No sabía lo que quería. Tal vez nunca lo había sabido. La distancia emocional nunca quedaba compensada por la cercanía física, pero yo no era capaz de aprender la lección. Nada había cambiado. Si él me hubiera hecho alguna insinuación, me hubiera olvidado de la cordura. El deseo no atiende a razones y la necesidad de intimidad no se había extinguido.
Llevaba años sin evocar ciertas imágenes, sus labios sobre los míos, sus manos, la urgencia de nuestros anhelos. Ahora me atormentaban los recuerdos.
Había olvidado pedir que me despertaran y no me molesté en poner el despertador que había en la mesilla. Puse el despertador mental a las seis y me desperté exactamente a dicha hora. Me incorporé en la cama, sintiéndome tan mal como parecía. La ducha caliente y los minuciosos cuidados no pudieron ocultar las oscuras ojeras ni la palidez de mi tez. La iluminación del cuarto de baño fue brutalmente sincera conmigo. Llamé a la United Airlines y, a las siete, llamé con los nudillos a la puerta de Mark.
—Hola —me dijo Mark, más fresco y lozano que una rosa—. ¿Has cambiado de idea?
—Sí —contesté.
El conocido perfume de su colonia me reordenó los pensamientos cual si fueran los brillantes trozos de vidrio de un calidoscopio.
—Ya lo sabía —dijo.
—¿Cómo lo sabías?
—Jamás se ha visto que tú rehúyas una pelea —contestó, mirándome a través del espejo de la cómoda mientras se hacía el nudo de la corbata.
Mark y yo habíamos acordado reunimos en el despacho de Orndorff & Berger a primera hora de la tarde. El vestíbulo del bufete era un vasto espacio sin alma. Sobre la negra alfombra se levantaba una impresionante consola negra bajo las brillantes guías de latón de la iluminación indirecta mientras que un sólido bloque de latón hacía las veces de mesa entre dos cercanas sillas acrílicas de color negro. No había ningún otro mueble y tampoco plantas o cuadros, sólo unas cuantas esculturas retorcidas diseminadas aquí y allá como fragmentos de metralla para romper el inmenso vacío de la estancia.
—¿En qué puedo servirla? —me preguntó la recepcionista, dedicándome una estereotipada sonrisa desde las profundidades de su puesto.
Antes de que yo pudiera contestar, se abrió en silencio una puerta invisible en la negra pared y apareció Mark, el cual tomó mi maleta y me acompañó por un largo y ancho pasillo. Pasamos por delate de un sinfín de puertas de espaciosos despachos cuyos ventanales ofrecían un gris panorama de Manhattan. No se veía ni un alma. Pensé que todo el mundo se habría ido a almorzar.
—¿Quién demonios diseñó vuestro vestíbulo? —pregunté en un susurro.
—La persona a la que veremos ahora —contestó Mark.
El despacho de Sparacino era dos veces más grande que los que yo había visto al pasar, y su escritorio era un hermoso bloque de ébano con gran cantidad de pisapapeles realizados en piedras duras, rodeado de paredes cubiertas de libros. Aquel abogado de luminarias y literatos, tan intimidatorio como la víspera, iba vestido con lo que me pareció un costoso traje John Gotti por cuyo bolsillo superior asomaba un vistoso pañuelo rojo sangre. No se movió del sillón en el que estaba indolentemente acomodado cuando nosotros entramos y nos sentamos. Durante un estremecedor momento, ni siquiera nos miró.
—Tengo entendido que se van ustedes a almorzar dentro de un ratito —dijo finalmente, levantando sus fríos ojos azules mientras sus gruesos dedos cerraban una carpeta—. Le prometo que no la voy a entretener demasiado, doctora Scarpetta. Mark y yo hemos estado revisando algunos detalles correspondientes al caso de mi cliente Beryl Madison. En mi calidad de abogado y albacea suyo, necesito unas cuantas cosas y estoy seguro de que usted me ayudará a cumplir sus deseos.
No dije nada mientras buscaba infructuosamente un cenicero.
—Robert necesita sus papeles —dijo Mark sin inflexión alguna en la voz—. Concretamente, el manuscrito del libro que estaba escribiendo, Kay. Ya le he explicado, antes de que tú vinieras, que la oficina del forense no es el lugar donde se guardan esos objetos personales, por lo menos, no en este caso.
Habíamos ensayado la reunión durante el desayuno. Mark hubiera tenido que «manejar» a Sparacino antes de que yo llegara, pero me daba la impresión de que era a mí a quien estaba manejando.
Miré directamente a Sparacino y dije:
—Los objetos recibidos en mi despacho tienen carácter de prueba y no incluyen los papeles que usted necesita.
—Me está usted diciendo que no tiene el manuscrito —dijo Sparacino.
—Exactamente.
—Y tampoco sabe dónde está.
—No tengo ni idea.
—Bueno, pues, lo que usted me dice me plantea unos cuantos problemas. —Sparacino abrió una carpeta con rostro impasible y sacó una fotocopia en la que yo reconocí el informe policial sobre Beryl.— Según la policía, se encontró un manuscrito en el lugar de los hechos —añadió—. Y ahora me dicen que no hay tal manuscrito. ¿Puede usted aclararme esta cuestión?
—Se encontraron unas páginas de un manuscrito —contesté—, pero no creo que correspondan a lo que a usted le interesa, señor Sparacino. No parecen corresponder a un trabajo en curso y, sobre todo, nunca me fueron entregadas.
—¿Cuántas páginas? —preguntó Sparacino.
—En realidad, no las he visto —contesté.
—¿Quién las ha visto?
—El teniente Marino. Es con él con quien usted debería hablar —dije.
—Ya lo he hecho, pero él me dice que le entregó este manuscrito directamente en mano a usted.
Estaba segura de que Marino no le había dicho tal cosa.
—Habrá sido un malentendido —repliqué—. Marino habrá querido decir que entregó a los laboratorios forenses un manuscrito parcial, algunas de cuyas páginas podrían corresponder a una obra anterior. La oficina de Ciencias Forenses es una sección aparte que tiene su sede en mi edificio.
Miré a Mark. Estaba en tensión y sudaba.
El cuero crujió cuando Sparacino se removió en su sillón.
—Se lo voy a decir sin rodeos, doctora Scarpetta —dijo Sparacino—. No la creo.
—Yo no ejerzo ningún control sobre lo que usted cree o deja de creer —repliqué muy tranquila.
—He estado pensando mucho en este asunto —añadió Sparacino también muy tranquilo—. El caso es que el manuscrito, que no es más que un montón de papeles sin importancia, tiene mucho valor para ciertas personas. Conozco por lo menos dos, sin incluir a los editores, que estarían dispuestos a pagar un elevado precio por el libro en el que ella estaba trabajando cuando murió.
—Todo eso a mí no me interesa —contesté—. Mi departamento no tiene el manuscrito a que usted se refiere. Y, lo que es más, nunca lo tuvo.
—Alguien lo tiene —Sparacino miró hacia la ventana—. Conocía a Beryl mejor que nadie, conocía muy bien sus costumbres, doctora Scarpetta. Había permanecido algún tiempo fuera de la ciudad y sólo llevaba en casa unas cuantas horas cuando la asesinaron. No puedo creer que no tuviera el manuscrito a mano. En su despacho, en una cartera de documentos, en una maleta —los ojillos azules se clavaron en mí—. No tiene ninguna caja de seguridad en el banco, no existe ningún otro lugar donde pudiera haberlo guardado... aunque, de todos modos, no lo hubiera hecho. Lo tuvo consigo durante su ausencia de la ciudad, pues estaba trabajando en él. Es evidente que, al regresar a Richmond, debía de tener el manuscrito.
—Había permanecido algún tiempo fuera de la ciudad —repetí yo—. ¿Está usted seguro?
Mark, evidentemente nervioso, no se atrevía a mirarme.
Sparacino se reclinó en su sillón y entrelazó los dedos de las manos sobre su abultado vientre.
—Yo sabía que Beryl no estaba en casa. Llevaba varias semanas intentando llamarla. Después, ella me llamó hace aproximadamente un mes. No me quiso decir dónde estaba, pero me dijo que se encontraba muy bien y me comentó los progresos que estaba haciendo con su libro, añadiendo que trabajaba a muy buen ritmo. No quise fisgonear. Beryl estaba muy asustada por culpa de ese chalado que la amenazaba. No me importó no saber dónde estaba, me bastó con saber que se encontraba bien y que estaba trabajando duro para cumplir el plazo. Puede parecerle una muestra de insensibilidad, pero yo tenía que ser pragmático.
—Nosotros no sabemos dónde estuvo Beryl —terció Mark—. Al parecer, Marino no nos lo quiso decir.
El plural me llamó un poco la atención. «Nosotros», es decir, él y Sparacino.
—Si me pide que responda a esta pregunta...
—Eso es precisamente lo que le pido.—dijo Sparacino, interrumpiéndome—. Al final, se tendrá que saber que pasó los últimos meses en Carolina del Norte, Washington, Texas... o el sitio que sea. Pero yo tengo que saberlo ahora. Usted me dice que su departamento no tiene el manuscrito. En la policía me dicen que ellos tampoco lo tienen. El medio más seguro de llegar al fondo de esta cuestión es averiguar dónde estuvo y empezar a seguir la pista del manuscrito a partir de ahí. A lo mejor, alguien la acompañó al aeropuerto. A lo mejor, hizo amistad con alguien en el lugar donde estuvo. A lo mejor, alguien tiene alguna idea de lo que ocurrió con el libro. Por ejemplo, ¿lo llevaba consigo cuando subió al avión?
—Tendrá que pedir esta información al teniente Marino —contesté—. Yo no estoy autorizada a comentar con usted los detalles del caso.
—No esperaba que lo hiciera —dijo Sparacino—. Probablemente porque usted sabe que Beryl llevaba consigo el manuscrito cuando subió al avión para regresar a Richmond. Probablemente porque el manuscrito llegó a su departamento junto con el cuerpo, y ahora ha desaparecido. —Hizo una pausa y clavó sus fríos ojos en mí.— ¿Cuánto le pagó Cary Harper o su hermana o los dos para que les entregara el manuscrito?
Mark estaba totalmente apático y contemplaba la escena con rostro inexpresivo.
—¿Cuánto? ¿Diez, veinte, cincuenta mil?
—Me parece que aquí termina nuestra conversación, señor Sparacino —dije, alargando la mano hacia mi bolso.
—No, no creo que haya terminado, doctora Scarpetta —replicó Sparacino.
Rebuscó con indiferencia en la carpeta y sacó con la misma indiferencia varias hojas de papel que empujó hacia mí sobre el escritorio.
Sentí que la sangre huía de mi rostro cuando tomé las fotocopias de los artículos publicados más de un año atrás por los periódicos de Richmond. Los titulares me eran dolorosamente conocidos.
FORENSE ACUSADO DE ROBAR A UN CADÁVER
Cuando Timothy Smathers murió el pasado mes de un disparo delante de la puerta de su casa, llevaba un reloj de pulsera de oro, una sortija de oro y 83 dólares en efectivo en los bolsillos del pantalón, según ha declarado su mujer, la cual fue testigo del asesinato presuntamente cometido por un antiguo empleado despechado. La policía y los miembros del servicio dé recogida que acudieron al domicilio de los Smathers tras cometerse el asesinato afirman que dichos objetos de valor acompañaban al cuerpo de Smathers cuando éste fue enviado al departamento de Medicina Legal para la práctica de la autopsia…
Había otras cosas, pero yo no necesitaba leer más recortes para saber lo que allí se decía. El caso Smathers provocó la mayor avalancha de publicidad negativa jamás recibida por mi departamento.
Pasé las fotocopias a la mano extendida de Mark. Sparacino me tenía colgada de un gancho, pero yo estaba firmemente decidida a no moverme.
—Tal como usted observará si ha leído los reportajes —dije—, se llevó a cabo una exhaustiva investigación y mi departamento quedó exculpado de cualquier irregularidad.
—Sí, en erecto —dijo Sparacino—. Usted envió personalmente los objetos de valor a la funeraria. Los objetos desaparecieron después. Pero el problema es demostrarlo. La señora Smathers sigue opinando que el departamento de Medicina Legal robó las joyas y el dinero de su marido. He hablado con ella.
—El departamento fue exculpado, Robert —dijo Mark en tono apagado mientras echaba un vistazo a los artículos—. Aun así, aquí dice que la señora Smathers recibió un cheque por una suma equivalente al valor de los objetos.
—En efecto —dije yo fríamente.
—Pero el valor sentimental no tiene precio —comentó Sparacino—. Aunque le hubieran entregado un cheque por una suma diez veces superior, ella no se hubiera consolado.
Aquello era una auténtica broma. La señora Smathers, que, según sospechaba la policía, había sido la instigadora del asesinato de su marido, se había casado con un acaudalado viudo antes de que la hierba empezara a crecer sobre la tumba de su marido.
—Y, tal como dicen los periódicos —añadió Sparacino—, su departamento no pudo presentar el resguardo de la entrega de los efectos personales del señor Smathers a la funeraria. Conozco los detalles. Parece ser que el resguardo lo traspapeló una administrativa que ahora trabaja en otro sitio. Tuvo que ser su palabra contra la de los representantes de la funeraria y, aunque la cuestión jamás se resolvió, por lo menos no a mi entera satisfacción, ahora ya nadie se acuerda ni a nadie le importa.
—¿Adónde quieres ir a parar? —preguntó Mark en el mismo tono apagado de antes.
Sparacino miró a Mark y después me miró de nuevo a mí.
—El caso Smathers, por desgracia, no ha sido el único. En julio pasado, su departamento recibió el cuerpo de un anciano llamado Henry Jackson, muerto por causas naturales. El cadáver llegó al departamento con cincuenta y dos dólares en el bolsillo. Parece ser que este dinero también desapareció y usted se vio obligada a extenderle un cheque al hijo del difunto. El hijo denunció los hechos en el telediario de una televisión local. Tengo una cinta de vídeo de todo lo que allí se dijo, si le interesa verla.
—Jackson entró con cincuenta y dos dólares en efectivo en el bolsillo —repliqué, a punto de perder los estribos—. Se encontraba en avanzado estado de descomposición y los billetes estaban tan putrefactos que ni el más desesperado de los ladrones se hubiera atrevido a tocarlos. No sé qué ocurrió con ellos, pero lo más probable es que los incineraran inadvertidamente junto con las ropas no menos putrefactas y llenas de gusanos que llevaba el difunto Jackson.
—Jesús —murmuró Mark por lo bajo.
—Su departamento tiene un problema, doctora Scarpetta —dijo Sparacino sonriendo.
—Sí, y todos los departamentos tienen sus problemas —repliqué levantándome—. Si usted quiere los efectos personales de Beryl, hable con la policía.
—Lo siento —dijo Mark mientras bajábamos en el ascensor—. No tenía ni idea de que el muy hijo de puta te iba a atacar con toda esta mierda. Me lo hubieras podido decir, Kay...