El décimo círculo (35 page)

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Authors: Jodi Picoult

Tags: #Drama

BOOK: El décimo círculo
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Trató de imaginarse a su padre meciéndose en el mar más frío y difícil del mundo, debatiéndose por llegar hasta la orilla. Trató de visualizar a ese muchacho y luego lo vio ya adulto, apenas unas noches atrás, apaleando a Jason.

—¿Y qué pasó al final? —preguntó Trixie.

—Un tipo del club de pesca y caza que estaba echando un último vistazo antes del cierre de la temporada divisó el fuego que yo había encendido cuando las olas me arrojaron a la orilla, y me rescató —concluyó su padre—. Después de eso, todos los años me escapaba una o dos veces, pero nunca conseguía llegar muy lejos. Es como un agujero negro: todo el que va a los territorios salvajes de Alaska desaparece de la faz de la tierra.

—¿Por qué estabas tan desesperado por marcharte?

Su padre se acercó a la pila y escurrió la esponja.

—Allí no había nada para mí.

—Entonces no es que te escaparas —dijo Trixie—. Más bien buscabas.

Sin embargo su padre había dejado de escuchar. Cerró el grifo de la pila y la agarró por los codos, girando la parte interna hacia la luz.

Ella se había olvidado de las tiritas, que se habían desprendido con el agua jabonosa. Se le había olvidado bajarse las mangas. Además de la cicatriz en la muñeca, que estaba en parte ya recubierta de piel nueva, su padre vio los cortes que se había hecho en la ducha y que le subían por el antebrazo como una escalera de mano.

—Cielo —le susurró su padre—, ¿qué te has hecho?

A Trixie se le enrojecieron las mejillas. La única persona que conocía esos cortes era Janice, la orientadora para casos de violación, a la que su padre había echado de casa hacía una semana. Trixie se había sentido agradecida con aquel pequeño favor inconmensurable: con Janice fuera del escenario, su secreto estaba a salvo.

—No es lo que parece. No es que haya intentado suicidarme otra vez. Yo sólo… yo sólo… —Bajó la vista al suelo—. Es mi manera de huir.

Cuando por fin hizo acopio del valor suficiente para levantar la vista, la expresión cíe su padre estuvo a punto de hacerla desmoronarse. £1 monstruo que había visto la otra noche en el aparcamiento había desaparecido, reemplazado por el padre en el que había confiado toda la vida. Avergonzada, trató de soltarse de sus manos, pero él no la dejó. Esperó hasta que ella se cansó de forcejear, como solía hacerlo cuando era una niña que apenas andaba. Luego abrazó a Trixie con tal fuerza que ella casi no podía respirar. No hizo falta otra cosa: se puso a llorar como aquella mañana en la ducha, cuando acababa de enterarse de la muerte de Jason.

—Lo siento —sollozó Trixie contra la camisa de su padre—. De verdad, lo siento mucho.

Permanecieron así unidos en la cocina durante un tiempo que pareció horas, mientras a su alrededor las pompas de jabón ascendían de la pila y los platos de color hueso se secaban en el escurridor de rejilla. Quizá es que todo el mundo tenía dos caras, supuso Trixie, sólo que algunos conseguimos disimularlo mejor que otros.

Trixie se imaginó a su padre arrojándose a unas aguas tan frías que le cortaban la respiración. Lo vio contemplando cómo su barca se rompía en pedazos. Habría apostado a que si se lo hubieran preguntado, incluso cuando estaba en aquella isla empapado y aterido de frío, habría dicho que haría lo mismo de nuevo.

Quizá se parecía a su padre más de lo que él suponía.

La receta secreta del Pastel de Añoranza había pasado de la bisabuela a la abuela de Laura, y de su abuela a su madre, y aunque no recordaba el momento en que había tenido lugar la transmisión hasta ella, cuando tenía once años se sabía los ingredientes de memoria, conocía el cuidadoso procedimiento por el que se conseguía que la capa exterior quedara crujiente sin quemarse, para que las zanahorias no se deshicieran en el caldo, y también sabía el número exacto de mordiscos que había que dar para que la pesadumbre que oprimía el corazón desapareciera. Laura sabía que la lista de los ingredientes, en sí misma y por sí misma, no tenía nada de extraordinario: un pollo, cuatro patatas, puerros (que tuvieran más de blanco que de verde), cebollas pequeñas, nata para montar, hojas de laurel y albahaca. Lo que le daba al Pastel de Añoranza una fuerza digna de tenerse en cuenta era el hecho de que podías encontrar lo inverosímil en cualquier cucharada, un súbito sabor a canela mezclado con pimienta, la piel del limón y el vinagre que le daban un toque de sobriedad a la capa exterior, por no mencionar el ritual de la preparación, que requería que la cocinera buscara de espaldas los ingredientes en el armario, que los cortara utilizando únicamente la mano izquierda y, por supuesto, que aderezara el conjunto con una lágrima suya.

Daniel era el que cocinaba en casa habitualmente, pero cuando eran necesarias medidas de excepción (y de desesperación), Laura se ponía el delantal y sacaba la bandeja de gres de su bisabuela, la misma que se volvía de un color diferente cada vez que salía del horno. Había hecho el Pastel de Añoranza para cenar la noche en que Daniel se enteró de la muerte de su madre… un funeral al que no iba a asistir y una mujer por la que, hasta donde sabía Laura, no llegó a llorar nunca. Hizo el Pastel de Añoranza la tarde en que el periquito de Trixie se estrelló contra el espejo del baño y se ahogó en el inodoro. También lo hizo la mañana que siguió a la primera vez en que se había acostado con Seth.

En esos momentos, sin embargo, estaba en medio del pasillo de los productos para hacer pasteles de la tienda de comestibles, donde había ido para comprar los ingredientes, y descubrió que se había quedado con la mente en blanco. La receta, que le había resultado siempre tan familiar como su propio nombre, se le había borrado de la memoria. Habría sido incapaz de decir si el cardamomo formaba parte de las especias o si era el cilantro. Se olvidó por completo de comprar los huevos.

No le fue mucho mejor al regresar a casa y coger la olla para guisar la carne, pues se quedó pensando qué demonios se suponía que tenía que meter en ella. Consternada, se sentó a la mesa de la cocina a escribir lo que recordaba de la receta, consciente de omitir pasos y de que había ingredientes que faltaban. Su madre, que había muerto cuando Laura tenía veintidós años, le había dicho que anotar la receta era la mejor manera de perderla; Laura no podía soportar pensar que la magia iba a acabar por culpa de su descuido.

Fue mientras miraba con fijeza el blanco del papel cuando Trixie bajó de su habitación.

—¿Qué estás preparando? —le preguntó, mirando de reojo el popurrí de ingredientes sobre el mármol de la cocina.

—Pastel de Añoranza —repuso Laura.

Trixie frunció el ceño.

—Te has dejado el vinagre. Y las zanahorias. Y la mitad de las especias. —Se acercó de espaldas hasta la despensa y empezó a sacar tarros—. Por no hablar del pollo.

El pollo. ¿Cómo podía Laura haberse olvidado de eso?

Trixie cogió un cuenco para mezclar los ingredientes y se puso a medir las cantidades de harina y de levadura en polvo para la capa exterior.

—No tendrás Alzheimer, ¿no?

Laura ni siquiera recordaba haberle enseñado nunca a su hija cómo preparar el Pastel de Añoranza, y sin embargo ahí estaba Trixie, cogiendo la batidora con la mano izquierda y cerrando los ojos al verter la leche. Laura se levantó de la mesa de la cocina y se puso a pelar las cebollas que había comprado, pero a media tarea se olvidó de para qué había empezado.

Estaba demasiado ocupada recordando la expresión de Daniel al acabarse la primera ración de pastel, después de enterarse de la muerte de su madre; cómo se le relajaron las profundas líneas verticales entre los ojos y las manos dejaron de temblarle. Se preguntaba cuántas raciones iba a necesitar esa familia para acercarse a la normalidad. Pensaba en que su madre nunca se había cansado de repetir las graves consecuencias que podía tener omitir un paso, no sólo para la persona que comiera el pastel, sino también para la que lo hubiera cocinado.

El teléfono sonó cuando acababan de recubrir el pastel con la capa exterior y de trazar sus iniciales encima con vainilla.

—Es Zeph —le dijo Trixie a Laura—. ¿Puedes colgar cuando descuelgue yo arriba?

Le cedió el teléfono a Laura, y ésta oyó al cabo de unos segundos descolgar el supletorio. A pesar de lo tentada que estuvo de ponerse a escuchar, Laura colgó el teléfono de la cocina. Al volverse advirtió la presencia del pastel, a la espera de ser horneado.

Era como si alguien lo hubiera soltado sobre el mármol desde lo alto.

—Bueno —dijo en voz alta, encogiéndose de hombros, y lo cogió para meterlo en el horno.

Una hora más tarde, cuando el pastel se enfriaba en el mármol, Laura se inclinó sobre él. Tenía que ser la cena de esa noche, pero en cambio se puso a buscar un tenedor casi sin darse cuenta. Al principio lo probó un poco, luego le dio un mordisco, y el mordisco se convirtió en un buen bocado. Comió a dos carrillos, a pesar de escaldarse la lengua, y siguió comiendo hasta que no quedó ni una miga en la bandeja de hornear, hasta que desapareció el último trozo de zanahoria, de clavo y de judía blanca. Y seguía teniendo hambre.

Porque eso también se le había olvidado del Pastel de Añoranza: que, por mucho que comieras, nunca te saciabas.

Cuando Venice Prudhomme vio entrar a Bartholemew en el laboratorio le dijo que no antes de que le formulara su pregunta. Fuera lo que fuese lo que quería, no podía hacerlo. Ya había adelantado la prueba de la droga de inhibición de resistencia a la violación, y le había costado lo suyo. Pero el laboratorio estaba en transición, porque estaba pasando de un sistema de determinación de ADN de ocho loci a un sistema de dieciséis loci, y el habitual retraso acumulado había adquirido proporciones desmesuradas.

—Sólo te pido que me escuches —le había dicho él, y acto seguido había comenzado a suplicar.

Venice le había escuchado, con los brazos cruzados.

—Yo creía que era un caso de violación.

—Y lo era. Hasta que el violador murió, y la versión del suicidio no encaja.

—¿Qué te hace suponer que habéis acertado con el sospechoso?

—Es el padre de la víctima de la violación —le había dicho Bartholemew—. Si violaran a tu hija, ¿tú qué le harías al tipo que lo hizo?

Al final Venice seguía negándose. Tardaría un buen rato en hacer una prueba completa de ADN, aunque la pusiera la primera del montón. Pero su desesperación debió de conmoverla, porque le dijo que al menos le daría un poco de ventaja. Ella misma había trabajado en el equipo de validación para una parte del sistema de dieciséis loci, y aún le quedaban restos del kit. El proceso de extracción de ADN era el mismo, de modo que podría utilizar la muestra que él le había llevado para completar los demás loci cuando el laboratorio se diera un respiro.

Bartholemew se quedó dormido mientras esperaba a que concluyera la prueba, A las cuatro de la mañana, Venice se arrodilló a su lado y le despertó sacudiéndole ligeramente.

—¿Qué quieres primero, las buenas noticias o las malas?

Él suspiró.

—Las buenas.

—Tengo tus resultados.

Eran excelentes noticias. La médico forense le había dicho a Bartholemew que el lodo y los sedimentos del río encontrados en la mano de la víctima podían haber ensuciado la sangre hasta el punto que imposibilitara la prueba, de ADN.

—¿Cuáles son las malas noticias?

—No se corresponden con tu sospechoso.

Mike se quedó mirándola.

—¿Cómo lo sabes, si no te he dado ninguna muestra de Daniel Stone?

—Tal vez la chica violada tenía más sed de venganza que su propio padre. —Venice le puso los resultados delante—. He hecho un test de amelogenina, que es el que hacemos con el ADN nuclear para determinar el género. Y ha resultado que la persona que dejó rastros de sangre… —dijo Venice levantando la vista hacia él— es una chica.

Zephyr le dio todos los detalles a Trixie. El funeral era a las dos en punto, en la iglesia metodista de Bethel, seguido por el sepelio en el cementerio de Westwind. Le dijo que las clases del instituto acabarían antes de la hora habitual para que pudiera asistir más gente. Les habían pedido a los seis nuevos jugadores del equipo de hockey que fueran los portadores del féretro. Como homenaje, tres de las chicas más mayores se habían teñido el pelo de negro.

El plan de Trixie era sencillo: dormir todo el tiempo que durase el funeral de Jason, aunque para eso tuviera que beberse una botella entera de whisky. Bajó las persianas de la habitación para crear una noche artificial y se metió bajo las mantas… sólo para retirarlas de golpe con los pies al cabo de un momento.

«No pensarás que vas a librarte de mí tan fácilmente, ¿verdad?».

Sabía que se lo encontraría allí de pie en medio de la habitación antes incluso de abrir los ojos. Jason se reclinó contra el tocador, atravesando la madera con un codo. Sus ojos habían perdido casi todo el brillo; lo único que veía Trixie eran unos huecos tan profundos como el cielo.

—Ha ido toda la ciudad —susurró Trixie—. No me echarás en falta.

Jason se sentó encima de las mantas. «¿Y tú, Trix? ¿Me echarás en falta cuando ya no esté?».

Ella se volvió de costado, deseando que él desapareciera. Pero en lugar de irse se acurrucó a su lado, acariciándola, musitándole palabras al oído que eran puro hielo. «Si no vas —le susurró—, ¿cómo podrás estar segura de que me he ido de verdad?».

Ella notó que desaparecía al cabo de poco, llevándose consigo todo el aire que quedaba en el dormitorio. Jadeante, Trixie se levantó de la cama y abrió de golpe las tres ventanas de la habitación. Fuera estaban a menos de cinco bajo cero, y el viento azotó las cortinas. Se quedó delante de una de las ventanas, observando a la gente que salía de sus casas con trajes oscuros y vestidos negros. Sus coches se movían como atraídos por un imán al pasar por delante de casa de Trixie.

Trixie se desnudó y se quedó tiritando delante del armario abierto. ¿Cuál era la ropa apropiada para ir al funeral del único chico al que habías querido? ¿Un hábito de penitente, un anillo con diseño de corona de espinas, de remordimiento? Lo que necesitaba era una capa de invisibilidad, como la que su padre dibujaba a veces para los héroes de sus cómics, algo que la hiciera totalmente transparente para evitar que la gente la señalase con el dedo y cuchicheara diciendo que todo había sido por su culpa.

El único vestido oscuro que tenía Trixie era de manga corta, así que se puso unos pantalones negros, que conjuntó con un cárdigan azul marino. En cualquier caso tenía que ponerse botas, con toda esa nieve, y tampoco le habrían quedado bien con falda. No sabía si podía hacer aquello, aguantar junto a la tumba de Jason mientras su nombre pasaba entre la gente como una caja de bombones, pero lo que sí sabía era que si se quedaba en su habitación durante el funeral, tal como había planeado en un principio, se iba a sentir acosada por pensamientos y recuerdos.

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