El décimo círculo (15 page)

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Authors: Jodi Picoult

Tags: #Drama

BOOK: El décimo círculo
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Se levantó, dejando tras de sí sus notas, su abrigo y a la desconcertada clase, y se marchó caminando entre la nieve imponente, en dirección al lugar en el que debía haber estado todo ese tiempo.

—Vamos, adelante —dijo Trixie, cerrando los ojos con fuerza.

Estaba en el Vive y Deja Teñir, un salón de peluquería al que se podía ir andando desde casa, donde te teñían el pelo de azul en cuanto te descuidabas, y donde, en circunstancias normales, no la habrían pillado ni muerta. Pero era la primera vez que se aventuraba a salir de casa y, a pesar del panfleto que le había dado Janice a su padre acerca de cómo no ser sobreprotector, se había mostrado reacio a dejar que Trixie fuera muy lejos.

—Si no estás de vuelta dentro de una hora —le había dicho su padre—, iré a buscarte.

Ella se lo imaginaba esperando tras la ventana en el saledizo que ofrecía la mejor vista de su calle, para verla desde el mismo segundo en que doblara la esquina. Pero, ahora que había llegado a dar el paso, no iba a dejar que la excursión se estropeara. Janice le había dicho que cada vez que tuviera que tomar una decisión, hiciera una lista de pros y contras, y, hasta donde Trixie era capaz de decir, cualquier cosa que sirviera para hacerle olvidar a la chica que había sido sólo podía ser buena.

—Qué buen pelo que tienes —dijo la vieja peluquera—. Podrías donarlo a Cabellos para el Amor.

—¿Eso qué es?

—Una asociación de caridad que fabrica pelucas para los enfermos de cáncer.

Trixie se quedó mirando su propia imagen en el espejo. Le gustó la idea de ayudar a alguien que pudiera estar de verdad peor que ella. Le gustó la idea de que hubiera alguien que pudiera estar peor que ella, punto.

—Vale —dijo Trixie—. ¿Qué tengo que hacer?

—Ya nos ocupamos nosotras —dijo la peluquera—. Tú sólo tienes que decirme cómo te llamas, para que los de la asociación puedan enviarte una de esas bonitas postales de agradecimiento.

Si hubiera sido capaz de pensar con claridad, cosa que, había que afrontarlo, no era, Trixie se habría inventado un alias. Pero a lo mejor el personal de Vive y Deja Teñir no leía los periódicos o no veían otra cosa en la tele que no fuera «Las chicas de oro», porque la peluquera no movió ni una pestaña cuando Trixie le dijo quién era. Ató el pelo de Trixie, largo hasta la cintura con una cinta y le prendió una pequeña tarjeta con su nombre. Acto seguido blandió las tijeras.

—Ya puedes decirle adiós —le dijo la peluquera.

Trixie aguantó la respiración al notar el primer tijeretazo. Luego sintió una gran ligereza sin todo ese peso tirando hacia abajo. Imaginó cómo sería llevar el pelo tan corto para sentir el viento pasar por detrás de las orejas.

—Quiero que me pase la máquina —anunció Trixie.

La peluquera titubeó.

—Pero, cielo —dijo—, eso es de chicos.

—Me da igual —insistió Trixie.

La peluquera suspiró.

—Déjame pensar qué puedo hacer para contentarnos a las dos.

Trixie cerró los ojos, mientras oía el alegre revoloteo de las tijeras de la peluquera alrededor de la cabeza. Los mechones rojizos caían como las plumas de un pájaro cazado en pleno vuelo.

—Adiós —susurraba.

Habían comprado la cama de matrimonio de tamaño extra cuando Trixie tenía tres años y se pasaba el tiempo huyendo de su cama para refugiarse de sus pesadillas en la zona de seguridad de la de sus padres. Entonces les había parecido una buena idea. Aún pensaban tener más niños y parecía decir «casados» con una finalidad que no podía suscitar sino admiración. Y, sin embargo, se habían enamorado en una cama sencilla. Dormían tan pegados el uno al otro que su calor corporal se elevaba todas las noches como un espíritu hasta el techo y se despertaban con los edredones en el suelo. Con esos antecedentes, era sorprendente pensar que ahora, con todo ese espacio entre ambos, estuvieran demasiado cerca para estar cómodos.

Daniel sabía que Laura aún estaba despierta. Había vuelto a casa casi inmediatamente después de haberse marchado, sin darle ninguna explicación sobre los motivos. En cuanto a Daniel, ella le hablaba de forma esporádica, a través de intercambios económicos de información: si Trixie había comido (no); si había dicho algo más (no); si había llamado la policía (no, pero en cambio había llamado la señora Walstone, de la última casa de la manzana, como si fuera asunto suyo). Laura se había embarcado al instante en un torbellino de actividad: se había puesto a limpiar los lavabos, a pasar el aspirador por debajo de los cojines de los sofás, a ver a Trixie cruzando la puerta con aquel corte de pelo como si le hubieran pasado un cortacésped y a tragarse el trauma, lo suficiente al menos como para proponerle jugar una partida al Monopoly. Él se daba cuenta de que era como si quisiera compensar su ausencia de los últimos meses, como si se hubiera juzgado a sí misma y se hubiera impuesto una sentencia.

Ahora, tendido en la cama, se preguntaba cómo podían dos personas estar apenas a un palmo de distancia y al mismo tiempo separadas por miles de kilómetros.

—Lo sabían.

—¿Quiénes?

—Todo el mundo. En la facultad. —Se volvió hacia él, de modo que en la aterciopelada penumbra Daniel podía distinguir el verde de sus ojos—. Cuando llegué estaban hablando del tema.

Daniel podía haberle dicho que eso seguiría siendo así siempre, al menos mientras él y Laura, e incluso Trixie, lo superaran. Era algo que había aprendido cuando tenía once años y el abuelo de Cane le había llevado por primera vez a la caza del alce. Al atardecer habían navegado por el río Kuskokwim en el pequeño bote de aluminio. Habían dejado a Daniel en un recodo y a Cane en otro para cubrir más terreno.

Él se había quedado acurrucado entre los sauces, mientras se preguntaba cuánto tiempo tendría que pasar antes de que Cane y su abuelo volvieran, e incluso si volverían. Cuando el alce apareció con paso delicado entre el follaje, con sus piernas ahusadas, el lomo moteado, el hocico bulboso, a Daniel se le aceleró el corazón. Levantó el rifle y pensó: «Lo quiero, lo quiero, más que nada en el mundo».

En ese momento, el alce se escurrió tras la pared de sauces y desapareció.

Durante el trayecto de vuelta a casa, cuando Cane y su abuelo supieron lo que había pasado, murmuraron
kass’aq
, meneando la cabeza. ¿Cómo podía ser que Daniel no supiera que si piensas en lo que estás cazando mientras lo estás cazando, es como si le telegrafiaras al animal que estás allí?

Al principio, Daniel había desechado con un encogimiento de hombros esa idea como una superstición esquimal propia de los yup’ik, como lo de que tenías que dejar tu taza limpia lamiéndola para no resbalar en el hielo o que debías comerte la cola del pescado para ser un corredor veloz. Pero, cuando se fue haciendo mayor, aprendió que una palabra es algo poderoso. No tienen que gritarte un insulto para que te haga sangrar; no tienen que susurrarte una promesa para que creas. Mantén fijo un pensamiento en tu mente y será suficiente para modificar los actos de la persona o el objeto que se te cruce en el camino.

—Si queremos que las cosas sean normales —dijo Daniel—, tenemos que actuar como si ya lo fueran.

—¿Qué estás diciendo?

—A lo mejor Trixie debería volver al colegio.

Laura se incorporó apoyándose en el codo.

—Debes de estar bromeando.

Daniel vaciló.

—Es Janice la que lo ha sugerido. No creo que sea mucho mejor quedarse aquí sentada todo el día, rumiando lo sucedido.

—En la escuela se va a encontrar con él.

—Hay una orden judicial en vigor: Jason no puede acercarse a ella. Trixie tiene tanto derecho a estar allí como él.

Se hizo un largo silencio.

—Si vuelve —dijo Laura por fin—, tiene que ser porque ella quiera.

Daniel tuvo el sentimiento repentino de que Laura no estaba hablando sólo de Trixie, sino también de ella. Era como sí la violación de Trixie fuera una caída constante de hojas que ellos estaban tan ocupados en barrer que hasta podían no darse cuenta de que bajo ellas el suelo había dejado de ser firme.

La noche ejercía su influjo sobre Daniel.

—¿Lo trajiste alguna vez aquí? ¿A esta cama?

Laura se quedó sin respiración.

—No.

—Lo imagino contigo y ni siquiera sé cuál es su aspecto.

—Fue una equivocación, Daniel…

—Las equivocaciones son cosas que suceden de forma accidental. Una mujer no sale de su casa una mañana y acaba en la cama de un hombre. Tuviste que pensarlo, al menos durante un tiempo. Luciste esa elección.

La verdad había abrasado la garganta a Daniel y se dio cuenta de que le costaba respirar.

—También tomé la opción de acabar con eso, de volver.

—¿Se supone que debería darte las gracias? —Se tapó la cara con el brazo; mejor estar ciego—. Por Dios, ¿cómo has podido hacernos esto?

El perfil de Laura parecía moldeado en plata.

—¿Quieres… preferirías que me fuera?

Era una posibilidad en la que él había pensado. Había una parte de Daniel que no deseaba verla en el baño cepillándose los dientes o poniendo el agua a hervir para el café. Era algo demasiado cotidiano, un espejismo de matrimonio. Pero había otra parte de él que ya no recordaba quién era sin Laura. En realidad, era por ella por lo que se había convertido en el tipo de hombre que era. Era como cualquier otra dinámica dual que formara parte integrante de su arte: no se puede tener fuerza sin debilidad; no hay luz sin oscuridad; no puedes quedarte con el amor sin la pérdida.

—No creo que fuera bueno para Trixie que te marcharas ahora —dijo Daniel por fin.

Laura se volvió hacia él de nuevo.

—¿Y qué me dices de ti? ¿Sería bueno para ti?

Daniel la miró fijamente. Laura estaba grabada en su vida con tinta tan indeleble como un tatuaje. Poco importaba si estaba físicamente presente o no; la llevaría consigo para siempre. Trixie era prueba de ello. Pero había doblado bastantes coladas mientras veía a Oprah y el doctor Phil para saber cómo funcionaba la infidelidad. La traición era una piedra bajo el colchón de la cama que compartías, algo que se te clavaba por mucho que cambiaras de posición. ¿De qué servía hacer el esfuerzo por perdonar, cuando en el fondo, los dos sabían que nunca la perdonaría?

Al ver que Daniel no le respondía, Laura giró y se tumbó sobre la espalda.

—¿Me odias?

—A veces.

—A veces yo también me odio.

Daniel simuló poder oír la respiración de Trixie, tranquila y regular, a través de la pared del dormitorio.

—¿Tan malo era? ¿Para los dos?

Laura negó con la cabeza.

—Entonces, ¿por qué lo has hecho?

Pasó un largo rato sin que ella respondiera. Daniel pensó que se había quedado dormida. Pero entonces su voz atravesó los destellos de las estrellas ensartadas más allá de la ventana.

—Porque —dijo— me recordaba a ti.

Trixie sabía que a la más mínima provocación podía levantarse y marcharse de la clase e ir a refugiarse a la oficina sin que el profesor pestañeara siquiera. Su padre le había dado su teléfono móvil. «Llámame —le había dicho—, y me tendrás ahí antes de que hayas colgado». Había tenido que sufrir una penosa conversación con el director del centro, quien la había llamado por teléfono para decirle que haría todo lo posible por convertir el instituto de Bethel en un refugio para ella. Por tal motivo había renunciado a la clase de psicología con Jason; en su lugar se le había proporcionado un estudio independiente en la biblioteca. Podía hacer un trabajo o algo así. En esos momentos estaba buscando tema: «Chicas que desearían desaparecer».

—Estoy seguro de que Zephyr y tus otras amigas se alegrarán de verte —le dijo su padre.

Ninguno de los dos había mencionado el hecho de que Zephyr no la hubiera llamado, ni una sola vez, para preguntarle cómo estaba. Trixie había tratado de convencerse a sí misma de que era porque Zephyr debía de sentirse culpable por la discusión que habían mantenido y lo que había sucedido después como resultado directo. No le explicó a su padre que en realidad no tenía más amigas en la clase de noveno. Había estado demasiado ocupada permitiendo que Jason llenara todo su universo para mantener las viejas amistades o preocuparse de hacer otras nuevas.

—¿Y si cambio de idea? —preguntó Trixie en voz baja.

Su padre la miró.

—Entonces te traeré a casa. Así de fácil, Trix.

Ella se quedó mirando por la ventanilla del coche. Estaba nevando. Caían unos copos finos y planos que se quedaban suspendidos de los árboles y suavizaban los ángulos del paisaje. El frío se filtraba a través de su gorra de lana. ¿Quién iba a suponer que el pelo diera tanto calor? Ella seguía empeñada en olvidarse de que se lo había cortado: cuando se había mirado al espejo y se había llevado el mayor susto de su vida; cuando había intentado sacarse por fuera del cuello del abrigo una inexistente cola de caballo. Para ser sincera, tenía un aspecto espantoso: la superficial capa de pelo hacía que sus ojos parecieran más grandes y angustiados; la severidad del corte era más adecuada para un chico. Pero a Trixie le gustaba. Si la gente iba a mirarla, ella quería saber que era por su aspecto diferente, no porque fuera diferente.

Las puertas del instituto se hicieron visibles a través del limpiaparabrisas; el aparcamiento para estudiantes quedaba a la derecha. Bajo el manto de nieve, los coches parecían un mar de ballenas varadas. Se preguntó cuál de ellos era el de Jason. Se lo imaginó ya dentro del edificio, donde llevaba dos días más que ella, sembrando la semilla de su versión de la historia, que para entonces a buen seguro había crecido ya hasta convertirse en un matorral espeso.

Su padre frenó.

—Te acompaño dentro —dijo.

Todos los cables vivos del interior de Trixie se activaron. ¿Había algo que gritara «¡Fracasada!» con más fuerza que una víctima de violación llevada al colegio de la mano por su padre?

—Puedo ir yo sola —insistió ella, pero cuando fue a desabrocharse el cinturón de seguridad, comprobó que su mente era incapaz de hacer que sus dedos cumplieran el propósito.

De pronto notó las manos de su padre en el cierre, liberándola.

—Si quieres que volvamos a casa —le dijo con dulzura—, no pasa nada.

Trixie asintió con la cabeza, odiando las lágrimas que se le agolpaban en el fondo de la garganta.

—Ya lo sé.

Era una estupidez tener miedo. ¿Qué podía suceder dentro de esa escuela que fuera peor de lo que le había pasado ya? Pero puedes pasarte el día entero convenciéndote a ti misma con razonamientos y seguir teniendo un nudo en el estómago.

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