—Por distintas razones —contesté.
—¿De veras alberga usted alguna duda acerca de lo que ocurrió? —preguntó el doctor Masterson frunciendo el ceño.
—No —contesté—. Creo que Al se quitó la vida, doctor Mastérson. Creo que ésa fue su intención cuando bajó al sótano y que, a lo mejor, se quitó los pantalones al quitarse el cinturón. El cinturón que utilizó para ahorcarse.
—Muy bien. Quizá yo pueda aclararle otra cuestión, doctora Scarpetta. Al nunca puso de manifiesto tendencias violentas. La única persona a quien causó algún daño, que yo sepa, fue a él mismo.
Le creía y también creía que había muchas cosas que no me había dicho y que sus fallos de memoria y sus vaguedades eran evidentemente deliberados. Jim Barnes, pensé. Jim Jim. —¿Cuánto tiempo permaneció Al Hunt ingresado aquí? —pregunté, cambiando de tema. —Cuatro meses, creo. —¿Estuvo alguna vez en la unidad forense? —El Valhalla no dispone de ninguna unidad forense propiamente dicha. Tenemos una sala llamada el «cuarto trasero» para los pacientes psicópatas, los que padecen
delirium tremens
y los que constituyen un peligro para su propia integridad física. No almacenamos enfermos mentales que hayan cometido delitos.
—¿Estuvo Al alguna vez en esa sala? —pregunté.
—Nunca fue necesario.
—Muchas gracias por haberme dedicado su tiempo —dije, levantándome—. Envíeme por correo una fotocopia de esta historia, si es tan amable.
—Lo haré con mucho gusto. —El doctor Masterson esbozó de nuevo una cordial sonrisa, pero sin mirarme a la cara.— No dude en llamar si yo puedo hacer alguna otra cosa.
Experimenté una extraña y molesta sensación mientras recorría el largo y desierto pasillo que conducía al vestíbulo, pero mi instinto me aconsejaba no preguntar por Frankie o tan siquiera mencionar su nombre. El «cuarto trasero». Pacientes psicóticos o que padecen
delirium tremens.
Al Hunt me había comentado sus entrevistas con pacientes confinados en una unidad forense. ¿Fueron acaso figuraciones suyas o una confusión por su parte? No había ninguna unidad forense en el Valhalla. Y, sin embargo, pudo haber alguien que se llamara Frankie encerrado en el «cuarto trasero». ¿Y si Frankie hubiera mejorado y más tarde lo hubieran trasladado a otra sala durante la permanencia de Al en el Valhalla? ¿Y si Frankie hubiera imaginado que había asesinado a su madre o hubiera deseado poder hacerlo?
«Frankie golpeó a su madre con un tronco hasta matarla.» El asesino había golpeado a Cary Harper con un trozo de tubería metálica hasta matarlo.
Cuando llegué a mi despacho ya había anochecido y los guardas ya no estaban.
Sentándome detrás de mi escritorio, giré el sillón de cara al terminal de ordenadores. Tras pulsar varios comandos, apareció ante mis ojos la pantalla ámbar y, momentos después, recuperé el caso de Jim Barnes. Un veinte de abril de nueve años atrás, sufrió un accidente de tráfico en el condado de Albemarle; la causa de la muerte habían sido unas «lesiones cerebrales cerradas». Su índice de alcoholemia era de 18, casi el doble de lo legalmente permitido, y se le habían encontrado restos de nortriptilina y amitriptilina. Estaba claro que Jim Barnes tenía un problema.
En el despacho del analista de informática situado unas puertas más abajo, la arcaica y cuadrada máquina de micro-filmes se hallaba sólidamente asentada sobre una mesa del fondo cual si fuera un Buda. Mis habilidades audiovisuales nunca habían sido extraordinarias. Tras una impaciente búsqueda en la filmoteca, encontré el rollo que me interesaba y conseguí colocarlo debidamente en la máquina. Con las luces apagadas, vi pasar una interminable corriente de borrosas imágenes en blanco y negro. Ya me estaban empezando a doler los ojos cuando encontré el caso. La película crujió levemente cuando pulsé un botón y centré en la pantalla el informe policial escrito a mano. Aproximadamente a las diez cuarenta y cinco de un viernes por la noche, el BMW 1973 de Barnes estaba circulando a alta velocidad en dirección este por la I—64. Cuando la rueda derecha se separó del asfalto, Jim efectuó una maniobra de corrección excesiva, se golpeó contra la divisoria y saltó por los aires. Hice avanzar la película y encontré el informe inicial de investigación del forense. En la sección de comentarios, un tal doctor Brown había escrito que el fallecido había sido despedido aquella misma tarde del hospital Valhalla donde trabajaba como asistente social. Cuando abandonó el Valhalla a las cinco de la tarde de aquel día, lo vieron extremadamente alterado y enfurecido. Barnes era soltero y sólo tenía treinta y un años.
En el informe del forense se mencionaban dos testigos a quienes el doctor Brown debía de haber entrevistado. Uno era el doctor Masterson y el otro una empleada del hospital llamada señorita Jeannie Sample.
A veces, trabajar en un caso de homicidio es como extraviarse. Sigues cualquier calle que te parece prometedora confiando en que, con un poco de suerte, una callejuela te conducirá finalmente a la calle principal. ¿Cómo era posible que un terapeuta fallecido nueve años atrás tuviera algo que ver con los recientes asesinatos de Beryl Madison y Cary Harper? Y, sin embargo, yo presentía que había un eslabón.
No me apetecía demasiado interrogar a los colaboradores del doctor Masterson y apostaba a que éste ya habría aleccionado a los de mayor rango para que, si yo los llamara, se mostraran corteses... y mudos. A la mañana siguiente, sábado, dejé que mi subconsciente trabajara en aquel problema y llamé al Johns Hopkins en la esperanza de que el doctor Ismail estuviera allí. Estaba y confirmó mi teoría. Las muestras del contenido gástrico y de la sangre de Sterling Harper indicaban que ésta había ingerido levomethorphan poco antes de morir, ocho miligramos por litro de sangre, demasiado para que pudiera sobrevivir o para que hubiera sido accidental. Se había quitado la vida y lo había hecho de una forma que, en circunstancias normales, no se hubiera detectado.
—¿Sabía ella que el dextromethorphan y el levomethorphan se presentan como dextromethorphan en los análisis toxicológicos de rutina? —le pregunté al doctor Ismail.
—No recuerdo haber comentado con ella nada de todo eso —me contestó—. Pero ella siempre mostraba un gran interés por los detalles de sus tratamientos y medicaciones, doctora Scarpetta. Cabe la posibilidad de que investigara el tema en nuestra biblioteca médica. Recuerdo que me hizo muchas preguntas cuando le receté por primera vez el levomethorphan. Eso fue hace varios años. Como era un tratamiento de tipo experimental, sentía curiosidad y puede que estuviera un poco preocupada...
Apenas le escuché mientras me seguía dando explicaciones. Jamás podría demostrar que la señorita Harper había dejado deliberadamente el frasco de jarabe para la tos bien a la vista para que yo lo encontrara. Pero yo estaba razonablemente segura de que eso era lo que había hecho. Quiso morir con dignidad y sin reproches, pero no lo quiso hacer en soledad.
Tras colgar el teléfono, me preparé un buen té caliente y empecé a pasear por la cocina, deteniéndome de vez en cuando para contemplar el claro día de diciembre.
Sammy
, una de las pocas ardillas albinas de Richmond, estaba saqueando de nuevo mi comedero para pájaros. Por un instante, nos miramos a los ojos mientras sus peludas mejillas se movían a ritmo frenético, las semillas se escapaban volando de sus patitas y la pequeña cola blanca se movía cual un trémulo punto interrogativo recortándose contra el azul del cielo. Nos habíamos hecho amigas el invierno anterior cuando contemplé desde mi ventana sus repetidos intentos de saltar desde una rama para alcanzar la cónica parte superior del comedero de pájaros. Tras un considerable número de revolcones por el suelo,
Sammy
consiguió finalmente cogerle el tranquillo a la cosa. De vez en cuando, yo salía y le arrojaba un puñado de cacahuetes. La situación había llegado hasta el extremo de que, cuando tardaba un poco en verla, experimentaba una punzada de inquietud seguida de un gozoso suspiro de alivio cuando la ardilla aparecía de nuevo para aprovecharse de mi bondad.
Sentada junto a la mesa de la cocina con un cuaderno de apuntes y un bolígrafo en la mano, marqué el número del Valhalla.
—Jeannie Sample, por favor —dije sin identificarme.
—¿Es una paciente, señora? —me preguntó la recepcionista.
—No. Es una empleada... —Me hice un poco la tonta. —Por lo menos, eso creo. Llevo años sin ver a Jeannie.
—Un momento, por favor.
La recepcionista volvió a ponerse al teléfono.
—Aquí no hay nadie que se llame así.
Maldita sea. ¿Cómo era posible? El número de teléfono que figuraba junto a su nombre en el informe del forense era el del Valhalla. ¿Se habría equivocado el doctor Brown? Nueve años atrás, pensé. En nueve años podían haber ocurrido muchas cosas. La señorita Sample podía haberse ido a otro sido. Se podía haber casado.
—Perdón —dije—. Sample es su apellido de soltera.
—¿Conoce usted su apellido de casada?
—Qué estúpida soy, tendría que saberlo...
—¿No será Jean Wilson?
Hice una pausa como si no estuviera segura.
—Aquí tenemos a una Jean Wilson —añadió la voz—. Una de nuestras terapeutas ocupacionales. No se retire, por favor. —La recepcionista volvió en seguida.— Sí, su primer apellido es Sample, señora. Pero no trabaja los fines de semana. Estará aquí el lunes a las ocho de la mañana. ¿Quiere dejarle algún recado?
—¿Hay algún medio de que pueda ponerme en contacto con ella?
—No estamos autorizados a facilitar los números de los teléfonos particulares —contestó la recepcionista, poniéndose un poco en guardia—. Si me deja usted su nombre y su teléfono, intentaré localizarla y le diré que la llame.
—Qué lástima, no voy a estar aquí mucho tiempo —reflexioné un instante y añadí en tono de fingida resignación—. Lo intentaré de nuevo... la próxima vez que vuelva por esta zona. Supongo que también puedo escribirle al Valhalla.
—Sí, señora, por supuesto.
—La dirección, ¿cuál es?
Me la facilitó.
—¿Y el nombre del marido?
Una pausa.
—Skip, creo.
A veces, era un diminutivo de Leslie, pensé.
—Señora de Skip o de Leslie Wilson —murmuré como si lo estuviera anotando—. Bueno pues, muchas gracias.
El servicio de información de la telefónica me dijo que en Charlottesville había un Leslie Wilson, un L. P. Wilson y un L. T. Wilson. Empecé a marcar. El hombre que se puso al teléfono cuando marqué el número de L. T. Wilson me dijo que «Jeannie» había salido a hacer unos recados y regresaría a casa antes de una hora.
Comprendí que una voz desconocida que hiciera preguntas por teléfono no llegaría a ninguna parte. Jeannie Wilson insistiría en hablar primero con el doctor Masterson y entonces todo estaría perdido. Sin embargo, sería un poco más difícil rechazar a alguien que se presentara inesperadamente en la puerta de la casa, sobre todo si este alguien se identificara como la jefa del departamento de Medicina Legal y llevara una placa que así lo confirmara.
Jeannie Sample Wilson no aparentaba más de treinta años y vestía vaqueros y un jersey de color rojo. Era una vivaracha morena de ojos risueños, nariz pecosa y largo cabello recogido hacia atrás en una cola de caballo. En el salón que se veía desde la puerta, dos chiquillos estaban sentados sobre la alfombra del suelo, contemplando los dibujos animados de la televisión.
—¿Cuánto tiempo lleva trabajando en el Valhalla? —le pregunté.
—Unos doce años —contestó tras dudar un poco.
Me alegré tanto que casi estuve a punto de lanzar un suspiro de alivio. Jeannie Wilson debía de estar allí no sólo cuando despidieron a Jim Barnes, sino también cuando Al Hunt ingresó en el centro como paciente dos años antes.
Estaba sólidamente plantada en la puerta. En la calzada particular había un automóvil, aparte el mío. Su marido debía de haber salido. Estupendo.
—Estoy investigando los homicidios de Beryl Madison y Cary Harper —dije.
Jeannie me miró con los ojos muy abiertos.
—¿Qué quiere usted de mí? Yo no les conocía...
—¿Me permite pasar?
—Por supuesto. Perdón. Por favor.
Nos sentamos en la pequeña cocina de linóleo, formica blanca y armarios de madera de pino. Todo estaba impecablemente limpio, con las cajas de cereales pulcramente alineadas sobre el frigorífico y grandes tarros de vidrio con galletas, arroz y pasta en los mostradores. El lavavajillas estaba en marcha y se aspiraba el aroma de un pastel cociéndose en el horno.
Decidí vencer cualquier resistencia por medio de la dureza.
—Señora Wilson, Al Hunt estuvo ingresado como paciente en el Valhalla hace once años, y durante algún tiempo fue sospechoso en los casos que nos ocupan. Él conoció a Beryl Madison. —¿Al Hunt?
Jeannie me miró, desconcertada. —¿Le recuerda? Sacudió la cabeza.
—¿Y dice usted que lleva doce años trabajando en el Valhalla?
—Once y medio para ser más exacta. —Al Hunt estuvo ingresado allí como paciente hace once años tal como ya le he dicho...
—El nombre no me suena...
—Se suicidó la semana pasada —dije.
Su perplejidad se intensificó.
—Hablé con él poco antes de su muerte, señora Wilson. Su asistente social murió hace nueve años en un accidente de tráfico. Jim Barnes. Necesito hacerle algunas preguntas sobre él.
Un rubor le empezó a subir por el cuello.
—¿Cree usted que su suicidio está relacionado o tuvo algo que ver con Jim?
Era imposible responder a la pregunta.
—Al parecer, Jim Barnes había sido despedido del Valhalla unas cuantas horas antes de su muerte —añadí—. Su apellido o, por lo menos, su apellido de soltera, figuraba en el informe del forense, señora Wilson.
—Hubo... Bueno, ciertas dudas —balbució—. Sobre si había sido un suicidio o un accidente. Me interrogaron. Un médico o un forense, no recuerdo. Pero me llamó un hombre.
—¿El doctor Brown?
—No recuerdo su nombre —contestó.
—¿Por qué quería hablar con usted, señora Wilson?
—Supongo que porque fui una de las últimas personas que vieron con vida a Jim. El médico debió de llamar a recepción y Betty me debió de pasar la llamada a mí.
—¿Betty?
—Era la recepcionista que teníamos entonces.
—Necesito que me diga todo lo que pueda recordar sobre las circunstancias del despido de Jim Barnes —dije mientras ella se levantaba para echar un vistazo al pastel del horno.