—Por favor, le ruego que me perdone —dije—. He interrumpido su cena.
—Oh, no. Estaba simplemente picando unas cositas. ¿Qué le apetece tomar? —se apresuró a preguntarme.
Decliné amablemente el ofrecimiento y me senté mientras ella se movía de un lado para otro ordenando el salón. Me conmoví al recordar a mi abuela, que no perdió jamás el sentido del humor, ni siquiera cuando la carne se le caía prácticamente a pedazos. Jamás podría olvidar su visita a Miami el verano anterior a su muerte, cuando la llevé de compras y, de pronto, se soltó un imperdible de sus improvisados «panales» hechos con unos calzoncillos de hombre y unos salvaeslips Kotex, los cuales acabaron alrededor de sus rodillas en pleno centro de los almacenes Woolworth's. Conservó el aplomo mientras corríamos a buscar un lavabo de señoras riéndonos con tal fuerza que hasta yo estuve a punto también de perder el control de la vejiga.
—Dicen que esta noche podría nevar —comentó la señora McTigue, sentándose.
—Fuera hay mucha humedad —contesté con aire distraído—. Y, desde luego, hace el frío suficiente como para que nieve.
—De todos modos, no creo que haya grandes nevadas.
—No me gusta conducir con nieve —dije, pensando en cosas mucho más serias y desagradables.
—Puede que este año tengamos unas Navidades blancas. ¿A que sería bonito?
—Muy bonito, sin duda.
Estaba buscando en vano alguna prueba de la existencia de una máquina de escribir en el apartamento.
—No recuerdo cuándo fue la última vez que tuvimos unas Navidades blancas.
Su nerviosa conversación tenía por objeto disimular la inquietud que la embargaba. Intuía que yo había acudido a visitarla por alguna razón no precisamente placentera.
—¿Seguro que no le apetece tomar algo? ¿Una copita de oporto?
—No, gracias —contesté.
Silencio.
—Señora McTigue —dije en tono vacilante. Sus ojos eran como los de una chiquilla vulnerable e insegura—, ¿tendría usted la bondad de volver a enseñarme aquella fotografía? La que me mostró la última vez que estuve aquí.
Parpadeó varias veces, esbozando una leve y pálida sonrisa semejante a una cicatriz.
—La de Beryl Madison —añadí.
—Faltaría más, por supuesto —dijo levantándose lentamente y dirigiéndose con aire resignado al secreter donde la guardaba. Su rostro parecía asustado o tal vez simplemente perplejo cuando me la entregó y yo pedí ver también el sobre y la hoja doblada de papel crema.
Comprendí inmediatamente por el tacto que era papel tela de alta calidad. Lo coloqué contra la lámpara y vi la marca Crane al trasluz. Estudié brevemente la fotografía mientras la señora McTigue me miraba totalmente desconcertada.
—Perdón —dije—. Debe de estar preguntándose qué demonios estoy haciendo.
No supo qué decir.
—Me llama un poco la atención. La fotografía parece mucho más antigua que este papel de cartas.
—Y lo es —replicó ella sin apartar de mí sus atemorizados ojos—. Encontré la fotógrafo entre los papeles de Joe y la guardé en el sobre para que no se estropeara.
—¿Es el papel de cartas que usted usa? —pregunté con toda la delicadeza que pude.
—Oh, no. —La señora McTigue alargó la mano hacia el vaso de zumo y tomó cuidadosamente un sorbo. —Era el de mi marido, pero se lo compraba yo. Un papel de cartas muy bonito con el membrete grabado para su correspondencia de negocios. Cuando él murió, conservé las segundas hojas en blanco y los sobres. Tengo tantos, que jamás los terminaré.
No podía hacerle la pregunta de otra forma que no fuera yendo directamente al grano.
—Señora McTigue, ¿tenía su marido alguna máquina de escribir?
—Pues claro. Se la di a mi hija que vive en Falls Church. Yo siempre escribo las cartas a mano. Ahora escribo menos por culpa de la artritis.
—¿Qué tipo de máquina de escribir?
—Ay, Dios mío. Sólo recuerdo que es eléctrica y bastante nueva —balbuceó—. Joe cambiaba la máquina cada pocos años. Mire, incluso cuando salieron los ordenadores, él insistió en llevar la correspondencia tal como siempre la había llevado; Burt, el gerente de su oficina, se pasó mucho tiempo tratando de convencer a Joe de que usara un ordenador, pero Joe siempre quería tener una máquina de escribir.
—¿En casa o en el despacho? —pregunté.
—En los dos sitios. A menudo permanecía levantado hasta muy tarde, trabajando en el despacho de nuestra casa.
—¿Mantenía correspondencia con los Harper, señora McTigue?
La señora McTigue se había sacado un pañuelo de celulosa del bolsillo y lo estaba estrujando con las manos.
—Siento hacerle tantas preguntas —dije, tratando de disculparme.
Se miró la fina piel de las nudosas manos sin decir nada.
—Por favor —insistí en voz baja—. Es muy importante, de otro modo no se lo preguntaría.
—Es por ella, ¿verdad?
El pañuelo se estaba rompiendo y la señora McTigue seguía sin levantar los ojos.
—Sterling Harper.
—Sí.
—Dígamelo, señora McTigue, se lo ruego.
—Era encantadora. Y muy simpática. Una dama deliciosa —dijo la señora McTigue.
—¿Mantenía su marido correspondencia con la señorita Harper? —pregunté.
—Estoy segura de que sí.
—¿Qué le induce a pensarlo?
—Una o dos veces le sorprendí escribiendo una carta. Siempre decía que eran asuntos de negocios.
No hice ningún comentario.
—Sí. Mi Joe. —La señora McTigue esbozó una sonrisa, pero sus ojos me miraron inexpresivamente. —Tan galante. Mire, siempre le besaba la mano a una mujer y la hacía sentirse una reina.
—¿La señorita Harper también le escribía a él? —pregunté con cierta vacilación; no me gustaba hurgar en las viejas heridas.
—Que yo sepa, no.
—¿El le escribía y ella jamás le contestaba?
—Joe era muy aficionado a escribir cartas. Siempre decía que algún día escribiría un libro y siempre estaba leyendo algo, ¿sabe?
—Ahora comprendo por qué apreciaba tanto la amistad de Cary Harper —comenté.
—Muchas veces, cuando estaba disgustado por algo, el señor Harper llamaba. Una amistad literaria podríamos decir. Llamaba a Joe y ambos se pasaban un buen rato conversando sobre literatura y qué sé yo cuántas cosas. —El pañuelo se había convertido en unos minúsculos fragmentos sobre su regazo. —El escritor preferido de Joe era Faulkner, figúrese usted. También le gustaban mucho Hemingway y Dostoievski. Cuando éramos novios, yo vivía en Arlington y él aquí. Me escribía las cartas más bonitas que pueda usted imaginarse.
Cartas como las que empezó a escribir años más tarde, pensé. Cartas como las que le empezó a escribir a la hermosa y soltera Sterling Harper. Cartas que ella tuvo la gentileza de quemar antes de suicidarse porque no quiso destrozar el corazón y los recuerdos de su viuda.
—Entonces las ha encontrado —se limitó a decir la señora McTigue.
—¿Cartas dirigidas a ella?
—Sí. Las cartas de mi marido.
—No —fue posiblemente la media verdad más misericordiosa que yo jamás hubiera dicho—. No, no encontramos exactamente nada de todo eso, señora McTigue. La policía no encontró ninguna carta de su marido entre los efectos personales de los hermanos Harper y tampoco ningún papel de cartas con el membrete de la empresa de su marido, ni nada de carácter íntimo dirigido a Sterling Harper.
Su rostro se relajó al oír mis palabras.
—¿Trató usted alguna vez a los Harper? ¿En acontecimientos sociales, por ejemplo? —pregunté.
—Pues sí. Un par de veces que yo recuerde. Una vez el señor Harper vino a una cena. Y, en otra ocasión, los Harper y Beryl Madison pasaron la noche en nuestra casa.
El comentario despertó mi interés.
—¿Cuándo pasaron la noche en su casa?
—Muy pocos meses antes de que muriera Joe. Calculo que debía de ser a principios de año, uno o dos meses después de que Beryl pronunciara una conferencia para nuestra asociación. Es más, estoy segura de que fue entonces porque aún teníamos el árbol de Navidad. Lo recuerdo muy bien. Me encantó tenerla en casa.
—¿Se refiere usted a Beryl?
—¡Claro! Estuve muy contenta. Al parecer, ellos tres habían estado en Nueva York por un asunto de negocios. Creo que habían ido a ver al agente de Beryl. Volaron a Richmond al volver a casa y tuvieron la generosidad de pasar la noche con nosotros. O, mejor dicho, los que la pasaron fueron los hermanos Harper porque Beryl vivía aquí. Más tarde, Joe la acompañó a casa en su automóvil. A la mañana siguiente, acompañó a los Harper a Williamsburg.
—¿Qué recuerda usted de aquella noche? —pregunté.
—Vamos a ver... recuerdo que preparé una pierna de cordero y que tardaron bastante en llegar del aeropuerto porque las líneas aéreas habían perdido el equipaje del señor Harper.
Un año atrás, pensé. Debió de ser antes de que Beryl empezara a recibir las amenazas... deduje, basándome en la información que habíamos obtenido.
—Estaban bastante cansados del viaje —añadió la señora McTigue—. Pero Joe estuvo muy amable con ellos. Fue el anfitrión más encantador que pueda usted imaginarse.
¿Pudo adivinarlo la señora McTigue? ¿Comprendió, por su forma de mirar a la señorita Harper, que su marido estaba enamorado de ella?
Recordé la distante mirada de los ojos de Mark durante los últimos días que estuvimos juntos años atrás. Cuando yo lo adiviné instintivamente. Comprendí que ya no pensaba en mí y, sin embargo, no creía que se hubiera enamorado de otra hasta que él finalmente me lo dijo.
—Kay, lo siento —me dijo mientras nos tomábamos por última vez un café irlandés en nuestro bar preferido de Georgetown, contemplando cómo unos minúsculos copos de nieve caían en espiral desde el encapotado cielo gris y las parejas caminaban por la calle envueltas en gruesos abrigos invernales y bufandas de punto de vivos colores—. Tú sabes que te quiero, Kay.
—Pero no de la misma manera que yo te quiero a ti —dije, experimentando el dolor más profundo que jamás hubiera sentido mi corazón.
—No quería hacerte daño —añadió, clavando los ojos en la mesa.
—Por supuesto que no.
—Lo siento, lo siento muchísimo.
Comprendí que era verdad. Lo sentía de veras. Pero la situación no cambiaba por eso.
Nunca supe cómo se llamaba la otra porque no quise saberlo, pero no era la mujer con quien él dijo más tarde haberse casado. Janet, la que había muerto. Aunque igual también era mentira.
—... tenía muy mal genio.
—¿Quién? —pregunté, centrando nuevamente mi atención en la señora McTigue.
—El señor Harper —contestó la señora McTigue dando visibles muestras de cansancio—. Estaba furioso por lo del equipaje. Por suerte, las maletas llegaron en el siguiente vuelo. Dios mío —añadió tras una pausa—. Parece que haya transcurrido mucho tiempo, pero, en realidad, fue como quien dice ayer.
—¿Qué me puede decir de Beryl? —pregunté—. ¿Qué recuerda de ella de aquella noche?
—Todos han desaparecido ahora.
Con las manos inmóviles sobre el regazo, su mente parecía contemplar un oscuro espejo vado. Todos habían muerto menos ella; los huéspedes de aquella recordada y terrible cena eran unos fantasmas.
—Estamos hablando de ellos, señora McTigue. Están todavía con nosotros.
—Así lo espero... —dijo con los ojos húmedos de lágrimas.
—Necesitamos su ayuda y ellos necesitan la nuestra.
La señora McTigue asintió en silencio.
—Hábleme de aquella noche —repetí—. Sobre Beryl.
—Estuvo muy callada. La recuerdo contemplando el fuego de la chimenea.
—¿Qué más?
—Ocurrió algo.
—¿Qué? ¿Qué ocurrió, señora McTigue?
—Ella y el señor Harper parecían disgustados —contestó.
—¿Por qué? ¿Acaso discutieron?
—Fue después de que el chico entregara el equipaje. El señor Harper abrió una maleta y sacó un sobre que contenía unos papeles. La verdad es que no sé qué pasó, pero él bebió demasiado.
—¿Qué ocurrió a continuación?
—Tuvo un intercambio de palabras bastante fuerte con Beryl y su hermana. Después, sacó los papeles y los arrojó al fuego.
»—Eso es lo que pienso de esto. ¡Basura, simple basura! —dijo. O algo por el estilo.
—¿Sabe usted qué quemó? ¿Un contrato tal vez?
—No creo —contestó la señora McTigue apartando la mirada—. Más bien tuve la impresión de que era algo que Beryl había escrito. Parecían páginas mecanografiadas y su irritación parecía dirigirse contra Beryl.
La autobiografía que ella estaba escribiendo, pensé yo. O tal vez un esquema de libro que la señorita Harper, Beryl y Sparacino habían discutido en Nueva York, con un Cary Harper cada vez más enojado y fuera de sí.
—Entonces intervino Joe —dijo la señora McTigue, entrelazando los deformados dedos como si quisiera contener su dolor.
—¿Qué hizo?
—La acompañó a casa. Acompañó a Beryl Madison a casa. —De pronto, la señora McTigue se detuvo y me miró con profundo temor.— Por eso ocurrió. Lo sé.
—¿Por eso ocurrió qué? —pregunté.
—Por eso están todos muertos —contestó—. Lo sé. Entonces tuve el presentimiento. Fue una cosa tremenda.
—Le ruego que me la describa. ¿Me la puede usted describir?
—Por eso están todos muertos —repitió—. Hubo mucho odio aquella noche en aquella habitación.
E
l hospital Valhalla se levantaba en lo alto de una colina, en medio del dulce paisaje del condado de Albemarle, que los vínculos de mi facultad con la universidad de Virginia me obligaban a visitar periódicamente a lo largo del año. Aunque había contemplando a menudo el impresionante edificio de ladrillo en lo alto de la distante colina visible desde la carretera interestatal, jamás había visitado el hospital ni por motivos personales ni por razones profesionales.
Era un antiguo hotel de lujo frecuentado por famosos y acaudalados personajes que, durante la Depresión, se declaró en quiebra, siendo posteriormente adquirido por tres hermanos psiquiatras que decidieron convertir el Valhalla en una institución freudiana de máxima categoría en la que las familias adineradas pudieran almacenar sus estorbos y vergüenzas genéticas, sus ancianos aquejados de demencia senil y sus vástagos mal programados.
No me sorprendió demasiado que Al Hunt hubiera sido recluido allí en su adolescencia. Lo que me sorprendió fue que su psiquiatra se mostrara tan reticente a hablar de él. Bajo la profesional cordialidad del doctor Warner Masterson se ocultaba un lecho rocoso de reserva lo suficientemente duro como para romper en pedazos el taladro de los más tenaces inquisidores. Me constaba que no deseaba hablar conmigo. Pero él sabía que no tenía más remedio que hacerlo.