A primera vista, Al no ofrecía un aspecto demasiado temible. Tenía el cabello rubio claro con entradas y una tez más bien pálida. No hubiera sido feo si una barbilla casi inexistente no hubiera provocado la fusión entre su rostro y su cuello. Vestía chaqueta de cuero de color marrón y pantalones vaqueros, y sus ahusados dedos no paraban de juguetear con una lata de 7—Up mientras miraba a Marino, sentado delante de él.
—¿Qué fue exactamente lo de Beryl Madison? —preguntó Marino—. ¿Por qué te fijaste en ella? Cada día pasan muchos automóviles por el túnel de lavado. ¿Recuerdas a todos los clientes?
—Los recuerdo mucho más de lo que usted se imagina —contestó Hunt—. Sobre todo a los habituales. Puede que no recuerde sus nombres, pero recuerdo sus caras, porque casi todos ellos se quedan por allí mientras los empleados les lavan los vehículos. Muchos clientes supervisan el trabajo, usted ya me entiende. Lo comprueban todo y se aseguran de que no olvidemos nada. Algunos toman incluso un trapo y echan una mano, sobre todo si tienen prisa... o si son de esos que no saben estarse quietos y siempre tienen que hacer algo.
—¿Beryl era así? ¿Supervisaba el trabajo?
—No, señor. Tenemos un par de bancos allí fuera. Ella tenía por costumbre sentarse en un banco. A veces, leía el periódico o un libro. En realidad, no prestaba la menor atención a los empleados y no era muy simpática que digamos. A lo mejor, fue por eso por lo que me fijé en ella.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Marino.
—Quiero decir que enviaba señales. Y yo las captaba.
—¿Señales?
—La gente envía toda clase de señales —explicó Hunt—. Yo tengo experiencia y las capto. Puedo adivinar muchas cosas sobre una persona a través de las señales que emite.
—¿Yo también emito señales, Al?
—Sí, señor. Todo el mundo las emite.
—¿Qué clase de señales estoy emitiendo?
—Rojo pálido —contestó Hunt con la cara muy seria.
—¿Como? —preguntó Marino desconcertado.
—Capto las señales bajo la apariencia de colores. Puede que a usted le parezca extraño, pero no soy el único. Algunas personas percibimos los colores que irradian las demás. Ésas son las señales a que me refería. La señales que yo capto de usted son de color rojo pálido. En cierto modo cordiales, pero también levemente enfurecidas. Como una señal de advertencia. Atrae, pero, al mismo tiempo, advierte de la existencia de cierto peligro...
Marino detuvo la cinta y esbozó una sonrisa burlona.
—Un tipo muy curioso, ¿verdad?
—En realidad, creo que es bastante listo —contesté—. Usted es cordial, pero está enfurecido y es peligroso.
—Maldita sea, doctora. El tío está como un cencerro. Según él, la gente es un arco iris ambulante.
—Lo que dice tiene cierta validez psicológica —repliqué—. Las emociones se asocian con los colores. Y en eso se basa la elección de los colores de lugares públicos, habitaciones de hotel e instituciones. El azul, por ejemplo, se asocia con la depresión. No encontrará usted muchas habitaciones de hospitales psiquiátricos decoradas en tonos azules. El rojo es cólera, violencia, pasión. El negro es morboso, siniestro, etc. Si no recuerdo mal, usted me ha dicho que Hunt es graduado en psicología.
Marino me miró con escepticismo y volvió a poner en marcha la cinta.
—... supongo que eso tiene que ver con el papel que usted desempeña —estaba diciendo Hunt—. Usted es un investigador y en este momento necesita mi colaboración, pero, al mismo tiempo, no se fía de mí y, si yo tuviera algo que ocultar, podría ser peligroso para mí. Ésa es la parte de advertencia que yo percibo en el rojo pálido. La parte cordial es su personalidad sociable. Usted quiere que la gente se le acerque. A lo mejor, quiere acercarse a la gente. Actúa con dureza, pero quiere que la gente lo aprecie...
—Muy bien —dijo Marino, interrumpiéndole—. ¿Qué me dices de Beryl Madison? ¿También captabas sus colores?
—Oh, sí. Eso fue lo que inmediatamente me llamó la atención en ella. Era distinta, realmente distinta.
—¿En qué sentido?
La silla de Marino crujió ruidosamente mientras éste se reclinaba contra el respaldo y cruzaba los brazos.
—Muy reservada —contestó Hunt—. Emitía colores árticos. Gélido azul, amarillo pálido como el del sol cuando apenas brilla y un blanco tan frío que ardía como el hielo seco, como si fuera a quemarte si la tocaras. Lo que la distinguía era el color blanco. Muchas mujeres emiten tonos pastel. Tonos femeninos como los colores que visten. Rosa, amarillo, azules y verdes claros. Las mujeres son pasivas, frías y frágiles. A veces, veo a alguna mujer que emite colores oscuros y fuertes como el azul marino, el borgoña o el rojo. Eso significa que tiene una acusada personalidad. Normalmente agresiva. Podría ser una abogada, una médica o una mujer de negocios y a menudo viste los colores que acabo de describir. Son las que permanecen de pie junto a sus automóviles con los brazos en jarras y supervisan todo lo que hacen los empleados. Y no vacilan en señalar las tiznaduras del parabrisas o algún punto en el que no se ha quitado bien el polvo.
—¿Y a ti te gusta este tipo de mujer? —preguntó Marino.
Hunt pareció dudar.
—No, señor, si he de serle sincero.
Marino se rió y se inclinó hacia adelante, diciéndole:
—Pues mira, a mí tampoco. Prefiero las nenas de color pastel.
Le dirigí a Marino una de mis miradas asesinas, pero él no me hizo caso mientras en la pantalla le decía a Hunt:
—Háblame un poco más de Beryl, de lo que captaste en ella.
Hunt frunció el ceño como si reflexionara.
—Los tonos pastel que emitía no eran demasiado insólitos, lo que ocurre es que yo no los interpretaba precisamente como frágiles. Aunque tampoco pasivos. Los matices eran fríos y de tipo ártico tal como ya he dicho, no eran matices florales. Como si quisiera decirle al mundo que se mantuviera apartado de ella y le dejara mucho espacio.
—¿Como si fuera fría, tal vez?
Hunt volvió a juguetear con la lata de 7—Up.
—No, señor, no creo que sea eso. De hecho, no creo que fuera eso lo que yo captaba. Me venía a la mente la idea de la distancia. La enorme distancia que hubiera tenido que recorrer para llegar hasta ella. Pero sabía que, en cuanto llegara, siempre y cuando ella me hubiera permitido acercarme, su vehemencia me hubiera quemado. Eso significaban las incandescentes señales blancas que enviaba, lo que más me llamaba . la atención de ella. Era vehemente, muy vehemente. Y daba la impresión de ser una persona muy inteligente y complicada. Incluso cuando estaba allí sola sentada en el banco sin prestarle la menor atención a nadie, su mente no descansaba.
Captaba todo lo que la rodeaba. Era distante y emitía un blanco fulgor como el de una estrella.
—¿Observaste si era soltera?
—No llevaba alianza —contestó inmediatamente Hunt—. Supuse que era soltera. No vi en su automóvil nada que me hiciera suponer lo contrario.
—No te entiendo —dijo Marino, perplejo—, ¿Cómo hubieras podido adivinarlo a través del vehículo?
—Creo que fue la segunda vez que lo llevó al túnel de lavado. Mientras uno de los empleados limpiaba el interior no vi nada de tipo masculino. El paraguas, por ejemplo… estaba en el suelo de la parte posterior y era uno de esos finos paraguas azules que suelen usar las mujeres y no uno de esos negros y con el mango de madera que llevan los hombres. Las bolsas de la lavandería en seco que había en la parte de atrás parecían contener prendas de mujer y no de hombre. Casi todas las mujeres casadas llevan la ropa de su marido a la lavandería junto con la suya. Y el maletero. No había ni herramientas ni cables. Nada de tipo masculino. Es curioso, pero, cuando te pasas todo el día viendo coches, empiezas a fijarte en esos detalles y a hacer deducciones sobre los conductores sin darte cuenta siquiera.
—Parece que hiciste muchas deducciones en el caso de Beryl —dijo Marino—. ¿Se te ocurrió alguna vez la posibilidad de hacerle alguna pregunta, Al? ¿Estás seguro de que no conocías su nombre y no lo viste en el resguardo de la lavandería o en algún sobre que tal vez ella dejó en el interior del vehículo?
Hunt sacudió la cabeza.
—No conocía su nombre. Puede que no quisiera conocerlo.
—¿Por qué?
—No sé...
Hunt empezó a ponerse nervioso.
—Vamos, Al. A mí me lo puedes decir. Yo quizá se lo hubiera preguntado, ¿sabes? Era guapa e interesante. Yo lo hubiera pensado y seguramente hubiera intentado averiguar su nombre a escondidas e incluso hubiera tratado de llamarla por teléfono.
—Bueno, pues, yo no lo hice. —Hunt se miró las manos. —Ni intenté hacer nada de todo eso.
—¿Y por qué no?
Silencio.
—¿A lo mejor porque una vez conociste a una chica como ella y esa chica te quemó? —preguntó Marino.
Silencio.
—Mira, esas cosas nos ocurren a todos, Al.
—Cuando estudiaba —contestó Hunt en un susurro casi inaudible—. Salía con una chica. Estuvimos juntos dos años. Después ella se fue con un chico que estudiaba Medicina. Las mujeres son así... buscan a un cierto tipo de hombres cuando empiezan a pensar en casarse.
—Buscan a los peces gordos —la voz de Marino estaba adquiriendo un filo cortante—. Abogados, médicos, banqueros. No les interesan los tipos que trabajan en un túnel de lavado de coches.
Hunt levantó bruscamente la cabeza.
—Yo entonces no trabajaba en un túnel de lavado.
—No importa, Al. Las nenas finas como Beryl Madison no suelen perder el tiempo con alguien como tú, ¿comprendes? Apuesto a que Beryl ni siquiera sabía que estabas vivo. Apuesto a que ni siquiera te hubiera reconocido si te hubieras cruzado con su automóvil en alguna calle de por ahí...
—No diga eso...
—¿Es verdad o mentira?
Hunt contempló fijamente sus manos cerradas en un puño.
—A lo mejor, te gustaba Beryl, ¿verdad? —añadió Marino en tono implacable—. A lo mejor, te pasabas todo el día pensando en esa chica de color blanco incandescente, soñando con ella y preguntándote qué tal sería salir con ella y acostarte con ella. A lo mejor, no te atrevías a hablar directamente con ella porque temías que te considerara un palurdo, un ser por debajo de ella...
—¡Ya basta! ¡Me está usted pinchando! ¡Ya basta! —gritó Hunt con voz estridente—. ¡Déjeme en paz!
—Estoy diciendo lo mismo que te dice tu padre, ¿no es cierto, Al? —Marino encendió un cigarrillo y lo agitó mientras hablaba—. El señor Hunt cree que su único hijo es un marica porque no es un cochino hijo de puta propietario de miserables casas de vecindad que les saca los cuartos a los pobres sin preocuparse por sus sentimientos ni por su bienestar. —Marino exhaló una bocanada de humo y añadió en tono comprensivo—: Lo sé todo del poderoso señor Hunt. También sé que les dijo a todos sus amiguetes que eres un mariquita y que se avergonzó de que su sangre corriera por tus venas cuando te fuiste a trabajar como enfermero. El caso es que empezaste a trabajar en el maldito túnel de lavado porque él te dijo que, como no lo hicieras, te iba a desheredar.
—¿Usted sabe todo eso? ¿Cómo se ha enterado? —preguntó Hunt, tartamudeando.
—Yo sé muchas cosas. E incluso sé que los del Metropolitan dijeron que eras estupendo y que tratabas de maravilla a los pacientes. Sintieron mucho que te fueras. Imagínate que la palabra que utilizaron para describirte fue «sensible», tal vez demasiado sensible, ¿no es cierto, Al? Por eso no sales con chicas y no tratas con mujeres. Tienes miedo. Beryl te daba un miedo espantoso, ¿verdad?
Hunt respiró hondo.
—¿Por eso no querías conocer su nombre? Porque entonces hubieras sentido la tentación de llamarla o de intentar hacer algo, ¿verdad?
—Simplemente me fijé en ella —contestó nerviosamente Hunt—. De veras, eso fue todo lo que hubo. No pensaba en ella en la forma que usted ha insinuado. Simplemente la miraba, pero no pasaba de aquí. Jamás había hablado con ella hasta la última vez que...
Marino pulsó el botón de detención y dijo:
—Ahora viene lo más importante... —hizo una pausa y me miró detenidamente—. Oiga, ¿acaso no se encuentra bien?
—¿Era realmente necesario ser tan brutal? —repliqué enfurecida.
—Se ve que no me conoce demasiado si eso le parece brutal —dijo Marino.
—Perdón, había olvidado que estoy sentada en el salón de mi casa con Atila, el rey de los hunos.
—Todo es una comedia —dijo Marino, ofendido.
—Recuérdeme que le presente candidato para un Osear.
—Vamos, doctora.
—Lo ha desmoralizado por completo —dije.
—Eso no es más que una herramienta, ¿comprende? Un medio de sacar cosas y de hacerle decir a la gente cosas que, a lo mejor, no se le ocurrirían de otra manera —Marino se volvió de nuevo hacia el aparato y pulsó el botón de puesta en marcha—. Toda la entrevista ha merecido la pena sólo por lo que ahora me va a decir.
—¿Y eso cuándo fue? —le preguntó Marino a Hunt—. ¿Cuándo fue la última vez que la viste?
—No estoy seguro de la fecha exacta —contestó Hunt—. Hace un par de meses, pero recuerdo que era un viernes a última hora de la mañana. Lo recuerdo porque aquel día yo tenía que almorzar con mi padre. Siempre almuerzo con él los viernes para discutir los asuntos del negocio. —Hunt alargó la mano hacia la lata de 7—Up.— Los viernes siempre me visto un poco mejor. Aquel día llevaba corbata.
—Y entonces aparece Beryl, aquel viernes a última hora de la mañana, para que le laven el automóvil —dijo Marino, aguijoneándolo—. ¿Y aquel día hablaste con ella?
—En realidad, fue ella quien primero me dirigió la palabra a mí —contestó Hunt como si eso tuviera importancia—. Le acababan de lavar el vehículo y entonces ella se me acercó y me dijo que se le había derramado algo en la alfombra del maletero y quería saber si podíamos limpiarlo. Me acompañó al automóvil, abrió el maletero y vi que la alfombra estaba empapada. Al parecer, llevaba unas bolsas de la compra y se había roto una botella de dos litros de zumo de naranja. Creo que fue por eso por lo que quiso que le lavaran inmediatamente el vehículo.
—¿Las bolsas de la compra estaban todavía en el maletero cuando ella llevó el coche al túnel de lavado?
—No —contestó Hunt.
—¿Recuerdas lo que vestía aquel día?
Hunt vaciló.
—Prendas de tenis, gafas ahumadas. Parecía que viniera de jugar un partido. Lo recuerdo porque nunca la había visto vestida de aquella manera. Siempre venía con ropa de calle. Recuerdo que en el maletero había una raqueta de tenis y unas cuantas cosas más porque ella las sacó para que limpiáramos la alfombra. Recuerdo que las recogió y las colocó en el asiento de atrás del automóvil.