El décimo círculo (16 page)

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Authors: Jodi Picoult

Tags: #Drama

BOOK: El décimo círculo
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—En el pueblo, cuando era pequeño —dijo Daniel—, el sitio donde vivíamos estaba encantado.

Trixie parpadeó. Podía contar con los dedos de una mano el número de veces en toda su vida en que había oído a su padre hablar de cuando había vivido de pequeño en Alaska. Había ciertos residuos de su infancia que le hacían parecer diferente, como cuando se marchaba de un sitio cuando había mucho bullicio o la obsesión que tenía de acumular agua, aunque tuvieran en el depósito de casa una reserva interminable. Trixie sólo sabía que su padre había sido el único chico blanco en un pueblo esquimal de nativos yup’ik llamado Akiak. Su madre, que lo había criado sola, había sido maestra de escuela en ese pueblo. Él se había marchado de Alaska con dieciocho años jurando que no iba a volver jamás.

—Nuestra casa estaba adosada a la escuela. La última persona que había vivido en ella era el viejo director, que se había suicidado ahorcándose de una viga de la cocina. Todo el mundo lo sabía. A veces, el equipo de audiovisuales de la escuela se encendía solo, aunque estuviera desenchufado. O las pelotas de baloncesto que había esparcidas por el suelo del gimnasio se ponían a botar solas. En casa, los cajones se abrían solos de vez en cuando y a veces olíamos a loción de afeitado, sin que supiéramos de dónde salía ese olor. —El padre de Trixie levantó los ojos hacia ella—. Los yup’ik temen a los fantasmas. En el colegio veía a veces a los chicos escupir al aire para comprobar si el fantasma estaba lo bastante cerca para robarles la saliva. O daban tres vueltas caminando alrededor del edificio para que el fantasma no pudiera seguirlos cuando volvían a casa a la salida de la escuela. —Se encogió de hombros—. La cuestión es… que yo era el chico blanco. Era yo el que hablaba de una manera peculiar y tenía un aspecto peculiar, y conmigo era con quien se metían continuamente día sí, día también. Yo le tenía un miedo atroz a aquel fantasma, igual que ellos, pero nunca dejé que nadie lo supiera. Así ellos podían llamarme muchas cosas feas… pero no cobarde.

—Jason no es un fantasma —dijo Trixie con voz serena.

Su padre le caló la gorra hasta las orejas. Tenía los ojos tan oscuros que ella podía verse reflejada en ellos.

—Bueno —dijo—, razón de más para no tener miedo.

Daniel estuvo a punto de salir corriendo detrás de Trixie al verla avanzar por la resbaladiza acera que conducía hasta la puerta principal del instituto. ¿Y si se equivocaba? ¿Y si ni Janice, ni los médicos, ni nadie sabía lo crueles que podían llegar a ser los adolescentes? ¿Y si Trixie volvía a casa aún más hundida?

Trixie caminaba con la cabeza gacha, braceando contra el frío. Su chaqueta verde era una mancha sobre la nieve. No se volvió para mirarle.

Cuando era pequeña, Daniel siempre se esperaba a que Trixie entrara en el edificio de la escuela antes de arrancar el coche y marcharse. Podían pasar tantas cosas: que tropezara y cayera, que se metiera con ella un grandullón, que se burlaran de ella un grupo de niñas. Le gustaba pensar que por el mero hecho de verla era capaz de imbuirle el poder de la seguridad y mantenerla a salvo, de forma tan parecida a como dibujaba en sus viñetas a los personajes dentro de un campo de fuerza ondulado y flotante.

Lo cierto, no obstante, era que Daniel había necesitado a Trixie mucho más de lo que Trixie le había necesitado jamás a él. Sin darse cuenta, ella le hacía una demostración todos los días: brincando, dando vueltas, extendiendo los brazos y dando un salto a la carrera, como si pensara que una de esas mañanas hubiera podido de verdad elevarse en los aires. Él la observaba y comprobaba lo fácil que era para los niños creer en un mundo diferente al que se les ofrecía. Luego volvía con el coche a casa y trasladaba eso, trazo a trazo, a una página en limpio.

Recordaba haberse preguntado cuánto tardaría la realidad en atrapar a su hija. Recordaba haber pensado: «El día más triste del mundo será aquel en que deje de jugar a personajes».

Daniel esperó hasta que Trixie se escurrió entre la doble puerta del instituto y luego quitó con cuidado el freno de mano. Habría necesitado cargar un buen montón de arena en la parte trasera de su furgoneta para evitar que fuera dando coletazos al desplazarse sobre la nieve. Lo que fuera, con tal de no perder su precario equilibrio.

3

Trixie conocía la historia que se escondía tras su nombre real, pero eso no significaba que lo odiara menos. Beatrice Portinari había sido el único y verdadero amor de Dante, la mujer que le inspiró muchos poemas épicos. Su madre, profesora universitaria de literatura, había rellenado por su cuenta el certificado de nacimiento cuando su padre (que quería poner el nombre de Sarah a su recién nacida) estaba en el baño.

No obstante, Dante y Beatriz no fueron una pareja como Romeo y Julieta. Dante la conoció cuando él tenía sólo nueve años y no volvió a verla hasta que tuvo dieciocho. Ambos se casaron con otras personas y Beatriz murió joven. Sí eso era el amor eterno, Trixie no quería saber nada de él.

En una ocasión en que Trixie se quejó a su padre por el nombre que le habían puesto, él le dijo que había un dibujante de cómics que le había puesto a su hijo Kal-el, que es el nombre de Superman en kriptoniano, y que podía dar gracias. Pero el instituto de Bethel estaba repleto de Mallorys, Dakotas, Crispins y Willows. Trixie se había pasado la vida llamando aparte a la maestra el primer día de clase para asegurarse de que decía Trixie al leer la lista de asistencia, en lugar de Beatrice, que hacía que los otros niños se mondaran de risa. Hubo una época, en cuarto curso, en que empezó a llamarse a sí misma Justine, pero la cosa no cuajó.

Summer Friedman estaba en la oficina principal con Trixie, firmando en el registro de ausencias. Era alta y rubia, con un moreno de piel perpetuo, como haciendo honor a su nombre, aunque Trixie sabía a ciencia cierta que había nacido en diciembre. Se volvió con el permiso azul en la mano.

—Puta —le dijo a Trixie en voz baja al pasar por su lado.

—¿Beatrice? —llamó la secretaria—. Ya puedes pasar a ver al director.

Trixie sólo había estado una vez en el despacho del director, cuando estuvo en el cuadro de honor durante el primer trimestre de su primer año. La habían llamado al pasar lista, y se había puesto a temblar sin parar, intentando recordar qué era lo que había hecho mal. El director, el señor Aaronsen, la esperaba con una sonrisa de monstruo de las galletas y la mano extendida.

—Enhorabuena, Beatrice —le había dicho mientras le entregaba una pequeña insignia de honor dorada con su desagradable nombre impreso en ella.

—Beatrice —pronunció de nuevo el director esta vez al entrar ella en el despacho. Comprobó que la asesora del instituto, la señora Gray, la esperaba también dentro. ¿Tal vez creían que si se encontraba con un hombre a solas podía asustarse?—. Nos alegra verte de nuevo en el instituto —dijo el señor Aaronsen.

«Yo también me alegro de haber vuelto». La mentira le supo demasiado agria en la lengua, así que Trixie se la tragó sin pronunciarla.

El director se le había quedado mirando el pelo, o su cabeza rapada, pero era lo bastante educado para no hacer ningún tipo de comentario.

—La señora Gray y yo sólo queríamos que supieras que las puertas del instituto están siempre abiertas para ti —dijo el director.

El padre de Trixie tenía dos nombres. Ella lo había descubierto de casualidad cuando tenía diez años y fisgoneaba en los cajones de su escritorio. En el fondo de uno de ellos, detrás de todos aquellos borradores manchados y tubos de minas de lápices de metal, había una fotografía de dos chicos agachados delante de un montón de peces recién pescados. Uno de los chicos era blanco, el otro nativo. En el reverso estaba escrito: Cane y Wass, campamento de pesca. Akiak, Alaska, 1976.

Trixie le había enseñado la foto a su padre, que estaba fuera cortando el césped. «¿Quiénes son?», le había preguntado.

Su padre había apagado el cortacésped. «Están muertos».

—Si te sientes mínimamente incómoda —decía el director, el señor Aaronsen—, si en algún momento necesitas un lugar donde recuperar el aliento…

Al cabo de tres horas su padre había ido a buscarla.

—El de la derecha soy yo —le había dicho, mostrándole de nuevo la foto—. Y el otro es Cane, un amigo mío.

—Pero tú no te llamas Wass —había señalado Trixie.

Su padre le había explicado que al día siguiente de nacer, y cuando ya le habían puesto su nombre, había venido de visita una anciana del pueblo que había empezado a llamarle Wass, una abreviación de Wassilie, el nombre de su esposo, que se había caído por una grieta en el hielo y había muerto una semana antes. Era normal que un esquimal yup’ik que hubiera muerto hacía poco, tomara cuerpo en un recién nacido. Los aldeanos se reían al ver al bebé Daniel, y decían cosas como «Oh, mira. ¡Wass ha vuelto pero con los ojos azules!». o «¡A lo mejor por eso Wass eligió el inglés como segunda lengua en el colegio!».

Durante dieciocho años su madre le llamó Daniel, y todos los demás, Wass. En el mundo yup’ik, le había dicho a Trixie, las almas se reciclan. En el mundo yup’ik, en realidad nadie llega a irse jamás.

—… Una política de tolerancia cero —dijo el director, a lo cual Trixie asintió, aunque no había estado escuchando.

La noche después de que su padre le contara lo de su segundo nombre, Trixie tenía una pregunta preparada para cuando él fue a arroparla.

—¿Por qué me dijiste que esos niños estaban muertos cuando te lo pregunté?

—Porque lo están —respondió su padre.

El señor Aaronsen se levantó, al igual que la señora Gray, y entonces fue cuando Trixie comprendió que tenían la intención de acompañarla a la clase. Al instante le entró el pánico. Eso era bastante peor que el que su padre fuera a acompañarla. Era como si unos cazas de combate escoltaran a un avión para un aterrizaje de emergencia: ¿habría una sola persona en todo el aeropuerto que no mirase por la ventana preguntándose qué demonios habría pasado a bordo?

—Eh —dijo Trixie—, me parece que preferiría, en fin, ir sola.

Faltaba poco para la tercera hora, lo que significaba que tenía tiempo para pasar por su taquilla antes de ir a clase de inglés. Vio cómo el director se volvía hacia la asesora.

—Bueno —dijo el señor Aaronsen—, si lo quieres…

Trixie huyó del despacho del director, recorriendo a ciegas el laberinto de pasillos que configuraban el instituto. Todo el mundo estaba en clase, de modo que había tranquilidad: la risita sofocada de un chico con un pase para ir al lavabo, el taconeo apagado de unos zapatos de tacón alto, los ruidosos esfuerzos de los instrumentos de viento en el piso de arriba, en el aula de música. Hizo girar la combinación de su taquilla: 40—22—38. «Eh —había dicho Jason hacía una vida—, ¿no son ésas las medidas de la Barbie?».

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