de sangre y su jersey beige de punto aparecía casi totalmente teñido de rojo. No lejos de su cadera había un llavero. Bajo el resplandor de los focos, todo lo que se veía estaba pegajoso y manchado de un rojo brillante. El cabello blanco de la víctima estaba ensangrentado, y tanto en el rostro como en el cuero cabelludo se observaban numerosas heridas causadas por los fuertes golpes de un objeto contundente que le había rasgado la piel. La garganta aparecía cortada de oreja a oreja y dondequiera que se posara el haz de la linterna se veían perdigones tan brillantes como cuentas de peltre. Había centenares de ellos sobre su cuerpo y a su alrededor e incluso había unos cuantos diseminados por el capó del automóvil. Los perdigones no se habían disparado con arma de fuego.

Me desplacé para tomar fotografías y después me agaché y saqué el largo termómetro químico, que introduje con cuidado bajo el jersey de la víctima y alojé en su axila izquierda. La temperatura corporal era de treinta y dos grados y la del ambiente de uno sobre cero. El cuerpo se estaba enfriando a la rápida velocidad de tres grados por hora porque el frío era muy intenso y Harper no estaba grueso ni iba fuertemente abrigado. El
rigor mortis
ya se había instalado en los músculos más pequeños. Calculé que debía de llevar menos de dos horas muerto.

A continuación, empecé a buscar algún posible vestigio que quizá no pudiera superar el traslado al depósito de cadáveres. Las fibras, los cabellos o cualquier otro resto adherido a la sangre podían esperar. Me preocupaban más bien las cosas sueltas. Estaba examinando lentamente el cuerpo y la zona que lo rodeaba cuando el estrecho haz luminoso se detuvo en algo situado muy cerca del cuello de la víctima. Me incliné sin tocar nada y me llamó la atención un pequeño bulto verdoso que parecía plastilina en el que se hallaban incrustados varios perdigones. Lo estaba guardando todo con cuidado en un sobre de plástico cuando se abrió la puerta posterior de la casa y me vi contemplando directamente los aterrorizados ojos de una mujer, de pie en el vestíbulo, al lado de un oficial de la policía que sostenía en su mano una tablilla metálica con un sujetapapeles. La puerta se cerró suavemente.

Las pisadas que se acercaban pertenecían a Marino y Poteat. Ambos se agacharon para pasar por debajo de la cinta y en seguida se les unió el oficial de la tablilla. La puerta volvió a cerrarse muy despacio.

—¿Se quedará alguien con ella? —pregunté.

—Por supuesto —contestó el oficial de la tablilla mientras el aliento se escapaba de su boca como una nube de humo—. La señorita Harper tiene una amiga que viene ahora mismo; dice que no nos preocupemos. Dejaremos un par de unidades en las cercanías para asegurarnos de que el tipo no regresa y repite el número.

—¿Qué estamos buscando? —me preguntó Poteat.

Se introdujo las manos en los bolsillos de la chaqueta y encorvó los hombros para protegerse del frío. Unos copos de nieve tan grandes como monedas de cuarto de dólar estaban empezando a caer en espiral.

—Más de un arma —contesté—. Las lesiones de la cabeza y el rostro han sido provocadas por un objeto contundente —las señalé con un ensangrentado dedo enguantado—. Está claro que la herida del cuello se ha infligido con un objeto cortante. En cuanto a los perdigones, he visto que no están deformados y no parece que ninguno de ellos penetrara en el cuerpo.

Marino contempló perplejo los perdigones diseminados por todas partes.

—Ésa fue mi impresión —dijo Poteat asintiendo con la cabeza—. No parecía que se hubiera efectuado un disparo, pero no estaba seguro. Por consiguiente, no deberíamos buscar una escopeta. ¿Un cuchillo y tal vez algo así como una herramienta para cambiar neumáticos?

—Tal vez, pero no necesariamente —contesté—. Lo único que puedo decirle ahora mismo con certeza es que el cuello fue cortado con algo afilado y que la víctima fue golpeada con un objeto romo y alargado.

—Eso podrían ser muchas cosas, doctora —dijo Poteat, frunciendo el ceño.

—Sí, podrían ser muchas cosas —convine.

Aunque tenía mis sospechas a propósito de los perdigones, me abstuve de hacer conjeturas, porque la experiencia me había dado muchas lecciones. Los comentarios se interpretaban a menudo al pie de la letra y una vez, en el escenario de un delito, los policías pasaron de largo por delante de una aguja de tapicería ensangrentada que había en el salón del domicilio de la víctima porque yo había dicho que el arma «podía ser» un punzón de picar hielo.

—El equipo puede retirar el cuerpo —anuncié, quitándome los guantes.

Envolvieron a Harper en una limpia sábana blanca y lo introdujeron en una bolsa corporal de cierre por cremallera. Me acerqué a Marino y observé cómo la ambulancia bajaba lentamente por la oscura y desierta calzada. No llevaba luces ni hacía sonar la sirena... No hace falta darse prisa cuando se traslada a los muertos. La nieve caía con más fuerza y cuajaba en el suelo.

—¿Se va usted? —preguntó Marino.

—¿Qué va a hacer, volver a seguirme? —repliqué sin sonreír.

Marino contempló el viejo Rolls-Royce en medio del círculo de lechosa luz al borde de la calzada. Los copos de nieve se derretían cuando caían en la zona de grava mojada por la sangre de Harper.

—No la seguía —dijo con la cara muy seria—. Recibí el mensaje de la radio cuando ya casi estaba de vuelta en Richmond...

—¿Casi de vuelta en Richmond? —pregunté, interrumpiéndole—. ¿Casi de vuelta de dónde?

—De aquí —contestó Marino, rebuscando las llaves en su bolsillo—. Descubrí que Harper visitaba habitualmente la Culpeper's Tavern y decidí ir a charlar un rato con él. Estuve con él una media hora, antes de que prácticamente me mandara al carajo y se largara. Me fui y, cuando me encontraba a unos veinticinco kilómetros de Richmond, Poteat me envía un mensaje y me comunica lo ocurrido. Doy media vuelta, reconozco su automóvil y me sitúo detrás para asegurarme de que no se perdiera.

—¿Me está usted diciendo que estuvo efectivamente hablando con Harper esta noche en la taberna? —pregunté con asombro.

—Pues sí —contestó Marino—. Después me deja plantado y unos cinco minutos más tarde lo hacen picadillo. Tendré que reunirme con Poteat —añadió inquieto y nervioso mientras se dirigía a su automóvil—, a ver qué consigo averiguar. Y vendré mañana por la mañana para echar un vistazo al lugar, si usted no tiene inconveniente.

Se alejó, sacudiéndose la nieve del cabello. Ya había desaparecido cuando giré la llave de encendido del Plymouth.

Los limpiaparabrisas eliminaron una fina capa de nieve y se detuvieron en el centro del parabrisas. El motor de mi automóvil oficial hizo un último y débil intento antes de convertirse en el segundo cadáver de la noche.

La biblioteca de los Harper era una acogedora y vibrante estancia decorada con alfombras persas y muebles antiguos labrados en maderas preciosas. Estaba casi segura de que el sofá era de estilo Chippendale; yo jamás había acariciado, y tanto menos me había sentado en una auténtica pieza Chippendale. El alto techo estaba adornado con complicadas molduras rococó y las paredes estaban enteramente cubiertas de libros, casi todos ellos encuadernados en cuero. Directamente delante de mí, había una chimenea muy bien provista de troncos partidos.

Inclinándome hacia adelante, extendí las manos hacia el fuego y seguí estudiando el retrato al óleo que colgaba encima de la repisa. La retratada era una encantadora jovencita de largo cabello muy rubio vestida de blanco y sentada en un pequeño banco, que sujetaba entre las manos, sobre su regazo, un cepillo de plata para el cabello. Irradiaba un tenue brillo en medio del creciente calor y mantenía los pesados párpados entornados y los húmedos labios entreabiertos, en tanto que el profundo escote de su vestido dejaba entrever un delicado busto apenas desarrollado y tan blanco como la porcelana. Me estaba preguntando por qué razón se exhibía aquel retrato en lugar tan destacado cuando la hermana de Cary Harper entró y cerró la puerta tan sigilosamente como la había abierto.

—He pensado que eso la ayudará a entrar en calor —me dijo, ofreciéndome una copa de vino.

Dejó la bandeja en una mesita auxiliar y se sentó en el rojo almohadón de terciopelo de un sillón barroco, colocando los pies a un lado tal como se les enseña a hacer a las señoritas bien educadas en presencia de un caballero.

—Gracias —dije, volviendo a disculparme.

La batería de mi automóvil oficial ya no pertenecía a este mundo y los cables de empalme no la iban a resucitar. La policía había solicitado por cable el envío de una grúa y me habían prometido llevarme a Richmond en cuanto terminara su trabajo en el lugar de los hechos. No tenía más alternativa que permanecer de pie bajo la nieve o quedarme una hora sentada en el interior de un coche patrulla. Por consiguiente, llamé a la puerta de atrás de la señorita Harper.

La señorita Harper tomó un sorbo de vino y contempló el fuego con aire ausente. Como los costosos objetos que la rodeaban, su apariencia era muy bella; yo pensé que era una de las mujeres más elegantes que en mi vida hubiera visto. El cabello le enmarcaba suavemente el aristocrático rostro y su esbelta y bien formada figura vestía un jersey beige de cuello cisne y una falda de pana. Contemplando a Sterling Harper, la palabra «solterona» ni siquiera se me pasó por la imaginación.

Permaneció en silencio mientras la nieve besaba las frías ventanas y el viento gemía alrededor de los aleros. Yo no acertaba a comprender que alguien pudiera vivir solo en aquella casa.

—¿Tiene algún pariente? —pregunté.

—Todos han muerto —contestó.

—Lo siento, señorita Harper...

—Mire, le ruego que no vuelva a decir eso, doctora Scarpetta.

La enorme esmeralda de su sortija brilló bajo la luz de las llamas mientras levantaba la copa. Sus ojos se clavaron en mí. Recordé el horror de aquellos ojos cuando ella abrió la puerta mientras yo examinaba el cuerpo de su hermano. Ahora se había serenado considerablemente.

—Cary lo sabía —comentó súbitamente—. Supongo que lo que más me sorprende es la forma en que ha ocurrido. No pensaba que alguien tuviera el atrevimiento de esperarle cerca de la casa.

—¿Y usted no oyó nada? —pregunté.

—Oí el rumor del automóvil de mi hermano. Y después ya no oí nada más. Al ver que no entraba en la casa, abrí la puerta por si le hubiera ocurrido algo. Inmediatamente llamé al 911.

—¿Sabe si visitaba algún otro local aparte del Culpeper's? —pregunté.

—No, ninguno. Pero iba al Culpeper's todas las noches —contestó la señorita Harper, apartando la mirada—. Yo siempre le decía que no fuera, le advertía de los peligros de hoy en día. Porque él siempre llevaba dinero encima y ofendía con mucha facilidad a la gente. Nunca permanecía mucho rato en la taberna. Una o dos horas todo lo más. Me decía que era para inspirarse, para mezclarse con el hombre corriente. Cary ya no tenía nada más que decir después de
La esquina mellada.

Yo había leído el libro en la universidad de Cornell y recordaba tan sólo las impresiones: un despiadado Sur rebosante de violencia, incestos y racismo, visto a través de los ojos de un joven escritor criado en una granja de Virginia. Recordaba que me había deprimido.

—Mi hermano era uno de esos desdichados talentos que sólo pueden crear un libro —añadió la señorita Harper.

—Ha habido otros excelentes escritores como él —dije.

—Sólo vivió lo que se vio obligado a vivir cuando era más joven —prosiguió diciendo en el mismo tono apagado—. Después se convirtió en un hombre vacío que llevaba una existencia apaciblemente desesperada. Intentaba escribir y hacía salidas en falso que posteriormente arrojaba al fuego, contemplando enfurecido cómo ardían las páginas. Después vagaba por la casa como un toro enfurecido hasta que volvía a intentarlo de nuevo. Eso es lo que ha ocurrido durante tantos años, que ya ni me acuerdo.

—Me parece usted tremendamente dura con su hermano —comenté en voz baja.

—Soy tremendamente dura conmigo misma, doctora Scarpetta —replicó ella, mirándome a los ojos—. Cary y yo estamos cortados por el mismo patrón. La diferencia es que yo no me siento obligada a analizar lo que no se puede cambiar. Él se pasaba el rato ahondando en su naturaleza, su pasado y las fuerzas que lo habían configurado. Eso le permitió ganar un Pulitzer. En cuanto a mí, he optado por no luchar contra lo que siempre ha estado muy claro.

—¿Y qué es?

—La familia Harper, estéril tras haberse reproducido en exceso, ha llegado al final de su linaje. Ya no habrá nadie más después de nosotros —dijo.

El vino era un barato borgoña de fabricación casera, seco y con un ligero regusto metálico. ¿Cuánto tardaría la policía en terminar? Me parecía haber oído el rumor de un camión hacía un rato. La grúa que venía a retirar mi vehículo.

—Acepté el destino que me había tocado en suerte de cuidar de mi hermano y de ayudar a la familia en su camino hacia la extinción —dijo la señorita Harper—. Echaré de menos a Cary sólo porque era mi hermano. No mentiré diciendo que era maravilloso. —Volvió a tomar un sorbo de vino.— Estoy segura de que le debo de parecer muy fría.

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