Read El cuerpo del delito Online

Authors: Patricia Cornwell

Tags: #novela negra

El cuerpo del delito (33 page)

BOOK: El cuerpo del delito
13.81Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Tras aparcar en la zona reservada a las visitas, entré en el vestíbulo decorado con muebles Victorianos, alfombras orientales y pesados cortinajes, cuyas barrocas sobrepuertas aparecían un tanto deterioradas. Estaba a punto de anunciarme a la recepcionista cuando oí que alguien pronunciaba mi nombre a mi espalda. —¿Doctora Scarpetta?

Al volverme, vi a un negro alto y delgado vestido con un traje azul marino de corte europeo. Tenía el cabello entrecano, unos pronunciados pómulos y una frente aristocráticamente despejada.

—Soy Warner Masterson —me dijo, esbozando una ancha sonrisa mientras me tendía la mano.

Estaba preguntándome si le habría conocido en alguna otra parte cuando él me explicó que me había identificado a través de las fotografías de la prensa y las imágenes de la televisión, cosas ambas de las cuales gustosamente yo hubiera prescindido.

—Vamos a mi despacho —dijo amablemente—. Espero que no esté muy cansada del viaje. ¿Puedo ofrecerle algo de beber? ¿Café? ¿Un refresco?

Todo ello me lo dijo sin dejar de caminar mientras yo procuraba seguir el ritmo de sus grandes zancadas. Una significativa porción de la raza humana no tiene ni idea de lo que es estar pegado a unas piernas cortas, cosa que a mí me obliga a caminar constantemente como una pobre carretilla en un mundo dominado por los trenes expresos. El doctor Masterson ya se encontraba en el otro extremo de un largo pasillo alfombrado cuando, al final, se le ocurrió mirar a su alrededor. Deteniéndose junto a una puerta, esperó hasta que yo le diera alcance y entonces me hizo pasar. Me acomodé en un sillón mientras él se sentaba detrás de su escritorio y empezaba a llenar de tabaco una costosa pipa de raíz de brezo.

—Huelga decir, doctora Scarpetta —dijo el doctor Masterson con su pausada y culta forma de hablar mientras abría una gruesa carpeta—, que estoy desolado por la muerte de Al Hunt.

—¿Le sorprende? —le pregunté.

—No del todo.

—Me gustaría revisar el caso mientras hablamos —dije.

Vaciló lo suficiente cómo para que yo estuviera a punto de recordarle mis derechos legales a examinar los archivos.

—Por supuesto —dijo, esbozando una sonrisa al tiempo que me entregaba la carpeta.

Abrí un sobre de cartulina y empecé a examinar su contenido mientras el azulado humo de la pipa llegaba hasta mí en aromáticas vaharadas. El informe del ingreso y el examen físico de Al Hunt eran de pura rutina. El joven gozaba de excelente salud cuando ingresó en el centro un diez de abril por la mañana once años atrás. Los detalles del examen mental ya eran otra cosa.

—¿Se encontraba en estado catatónico cuando ingresó? —pregunté.

—Profundamente deprimido y apático —contestó el doctor Masterson—. No nos pudo decir por qué estaba aquí. No nos pudo decir nada. Le faltaba la energía emocional necesaria para responder a las preguntas. Observará usted en el historial que no pudimos someterle ni al Standford-Binet ni al IMPM y que tuvimos que repetir los tests en una fecha posterior.

Los resultados constaban en la ficha. La puntuación de Al Hunt en el test de inteligencia Standford-Binet había sido de 130 más o menos, lo cual demostraba que su problema no era de carácter intelectivo. En cuanto al Inventario Multifásico de Personalidad de Minnesota, el joven no cumplía los requisitos para encuadrarle en la esquizofrenia ni en una perturbación mental de carácter orgánico. Según el dictamen del doctor Masterson, Al Hunt padecía «un trastorno de tipo esquizoide con rasgos de personalidad semianormal que se manifestó a través de una breve psicosis reactiva cuando se cortó las muñecas con un cuchillo de mesa tras encerrarse en el cuarto de baño». Fue un gesto suicida y las superficiales heridas constituyeron una llamada de socorro contra un serio intento de quitarse la vida. Su madre lo llevó a toda prisa a la sala de urgencias de un cercano hospital donde le cosieron las heridas y le dieron de alta. A la mañana siguiente, ingresó en el Valhalla. Una entrevista con la señora Hunt reveló que el incidente había sido provocado por la actitud de su marido, el cual «había perdido los estribos» con Al durante la cena. —Al principio —prosiguió diciendo el doctor Masterson—, Al se negaba a participar en las sesiones de terapia ocupacional de grupo y en las fruiciones sociales a las que los pacientes deben asistir. Su respuesta a la medicación antidepresiva fue muy escasa y, durante nuestras sesiones, apenas conseguía sacarle una palabra.

Al ver que no se registraba ninguna mejora al cabo de la primera semana, explicó el doctor Masterson, se consideró la posibilidad de someterle a un tratamiento electroconvulsivo, algo equivalente a reprogramar un ordenador en lugar de establecer la causa de los errores. Aunque el resultado final puede ser una saludable reconexión de los senderos cerebrales, una especie de reordenación, por así decirlo, los «microbios» de formateo que han causado el problema se olvidarán inevitablemente y, en muchos casos, se perderán para siempre. Por regla general, el TEC no es el tratamiento idóneo en los jóvenes.

—¿Lo sometieron al TEC? —pregunté tras comprobar que en la ficha no se mencionaba nada al respecto.

—No. Cuando ya estaba llegando a la conclusión de que no habría más remedio que hacerlo, una mañana ocurrió un pequeño milagro durante una sesión de psicodrama.

El psiquiatra hizo una pausa para volver a encender la pipa.

—Explíqueme el psicodrama tal y como se desarrolló en aquel caso —dije.

—Algunos procedimientos se hacen de memoria y son como ejercicios de precalentamiento, por así decirlo. Durante aquella sesión, colocamos a los pacientes en fila y les pedimos que imitaran a las flores. Tulipanes, narcisos, margaritas, cualquier cosa que se les ocurriera, que cada uno se doblara a su gusto para evocar la flor que hubiera elegido. Está claro que la elección del paciente revela muchas cosas. Fue la primera vez que Al Hunt participaba en una sesión. Entrelazó los brazos e inclinó la cabeza —el doctor Masteron repitió los gestos y yo pensé que, más que una flor, parecía un elefante—. Cuándo el terapeuta le preguntó qué flor era aquélla, contestó:

»—Un pensamiento.

No dije nada mientras experimentaba una oleada de creciente compasión por aquel joven desaparecido al que estábamos evocando en aquellos momentos.

—Como es lógico, nuestra primera reacción fue suponer que se trataba de una referencia a la opinión que su padre tenía de él —explicó el doctor Masterson, limpiándose las gafas con un pañuelo—. Burlonas alusiones a los rasgos afeminados del joven y a su fragilidad. Pero era algo más que eso. —Volviéndose a poner las gafas, Masterson me miró fijamente.— ¿Tiene usted alguna idea de las asociaciones cromáticas de Al?

—Muy vaga.

—El pensamiento es también un color.

—Sí. Un morado o violeta muy intenso —convine yo.

—Es lo que se obtiene si se mezcla el azul de la depresión con el rojo de la ira. El color de las magulladuras y del dolor. El color de Al. Es el color que, según él, irradiaba su alma.

—Un color apasionado —dije yo—. Muy profundo.

—Al Hunt era un joven muy profundo, doctora Scarpetta. ¿Sabe usted que se consideraba vidente?

—No muy bien —contesté con inquietud.

—En su pensamiento mágico se incluían la clarividencia, la telepatía y la superstición. Huelga decir que todas estas características se intensificaban en los momentos de extrema tensión, durante los cuales él creía poder leer los pensamientos de las personas.

—¿Y podía hacerlo realmente?

—Era un joven muy intuitivo. —El doctor Masterson volvió a sacar el encendedor.— Tengo que decir que sus intuiciones eran a menudo acertadas, y ése era uno de sus problemas. Intuía lo que los demás pensaban o sentían, y a veces parecía poseer un inexplicable conocimiento
a priori
de lo que éstos harían o ya habían hecho. La dificultad estribaba en el hecho de que, tal como yo le mencioné brevemente durante nuestra conversación telefónica, Al proyectaba sus percepciones y las llevaba demasiado lejos. Se perdía en los demás, se alteraba y se volvía paranoico porque su personalidad era muy frágil. Como el agua, tendía a adquirir la forma de aquello que lo contenía. Para utilizar un lugar común, se identificaba con el universo.

—Una cosa muy peligrosa —observé yo. —Por no decir algo mucho peor. Al ha muerto. —¿Está usted diciendo que sentía empatia? —Sin duda.

—Eso no concuerda demasiado con el diagnóstico —dije—. Los individuos con trastornos de la personalidad de tipo semianormal no suelen sentir nada por los demás.

—Claro, pero eso formaba parte de su pensamiento mágico, doctora Scarpetta. Al atribuía sus trastornos sociales y ocupacionales a lo que él consideraba una irreprimible empatía con los demás. Creía sinceramente sentir e incluso experimentar el dolor de los demás y conocer sus mentes, tal como ya le he dicho. De hecho, Al Hunt estaba socialmente aislado.

—El personal del hospital Metropolitas ha señalado que solía mostrarse muy amable con los pacientes durante el período en que estuvo allí como enfermero —dije.

—Y no me extraña —replicó el doctor Masterson—. Trabajaba como enfermero en la sala de urgencias. Jamás hubiera soportado una unidad de cuidados intensivos. Al era capaz de ser muy amable siempre y cuando no tuviera que intimar con nadie y no se viera obligado a estrechar lazos con nadie.

—Lo cual explica por qué consiguió un diploma, pero después no pudo desenvolverse en un ambiente de terapia psicoterapéutica —apunté.

—Exactamente.

—¿Qué me puede decir de las relaciones con su padre?

—Fueron unas relaciones desequilibradas y despóticas —contestó el psiquiatra—. El señor Hunt era un nombre duro e inflexible. La idea que él tenía de la educación de un hijo consistía en golpearle y maltratarle para convertirlo en un hombre. Y Al carecía de la resistencia emocional necesaria para soportar las intimidaciones, los malos tratos y el adiestramiento mental que, según su padre, le servirían de preparación para poder enfrentarse con la vida. Todo ello obligó al chico a pasarse al bando de su madre, donde la imagen de sí mismo se fue confundiendo progresivamente. Seguramente no se sorprenderá, doctora Scarpetta, si le digo que muchos varones homosexuales son hijos de unos bestias que andan por ahí con armeros en las furgonetas y pegatinas con banderas del ejército confederado.

Me vino a la mente Marino. Sabía que tenía un hijo ya crecido. Hasta aquel momento, jamás se me había ocurrido pensar que Marino nunca hablara de su único hijo, el cual vivía en no sé qué sitio del Oeste.

—¿Está usted insinuando que Al era homosexual?

—Estoy insinuando que era una persona demasiado insegura y que su complejo de inferioridad era demasiado hondo como para que pudiera reaccionar ante una persona o establecer cualquier tipo de relación íntima con alguien. Que yo sepa, jamás tuvo un encuentro homosexual.

El doctor Masterson miró con expresión impenetrable por encima de mi cabeza mientras daba una chupada a la pipa.

—¿Qué ocurrió en el psicodrama de aquel día, doctor Masterson? ¿Cuál fue el pequeño milagro que usted ha mencionado? ¿La imitación de un pensamiento? ¿Fue eso?

—Empezó a destaparse —me contestó—. Pero el milagro, si usted quiere, fue un explosivo y acalorado diálogo con su padre, al cual imaginó sentado en una silla en el centro de la estancia. A medida que el diálogo se intensificaba, el terapeuta se dio cuenta de lo que estaba pasando, se acomodó en la silla y empezó a interpretar el papel del padre de Al. En determinado momento, el joven se dejó arrastrar hasta tal punto por la situación, que alcanzó casi un estado hipnótico, no pudo separar lo real de lo imaginario y, al final, toda su cólera estalló de repente.

—¿Cómo se manifestó? ¿Adoptó una actitud violenta? —Se echó a llorar —contestó el doctor Masterson. —¿Qué le estaba diciendo su «padre»? —Le estaba atacando con sus habituales insultos, le criticaba y le decía que no valía nada como hombre ni como ser humano. Al era hipersensible a las críticas, doctora Scarpetta. Ésa era en parte la raíz de su confusión. Creía ser sensible a los demás cuando, en realidad, sólo era sensible a su propia persona.

—¿Le asignaron un asistente social? —pregunté mientras seguía pasando las páginas sin encontrar ninguna anotación hecha por algún terapeuta.

—Por supuesto.

—¿Quién era?

Me pareció que en la historia faltaban algunas páginas.

—El terapeuta que le acabo de mencionar —contestó el doctor Masterson.

—¿El terapeuta que actuó en el psicodrama?

El psiquiatra asintió con la cabeza.

—¿Trabaja todavía en este hospital?

—No —contestó el doctor Masterson—. Jim ya no está con nosotros...

—¿Jim? —pregunté, interrumpiéndole.

El doctor Masterson empezó a vaciar el tabaco quemado de la pipa.

—¿Cuál es su apellido y dónde está ahora? —pregunté.

—Lamento decirle que Jim Barres murió en un accidente de tráfico hace varios años.

—¿Cuántos años?

El doctor Masterson volvió a limpiarse las gafas con el pañuelo.

—Supongo que unos ocho o nueve años.

—¿Cómo ocurrió y dónde?

—No recuerdo los detalles.

—Qué pena —dije como si hubiera perdido cualquier interés por el asunto.

—¿Debo suponer que considera usted a Al Hunt sospechoso en este caso? —preguntó el doctor Masterson.

—Hay dos casos. Dos homicidios —contesté.

—Muy bien pues. Dos casos.

—Respondiendo a su pregunta, doctor Masterson, no me corresponde a mí considerar a nadie sospechoso de nada. Eso corresponde a la policía. A mí me interesa obtener información sobre Al Hunt para poder establecer que éste tenía un historial de tendencias suicidas.

—¿Acaso cabe alguna duda a este respecto, doctora Scarpetta? Se ahorcó, ¿no es cierto? ¿Qué otra cosa podría ser sino un suicidio?

—Iba vestido de una manera muy rara. Una camisa y unos calzoncillos —contesté—. Tales cosas suelen dar lugar a conjeturas.

—¿Está usted insinuando la posibilidad de una asfixia onanista? —preguntó el psiquiatra, arqueando las cejas con expresión de asombro—. ¿Una muerte accidental que ocurrió mientras se estaba masturbando?

—Estoy haciendo todo lo posible por contrarrestar esta pregunta, en caso de que se planteara.

—Comprendo. Por la cuestión de la póliza del seguro. Por si la familia se opone a lo que usted diga en el certificado de defunción.

BOOK: El cuerpo del delito
13.81Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Canvas Coffin by Gault, William Campbell
The Fire of Ares by Michael Ford
The Book of Old Houses by Sarah Graves
Temptation's Kiss by Sandra Brown
Summer's End by Danielle Steel