Read El joven samurai: El camino de la espada Online
Authors: Chris Bradford
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om amogha vairocana mahamudra manipadma jvala pravarttaya hum…
—Es el Mantra de la Luz —susurró Yori, con tono reverente. Estaba junto a Jack y tiraba nervioso de una grulla de papel que ocultaba en su mano—. La frase contiene la sabiduría del Buda que ayuda a guiar a estos monjes al
satori.
Jack asintió y le dirigió a su amigo lo que esperaba que fuese una sonrisa confiada. En realidad, era un manojo de nervios y excitación. Después de cuatro pruebas y varios meses de entrenamiento, el Círculo de Tres y sus tres desafíos de Mente, Cuerpo y Espíritu les serían revelados.
Una súbita puñalada de duda atravesó su corazón. ¿Había nublado su juicio su impaciencia por aprender los Dos Cielos?
Estaba muy cansado por el viaje y ahora comprendía que su sueño había sido perturbado como truco para desequilibrar a los participantes en la primera etapa. El desafío del Círculo de Tres ya había comenzado.
Buscó a Akiko en la fila. A pesar de la expresión determinada de sus ojos, las oscuras sombras que los rodeaban mostraban que estaba demasiado agotada por el largo viaje. Junto a ella se encontraba Harumi, la otra chica participante, que parecía igualmente cansada. Al fondo estaba Tadashi. Le hizo a Jack un gesto de saludo con la cabeza y alzó un puño cerrado como signo de ánimo. Kazuki entró entonces y se colocó junto a Jack, pero lo ignoró por completo.
Guiados por Masamoto, los maestros entraron y se sentaron a un lado. Entonces los seguidores estudiantes entraron y se arrodillaron tras ellos en cuatro ordenadas filas. El cántico de los monjes llegó a su fin, apagándose como el sonido de una ola, y el Sumo Sacerdote se levantó para saludar a la congregación. El rostro del sacerdote era viejo y arrugado, pero su cuerpo parecía resistente como una piedra y, como la estatua del Buda, irradiaba una poderosa energía interior.
—Bienvenido, Masamoto-sama, al Templo Tendai —dijo con la serena voz del hombre que está en paz consigo mismo.
—Gracias por permitirnos alojarnos como tus humildes invitados —respondió Masamoto, inclinando profundamente la cabeza ante el sacerdote—. ¿Puedo presentarte a nuestros aspirantes al Círculo de Tres? Ojalá demuestren ser dignos de Mente, Cuerpo y Espíritu.
Hizo un gesto hacia Jack y los demás con un amplio movimiento de la mano. El sacerdote estudió a los seis jóvenes samuráis, y sus ojos se posaron por último sobre Jack, quien se sintió hipnotizado por la intensidad de la mirada del anciano monje. Tan profunda como un pozo y tan infinita como el cielo, era como si el monje fuera consciente de todo. Jack sintió que estaba mirando a los ojos de un dios viviente.
—Comenzaremos con el desafío del Cuerpo —anunció el sacerdote.
Dio un paso adelante y bendijo a cada uno de los participantes con palabras que Jack no comprendió, pero que sentía que tenían gran poder. Cuando el sacerdote terminó, seis monjes novicios se acercaron con una taza de agua, un cuenco de fina sopa de miso y una pequeña bola de arroz. Se los ofrecieron por turnos a cada uno de los participantes. Advirtiendo lo hambriento que se sentía, Jack se tomó la sopa y el agua y devoró la bola de arroz en cuestión de segundos.
A continuación les presentaron tres pares de sandalias de esparto, una vestimenta blanca, un cuchillo envainado, una cuerda, un libro, una linterna de papel y un largo sombrero de paja que tenía la forma de una quilla de barco invertida. Los monjes ayudaron a los participantes a ponerse la túnica blanca, les ataron el sombrero a la cabeza y les calzaron un par de sandalias en los pies.
Mientras lo hacían, no dieron ninguna explicación.
—¿Para qué es todo esto? —le susurró Jack al monje que le ayudaba a vestirse con aquella extraña mezcla de ropa y equipo.
El monje, ocupado en envolver la cuerda en torno a su cintura, alzó la cabeza.
—Llevas una túnica blanca, el color budista de la muerte, para recordarte lo mucho que te acercarás a los límites de la misma vida —susurró—. La cuerda se llama «el cordón de la muerte». Junto con el cuchillo, sirve para recordar a todos los monjes novicios su deber de quitarse la vida si no completan su peregrinación, bien ahorcándose o atravesándose a sí mismos.
Como no era monje, Jack se alegró de que esta regla no se aplicara a él.
Completados los preparativos, encendieron las linternas y los seis participantes fueron conducidos al oscuro patio del templo. Había dejado de llover, pero seguía soplando un viento helado y Jack se estremeció involuntariamente.
El sacerdote, resguardado por un paraguas que sostenía uno de los monjes, los convocó en el centro del patio. Los seis se reunieron, todos temblando en su propia mancha de luz, los rostros
tensos
y ansiosos.
—Tenéis que completar un solo día de la Peregrinación de Mil Días que mis monjes
tendal
tienen que cumplir como parte de su entrenamiento espiritual —anunció—. Nuestro templo cree que el desafío es una montaña con la iluminación en el pico. Escalad la montaña y el
satori
es vuestro.
El sacerdote señaló la oscuridad. Contra el cielo tormentoso, Jack apenas pudo distinguir el oscuro contorno de una montaña recortada por los relámpagos.
—Iréis a la cima del primer Círculo de Tres y volveréis, rezando en cada uno de los veinte altares marcados en vuestros libros —explicó el sacerdote—. Realizaréis este desafío solos. No podéis parar a dormir. No se os permite comer. Y debéis regresar al templo antes de que la primera luz del amanecer alcance los ojos del Buda de madera.
El sacerdote los fue observando uno a uno, y su mirada pareció penetrar sus mismas almas.
—Si oís a mis monjes completar el Mantra de la Luz, entonces es que llegáis demasiado tarde.
Jack
había
llegado a su límite.
No podía continuar. Su cuerpo se rebelaba y una desesperación solitaria descendió sobre él mientras escuchaba el sonido de sus sandalias de esparto chirriando en el lodo.
La lluvia, que había menguado al principio del reto, caía ahora en una cascada torrencial y Jack estaba empapado hasta los huesos. Sus pies eran doloridos bloques de hielo, su segundo par de sandalias de esparto se estaba desintegrando ya y los músculos le ardían de dolor.
Pero no podía pararse.
No estaba permitido.
—Para llegar a la cima, tenéis que escalar una montaña paso a paso —les había dicho el Sumo Sacerdote a los seis participantes del Círculo antes de comenzar el desafío del Cuerpo—. Experimentaréis dolor en este viaje, pero recordad que el dolor es sólo un síntoma del esfuerzo que ponéis en la tarea. Podéis abriros paso a través de esta barrera.
Pero Jack estaba descubriendo que el dolor era demasiado grande para vencerlo. Llevaba corriendo desde hacía más de media noche.
Estaba hambriento y débil por el agotamiento; la energía de la exigua comida se había consumido ya y había visitado solamente catorce de los veinte altares a los que tenía que llegar antes del amanecer.
Jack continuó dando tumbos.
Pero el decimoquinto altar no aparecía por ninguna parte. Sin duda lo había dejado atrás. Empezó a preguntarse si los Dos Cielos merecía semejante castigo físico y todo el impulso de su cuerpo se agotó cuando su mente cedió, impulsándole a detenerse.
—Escalad la montaña y el
satori
es vuestro —les había dicho el sacerdote.
A Jack no le importaba ya la iluminación. Todo lo que quería era una cama y estar caliente y seco. Sentía que su paso casi se había detenido.
Este desafío era imposible. ¿Cómo iba a encontrar el camino a través de senderos montañosos a los que la lluvia convertía en traicioneros, y en la más completa oscuridad? De algún modo, se esperaba que cubriera una distancia equivalente a cruzar el canal desde Inglaterra a Francia, con sólo una linterna de papel para iluminar el camino y un diminuto libro de direcciones para guiarle hasta cada uno de los veinte altares.
No había ninguna posibilidad de tomar un atajo, ya que los altares tenían que ser visitados en un orden establecido y debía sellar el libro con un bloque de tinta para demostrar que había estado allí. Jack deseó tener a alguien a quien seguir y que le animara, pero cada participante había sido separado durante un breve periodo de tiempo medido por una barra de incienso encendida. Estaba solo en su sufrimiento.
Sin comer ni dormir, se preguntó si alguien llegaría al altar principal del templo antes de que la primera luz del amanecer alcanzara los ojos del Buda de madera.
La desesperación tenía asido a Jack y debilitaba los últimos jirones de su determinación. Su pie tropezó con algo sólido y el muchacho cayó hacia delante.
Jack cayó de rodillas, derrotado.
Su linterna, milagrosamente encendida todavía con el aguacero, iluminó una vieja lápida cubierta de musgo. Toda la prueba, había descubierto Jack, estaba cubierta de enterramientos semejantes, cada uno marcando el destino mortal de un monje que había fracasado en su peregrinación.
Contempló la cuerda que rodeaba su cintura y el cuchillo de su cinturón. Ése no sería su destino, por muy desesperadas que se volvieran las cosas.
Jack intentó incorporarse, pero el esfuerzo fue demasiado grande y se desplomó a cuatro patas en al barro. Su cuerpo se había rendido.
El Círculo de Tres lo había roto al primer intento.
Jack no tenía ni idea de cuánto tiempo había permanecido a cuatro patas bajo la lluvia, pero en lo más profundo de su mente oyó la voz del
sensei
Yamada.
«Cualquiera puede rendirse, es la cosa más sencilla del mundo. Pero mantenerte firme cuando todos los demás esperan que te desmorones, eso es la auténtica fuerza.»
Jack se aferró a esas palabras como a un cable salvador. Su
sensei
tenía razón. Debía continuar. Éste era su camino para convertirse en un auténtico guerrero samurái. Su vía rápida para aprender la inquebrantable técnica de los Dos Cielos.
Jack se arrastró por el barro.
Deseó alzarse por encima del dolor de sus piernas y rodillas.
Tenía que completar el desafío del Cuerpo.
Se recordó que esta noche representaba sólo un día de la Peregrinación de los Mil Días que los monjes
tendai
tenían que completar como parte de su entrenamiento espiritual. El Sumo Sacerdote les había dicho que, durante un periodo de siete años, sus discípulos corrían el equivalente a la circunferencia del mundo. Sólo cuarenta y seis monjes habían completado este extraordinario ritual en los últimos cuatro siglos, pero el viejo sacerdote era la prueba viviente de que podía lograrse. Él era el cuadragesimosexto. Si aquel hombre pudo completar mil días, sin duda Jack podía conseguir uno.
Alzó la cabeza, dejando que la fría lluvia lavara la suciedad de su cara. En la oscuridad, un destello de luz de su linterna reflejó el decimoquinto altar sólo un poco más allá en el sendero.
«No intentes comer un elefante para almorzar.»
La frase surgió de ninguna parte y Jack se rio por el absurdo dicho que el
sensei
Yamada le había contado a Yori. Pero ahora comprendía.
Al dividir el plato en secciones más pequeñas y tomarlo pedazo a pedazo, tal vez podría terminar el desafío. Jack se concentró en el decimoquinto altar como su primer objetivo asequible. Una chispa de energía avivó su cuerpo y se puso en pie. Dio un paso inestable hacia delante, luego otro, y cada paso lo fue acercando a su objetivo del decimoquinto altar.
Cuando llegó, Jack se regocijó y dijo una pequeña oración. Las palabras lo llenaron de optimismo. Con renovada determinación que enmascaraba sus dolores y achaques, selló su libro y partió hacia su siguiente objetivo, el decimosexto altar.
Estaba corriendo. Había roto la barrera del dolor de la que había hablado el Sumo Sacerdote. Pero no había recorrido ni veinte pasos cuando Jack vio dos ojos rojos que lo miraban en la oscuridad.
Un grito apagado surgió de la demoníaca aparición, que cargó contra él.
Jack apenas tuvo tiempo para evitar los colmillos ensangrentados mientras corría para ponerse a cubierto.
El jabalí salvaje cargó contra él, la cabeza agachada para atacar. Los colmillos se alzaron, pero no llegaron a alcanzar la pierna izquierda de Jack por muy poco. El animal pasó de largo antes de desaparecer en la maleza.
Jack se quedó tendido en los matorrales, jadeando en busca de aliento. Escuchó el chillido infernal perderse hasta que fue ahogado por la tormenta. En su desesperación por esquivar al jabalí, Jack había dejado caer su linterna y ésta yacía ahora aplastada e inútil en el barro, con la llama apagada.
¿Qué iba a hacer ahora? Se encontraba en mitad de la noche y el denso bosque le impedía ver apenas unos pocos palmos. Sin duda se perdería en la falda de la montaña si intentaba encontrar el camino en la oscuridad. Y, se recordó, estaba en pleno territorio ninja. Sus posibilidades de terminar el reto, mucho menos de salir de la montaña con vida, eran mínimos.
Como había sido el último en partir, tenía poco sentido esperar a que lo encontraran. Si se quedaba quieto, corría el peligro de morir de frío extremo.
Su situación no podía ser mucho peor. Demasiado cansado para llorar, se irritó. Poniéndose en pie, Jack avanzó hacia el sendero.
No sería derrotado por esta montaña.
Sobreviviría.
Chocó directamente contra un árbol.
Jack maldijo, pero continuó. Recordó la lección que el muñeco Daruma le había enseñado el año pasado en la
Taruy-Jiai.
Siete veces abajo, ocho arriba.
Tras dedicar un momento a calmarse, Jack comprendió que tendría que estar utilizando las técnicas que el
sensei
Kano le había enseñado en su entrenamiento sensitivo. Con las manos estiradas, fue palpando y escuchando mientras avanzaba por el bosque.
Por primera vez, Jack empezó a apreciar a lo que el
sensei
Kano se enfrentaba diariamente, y su admiración por el maestro ciego se multiplicó diez mil veces. Para el maestro de
bo
, la vida era una pugna constante a través de un bosque negro como la brea, y sin embargo lo abarcaba todo a su paso.
Tras haber puesto sus propios problemas en perspectiva, Jack continuó luchando.
Dobló un recodo y bajó por el sendero, y entonces advirtió una luz fluctuando en la oscuridad. Al acercarse, pudo oír un leve gemido. Avivó el paso. Vio una figura tendida en el lodo y reconoció a Yori.