Read El laberinto de la muerte Online

Authors: Ariana Franklin

Tags: #Histórico, Intriga, Relato

El laberinto de la muerte (10 page)

BOOK: El laberinto de la muerte
5.62Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

La abadesa tomó asiento en la cabecera de la mesa, con dificultad apoyó el bastón en la silla, juntó las manos y escuchó.

En unos instantes Adelia comprendió que buena parte de la bienaventuranza de Godstow se debía a esa diminuta mujer. La madre Edyve tenía la desinteresada calma de los ancianos que ya lo han visto todo y lo ven por segunda vez. Ese joven obispo —un adolescente, comparado con ella— no podía alterarla, aunque su séquito incluyera a un sarraceno, dos mujeres, un bebé y un perro indecoroso y dijera que había encontrado a un hombre asesinado a poca distancia de su portal.

Incluso el descubrimiento de que el obispo deseara ocultar el cadáver en la cámara de hielo de la abadía fue considerado con calma.

—¿Eso significa que esperáis hallar al asesino? —preguntó la abadesa.

—Los asesinos, abadesa —respondió el obispo, siseando con impaciencia. Una vez más, recurrió a las pruebas descubiertas por el doctor Mansur y su ayudante.

En opinión de Adelia, la madre Edyve tal vez lo había comprendido desde el principio y sencillamente se tomaba unos minutos para considerar su decisión. Mientras escuchaba, sus ojos —con los párpados arrugados, incrustados en un rostro con surcos, que recordaba la piel de becerro— permanecían cerrados. Sus manos venosas se reflejaban en el lustre de la mesa.

Rowley concluyó diciendo:

—Estamos seguros de que ciertas personas desean que el joven esté muerto y que se divulgue quién es. Si, en cambio, solo hay silencio, regresarán para descubrir el motivo.

—Una trampa —dijo la abadesa, sin énfasis.

—Una trampa necesaria para que se haga justicia —insistió Rowley—. Y solo vos debéis saberlo, abadesa.

Adelia pensó que le estaba pidiendo mucho. Ocultar un cuerpo sin luto ni sepultura era, probablemente, contrario a la ley y, ciertamente, contrariaba los preceptos cristianos.

Por otra parte, de acuerdo con lo que Rowley le había dicho, esa anciana había mantenido al convento y a su monjas intactos durante trece años de guerra civil —que en gran parte se había librado en aquella región—, lo cual sugería que las normas de los hombres, e incluso las de Dios, habían sido modificadas en algún momento.

La madre Edyve abrió sus ojos.

—Puedo deciros esto, Ilustrísima: el puente es nuestro. Es deber de nuestro convento conservar su estructura y su paz y, en consecuencia, atrapar a aquellos que han cometido un crimen en él.

—¿Entonces, estáis de acuerdo? —preguntó, Rowley, desconcertado. Había esperado que la abadesa se resistiera.

—No obstante —continuó ella, impasible, como si él no hubiera hablado—, necesitaréis la ayuda de mi hija, la priora. —Del cinto que llevaba por debajo del omóplato la madre Edyve tomó el llavero más enorme que Adelia había visto. Era sorprendente que el peso no la hiciera caer al suelo. Entre las múltiples llaves había una campanilla, que ella hizo sonar.

La priora que los había recibido entró en el salón.

—Sí, madre.

Cuando pudo compararlas, Adelia advirtió que la priora Havis tenía el mismo rostro enjuto y la misma piel de becerro que la abadesa, aunque menos arrugada. «Mi hija, la priora» no era un eufemismo piadoso. Al tomar los hábitos Edyve había llevado a su hija consigo.

—Nuestro señor obispo ha traído algo para depositar en nuestra cámara de hielo, priora. Será guardado allí, en secreto, durante las laudes. —Guardó silencio un momento. Luego separó una llave del gran anillo de metal y la entregó a la priora—. No se lo diréis a nadie hasta nuevo aviso.

—Sí, madre —respondió la priora Havis. A continuación hizo una reverencia al obispo y a su madre y se marchó. Sin sorpresa. Sin preguntas.

Adelia pensó que, en alguna época, la cámara de hielo de Godstow habría almacenado algo más que reses. Tal vez objetos valiosos o fugitivos. El convento estaba a mitad de camino entre la ciudad de Wallingford —que había resistido en defensa de la reina Matilda— y Oxford Castle —donde había ondeado la bandera del rey Esteban—, por lo cual bien habría podido ser necesario ocultar ambas cosas.

Allie se estaba agitando. Gyltha, que la tenía en sus brazos, miró inquisitivamente a Adelia y luego dirigió sus ojos hacia el suelo. Adelia asintió. Estaba bastante limpio.

Allie fue depositada en el suelo con la intención de que gateara, un ejercicio que se negaba a hacer. Prefería arrastrarse de espaldas. El perro, aburrido, se colocó de manera tal que ella pudiera agarrarse a sus orejas.

Rowley ni siquiera agradeció a la abadesa su ayuda. Pasó a un asunto más importante.

—Y ahora, señora, ¿qué podéis decirme de Rosamunda Clifford?

—Sí, lady Rosamunda —dijo la madre Edyve, impasible como de costumbre, aunque sus manos se tensaron ligeramente—. Se dice que fue la reina quien la envenenó.

—Eso dicen.

—Y yo temo que eso provoque una guerra.

La sala quedó en silencio. La abadesa y el obispo estaban de acuerdo, parecían compartir un repugnante secreto. Una vez más, jinetes brutales y apocalípticos se arremolinaban en los recuerdos de quienes habían vivido la guerra civil, y creaban una turbulencia tan potente que Adelia pensó en levantar a su bebé. Luego decidió que sería conveniente estar atenta, Allie podía moverse en dirección al brasero.

—¿Ha llegado el cadáver? —preguntó abruptamente Rowley.

—No.

—Creí que ya lo habíais organizado. Debía llegar hasta aquí para ser enterrado —dijo el obispo con tono acusatorio, como culpando a la abadesa.

Adelia se dijo que cualquier otro obispo habría elogiado a un convento que se negara a sepultar a una mujer de mala fama en sus terrenos.

La madre Edyve miró hacia un lado. Allie trataba de erguirse aferrándose a una de las patas de su silla. Adelia se puso de pie, con la intención de apartarla, pero la abadesa la detuvo con un dedo admonitorio. Luego, sin cambiar su expresión, le entregó la campanilla a la niña.

«Sabéis cómo son los bebés», pensó Adelia, con alivio.

—Nuestra orden está en deuda con lady Rosamunda, ha tenido muchas actitudes bondadosas para con nosotras en el pasado —afirmó la madre Edyve. Su voz parecía el piar de un pájaro lejano—. Así estaba dispuesto. Sin embargo, Dakers, su ama de llaves, se niega a entregarnos el cadáver.

—¿Por qué?

—No lo sé, pero es difícil corregir la situación sin su consentimiento.

—En el nombre de Dios, ¿por qué?

Algo, tal vez un atisbo de diversión, alteró por medio segundo la inmovilidad del rostro de la abadesa. Desde el suelo, junto a su silla, llegó un tintineo: Allie examinaba su nuevo juguete.

—Según creo, habéis visitado Wormhold Tower mientras ella estaba enferma, Ilustrísima.

—Así fue, como bien sabéis. Vuestra priora…, Havis, me envió un mensaje a Oxford pidiendo que lo hiciera.

—¿Y ambos fueron conducidos hasta allí a través del laberinto que rodea la torre?

—Sí, una demente nos recibió en la entrada.

Los dedos de Rowley tamborilearon en la mesa. No se había sentado desde el momento en que había entrado en aquel salón.

—La señora Dakers —afirmó la abadesa. Nuevamente algo en su rostro insinuó cierta diversión, un gesto tan leve como el movimiento que produce una ínfima brisa en un estanque—. Según entiendo, no permite la entrada a persona alguna desde que murió su ama. Ilustrísima, me temo que sin su guía no hay manera de atravesar el laberinto y llegar a la torre.

—Llegaré, juro por Dios que llegaré a la torre. Mientras yo sea obispo nadie permanecerá insepulto… —En ese punto Rowley se detuvo y rio. Había atravesado la entrada de Godstow llevando un cadáver.

Mientras se conmovía y sonreía junto con él, Adelia pensó que Rowley tenía la meritoria cualidad de comprender cuán incongruentes eran las cosas. Lo observó mientras pedía disculpas a la abadesa por sus modales y le agradecía su amabilidad. De pronto advirtió que los pálidos ojos de la monja miraban cómo ella lo observaba a él.

La abadesa continuó con el asunto en cuestión.

—La lealtad de la señora Dakers hacia su ama era… —la religiosa eligió cuidadosamente el calificativo— formidable. La desafortunada sirvienta responsable de haber conseguido las setas mortales huyó de la torre temiendo por su vida y encontró refugio entre nosotras.

—¿Esta aquí? Bien, quiero interrogarla —dijo Rowley, y se corrigió—. Con vuestro permiso, señora, desearía interrogarla.

La madre Edyve inclinó la cabeza en señal de consentimiento.

—Y si pudiera abusar aún más de vuestra bondad —continuó el obispo—, desearía dejar aquí parte de mi comitiva mientras el doctor Mansur y su ayudante me acompañan a Wormhold Tower para ver qué puede hacerse. El buen doctor tiene dotes para la investigación que nos permitirían…

«Todavía no. No hoy. Por el amor de Dios, Rowley. El viaje fue penoso».

Adelia tosió y miró a Gyltha, que tocó con el codo a Mansur, de pie junto a ella. El árabe observó a ambas mujeres antes de hablar, por primera vez, y en inglés.

—Vuestro médico os aconseja descansar —dijo, y agregó—: Ilustrísima.

—Maldito descanso —exclamó Rowley, pero miró a Adelia, que debía acompañarlo adondequiera que él fuese. ¿No era acaso el motivo por el cual estaba allí?

Ella movió la cabeza, lo cual significaba: «Necesitamos descanso, Rowley. Sobre todo vos lo necesitáis».

Los ojos de la abadesa habían seguido el intercambio de miradas, y aun cuando no le hubieran dicho nada más —tal vez no fuera así—, sabía que el asunto estaba fuera de discusión.

—Cuando hayáis depositado el cuerpo del desafortunado caballero, Havis se ocupará de vuestro alojamiento —dijo la madre Edyve.

• • •

Aún estaba muy oscuro y hacía mucho frío. Las monjas estaban en su capilla, rezando laudes, y todos aquellos que debían cumplir con sus tareas se encontraban realizándolas en los diversos edificios del convento, lejos de la entrada principal a través de la cual acababa de pasar un carruaje cubierto que llevaba a un hombre muerto.

Walt y los soldados lo custodiaban. Estaban de pie, dando pisotones y palmeándose los brazos para conservar el calor, impasibles, ignorando al inquisitivo vigía del convento, que asomaba por una de las ventanas inferiores de la muralla.

La priora Havis le ordenó bruscamente que retirara la cabeza de la ventana, cerrara los postigos y se ocupara de sus propios asuntos.

—Guarda silencio, Fitchet.

—¿No lo hago, acaso? —preguntó Fitchet, ofendido—. Siempre guardo silencio. —Los postigos se cerraron con fuerza.

—Casi siempre —dijo Havis. Luego, con el farol en alto, caminó delante de los hombres a través de la nieve.

Walt la siguió guiando a los caballos. El obispo, Oswald y Aelwyn marcharon junto a él. Adelia y Mansur iban sentados en el pescante del carro.

Rowley sabía que Adelia estaba agotada, la habría dejado en la habitación que las monjas habían preparado para ella, Gyltha y la niña en la residencia de huéspedes, pero la médica consideraba que ese joven muerto era su responsabilidad. Aunque impulsados por buenos motivos, debido a sus indicaciones, ese cadáver recibía un trato vergonzoso. En la medida de lo posible, debía demostrarle su respeto.

Avanzaron siguiendo el muro que rodeaba los grandes edificios y jardines del convento, y finalmente llegaron al bosque donde yacía el caballo del hombre muerto.

El rumor del agua que habían percibido desde el puente se volvió más audible. Estaban junto a un río, el propio Támesis o un arroyo cuyas aguas corrían veloces hacia él, humedeciendo el aire y tornándolo aún más frío. El ruido era impresionante.

Mansur señaló algo. Adelia y él estaban sentados a una altura que les permitía ver por encima del muro y, cuando pasaban cerca de un claro del bosque, más allá del agua. Allí estaba el puente, y en el extremo más lejano se distinguía un molino.

El árabe decía algo que Adelia no podía oír. Tal vez, que la oscuridad les había impedido ver aquel molino cuando se detuvieron en el puente. En ese momento la luz entraba por las ventanas de su torre y la corriente hacía girar su enorme rueda.

Se detuvieron. La priora se encontraba junto a una gran cabaña de piedra, pegada al muro. Estaba abriendo la puerta. El farol de la monja alumbró el interior de la cabaña, vacío salvo por una escalera y algunas herramientas. El suelo estaba revestido de piedra, pero la mayor parte del espacio estaba cubierto por un gran círculo de hierro con asas, semejante a la tapa de una inmensa olla.

La priora Havis retrocedió.

—Necesitaremos dos hombres para levantarla —dijo con la misma voz inexpresiva de su madre.

Aelwyn y Oswald se ofrecieron a hacerlo, dejando a la vista la oscuridad de un agujero de donde surgían un frío tangible y olor a paja y carne congelada.

El obispo le había quitado el farol a la priora y estaba de rodillas junto al agujero.

—¿Quién construyó esto?

—No lo sabemos, Ilustrísima. Nosotras lo descubrimos y lo conservamos. La madre abadesa cree que estaba aquí mucho antes de la llegada de nuestra orden.

—Los romanos, supongo —dijo Rowley, intrigado. La escalera fue trasladada y colocada en un lugar desde donde pudo descender. Mientras lo hacía, se oía el eco de su voz, que seguía formulando preguntas. La monja las respondía con indiferencia.

Ciertamente, esa ubicación, tan lejana a la carnicería del convento, era incómoda. Pero tal vez sus constructores la habían elegido porque estaba cerca de un tramo del río flanqueado por un terraplén, de modo tal que no habría erosión y al mismo tiempo se beneficiaría con la refrescante proximidad de la corriente de agua.

Sí, el convento aún conservaba la mayoría de sus animales, que eran escabechados o salados después de la matanza que se realizaba el día de san Miguel Arcángel. Ni siquiera Godstow podía alimentar a todo su ganado durante el invierno, pero congelando algunas reses sus habitantes podían disponer esporádicamente de carne fresca hasta la llegada de la primavera o incluso durante un periodo más prolongado.

Por supuesto, aquel invierno era sin duda muy frío, y por ese motivo el estanque del molino se había congelado. Sin embargo, últimamente los inviernos solían ser fríos, y el anterior —excepcionalmente gélido— les había proporcionado bloques de hielo suficientes para conservar sus alimentos hasta el verano.

Sí, Su Ilustrísima vería un desagüe que descargaba el agua procedente de la fusión del hielo.

BOOK: El laberinto de la muerte
5.62Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Besieged by Rowena Cory Daniells
The War of the Roses by Warren Adler
Carinian's Seeker by T J Michaels
Bloody Valentine by Lucy Swing
To Love a Scoundrel by Sharon Ihle
Ash and Silver by Carol Berg
Bennington Girls Are Easy by Charlotte Silver
Dust to Dust by Ken McClure