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Authors: Ariana Franklin

Tags: #Histórico, Intriga, Relato

El laberinto de la muerte (11 page)

BOOK: El laberinto de la muerte
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—Maravilloso.

Adelia tosió deliberadamente. Rowley asomó la cabeza.

—¿Qué sucede?

—Las exequias, Ilustrísima.

—Oh, por supuesto.

El cuerpo fue depositado en el suelo.

Adelia comprobó con interés que el rígor mortis había pasado, tal vez por el relativo abrigo que ofrecía el envoltorio de paja y la protección del carro. En la profundidad de aquel agujero helado, retornaría.

La voz segura, potente, del obispo de Saint Albans llenó la cabaña.


Domine, Iesu Christe, Rex gloriae
…, libera las almas de todos los fieles difuntos del castigo del infierno y del profundo hoyo…, no permitas que caigan en las tinieblas, sino que san Miguel, el abanderado, las conduzca a la luz santa que habéis prometido…

En silencio, Adelia rezó su propio réquiem.

«Y que aquellos que os aman nos perdonen por lo que hacemos».

Luego bajó al agujero, precediendo al cuerpo, para reunirse con Oswald y el obispo. El lugar era horrendo, parecía el interior de un enorme huevo de ladrillo totalmente aislado con una gruesa capa de paja entretejida, sobre la cual se encontraban los bloques de hielo. De sus ganchos pendían trozos de ternera, oveja, venado y cerdo, blancos a causa del frío, tan apiñados que Adelia no pudo pasar entre ellos sin rozarlos con los hombros. De pronto descubrió una abertura y la atravesó: su sombrero quedó atrapado entre las garras de las aves de caza que colgaban de sus respectivas horcas.

Castañeteando los dientes —no solo debido al frío—, ella y los demás guiaron el cuerpo del muerto cuando Aelwyn y Oswald lo bajaron. Juntos lo colocaron debajo de las aves, tomando la precaución de elegir un lugar donde, si algo chorreaba, no cayera en su rostro.

—Lo lamento verdaderamente —dijo Adelia. Los demás ya habían salido del agujero. Ella permaneció unos instantes junto al hombre muerto, para hacerle una promesa—. Aunque no atrapemos a vuestros asesinos, no os dejaré aquí por mucho tiempo.

Había pasado más tiempo del que debía en aquella bóveda helada. Tenía tanto frío que no pudo subir la escalera y Mansur tuvo que alzarla.

La abadesa cedió su casa a Rowley. Dijo que era un alivio: los peldaños empinados de la puerta principal se habían convertido en una dificultad para ella. Considerando que él era su superior ante Dios, no podía hacer menos, aunque de esa manera le daba acceso al patio interior, el claustro, la capilla, el refectorio y el dormitorio de las monjas, que en todo caso estaban vedados a los hombres durante la noche. Después de echar un vistazo al padre Paton, la madre Edyve decidió que tampoco él constituía una amenaza sexual y lo hospedó junto a su amo.

Jacques, Walt, Oswald y Aelwyn fueron alojados en las dependencias de los sirvientes.

Mansur recibió una agradable habitación del ala destinada a los hombres en la residencia de huéspedes. Gyltha, Adelia, la niña y el perro fueron hospedados en una habitación igualmente agradable en el ala femenina, junto a la iglesia. Una escalera recta, al aire libre, conducía a la puerta de cada huésped. Las mujeres estaban en el piso más alto, la habitación miraba al oeste. Desde allí se veían el camino a Oxford y los campos de la abadía, cuya pendiente caía hacia el Támesis.

—Plumón —dijo Gyltha examinando una amplia cama—, y no hay pulgas. Y algún santo ha puesto ladrillos calientes para que estemos abrigadas.

Adelia ansiaba tenderse en la cama y dormir y, durante un rato, fue precisamente eso lo que hicieron las tres huéspedes.

El tañido de campanas las despertó. Una de ellas sonaba como si la tuvieran dentro del oído y la jarra que estaba sobre la mesa comenzó a temblar, dejando caer el agua en el lavamanos.

Lista para huir, Adelia levantó de la cama a la pequeña Allie, tendida entre ella y Gyltha.

—¿Es un incendio?

Gyltha prestó atención. Las campanadas más fuertes llegaban desde la torre de la iglesia vecina, y junto con ellas se oían otras campanas, más pequeñas y mucho más lejanas.

—Es domingo.

—Oh, maldición. No es posible.

No obstante, la cortesía y el sentimiento de gratitud hacia la abadesa las obligaban a asistir al oficio matutino, para el cual Godstow estaba llamando a su gente.

Y no solo a su gente. La iglesia del patio exterior estaba abierta a todos, laicos o religiosos, aunque no, por supuesto, a los gentiles y los perros malolientes. En consecuencia, Mansur y Guardián pudieron permanecer en sus respectivas camas. Todas las personas que vivían cerca avanzaban esforzadamente sobre la nieve para llegar hasta allí. Los pobladores de Wolvercote cruzaban el puente en masa, debido a que el señor del lugar había permitido que su iglesia quedara en ruinas.

La atracción, por supuesto, era el obispo. Era tan milagroso como un ángel caído del cielo. Tan solo el hecho de ver su casulla y su mitra valía el diezmo que todos debían pagar. Tal vez él sabía curar la tos de los niños. Sin duda, podía bendecir la siembra de invierno. Algunas vacas lecheras de aspecto lastimoso y un asno cojo ya estaban amarrados al bebedero, en espera de su atención.

Los miembros del clero entraron por una puerta separada y ocuparon sus asientos en los espléndidos compartimientos del coro, bajo la igualmente espléndida bóveda de abanico.

Gracias a su tonsura, el padre Paton se sentó junto al capellán del convento —un hombrecito con aspecto de lirón— frente a las hileras de monjas con traje negro entre las cuales se incluían dos mujeres jóvenes, con hábitos blancos, que no lograban reprimir su risa tonta. El padre Paton les parecía divertido.

La mayoría de los obispos utilizaban su homilía para condenar el pecado en general, a menudo en francés normando —su lengua materna— o en latín, partiendo de la idea de que cuanto menos comprendieran sus feligreses, mayor sería su temor y su asombro. La homilía de Rowley era diferente, y la pronunciaba en un inglés que los fieles podían comprender.

—Unos cabrones están diciendo que la pobre lady Rosamunda ha muerto a manos de la reina Leonor: es una maldad y una mentira y vosotros prestaréis buen servicio a nuestro Señor si no les creéis.

Rowley abandonó el púlpito para ir y venir por la iglesia, amonestando e intimidando. Dijo que estaba allí para descubrir qué o quién había causado la muerte de Rosamunda.

—Porque sé que fue muy querida en estos lugares. Tal vez fue un accidente, tal vez no. Pero, si no lo fue, tanto el rey como la reina se encargarán de que el villano reciba el castigo que impone la ley. Entretanto, es nuestro deber cumplir con nuestro propósito y conservar la paz de Nuestro Señor Jesucristo.

A continuación se arrodilló sobre las piedras y la paja para rezar. Todas las personas que se encontraban en la iglesia se arrodillaron también.

«Sencillamente, lo aman —pensó Adelia—. ¿Se debe a su vena dramática? No, él ya está más allá del histrionismo, y también de mí».

Sin embargo, cuando se pusieron de pie, un hombre —el molinero, a juzgar por la blancura espectral de su rostro cubierto de harina— hizo una pregunta:

—Señor, dicen que la reina se está vengando del rey. ¿Habrá problemas entre ellos?

A sus espaldas, se oyó un murmullo de ansiedad: tan solo una generación los separaba de la guerra civil en la cual se habían enfrentado un rey y una reina. Nadie quería ser testigo de otra confrontación.

Rowley se dirigió a él.

—¿Quién es tu esposa?

—Ella —respondió el hombre, señalando con el pulgar a la serena mujer que estaba de pie junto a él.

—Según puedo ver, has hecho una buena elección, molinero. Pero dime: ¿no te has desahogado con ella alguna vez, o ella contigo, durante los años que habéis vivido juntos? ¿Ninguna pequeña venganza? Y no declarasteis una guerra por eso. Diría que los reyes no son diferentes —opinó Rowley y, entre risas, regresó a su trono.

Una de las jóvenes con hábito blanco cantó un himno en honor a la presencia del obispo y lo hizo tan exquisitamente que Adelia —en general, indiferente a la música— esperó con impaciencia que la congregación expresara su admiración para oírla cantar otra vez.

Fue agradable para ella encontrarse con esa misma joven, que la esperaba, una vez que los miembros del clero, en ordenada fila, salieron de la iglesia.

—¿Puedo pasar a ver al bebé? Adoro a los bebés.

—Por supuesto. Debo felicitaros por vuestra voz. Fue un placer oíros.

—Gracias, señora. Soy Emma Bloat.

—Adelia Aguilar.

Ambas comenzaron a caminar o, más bien, Adelia comenzó a caminar y Emma la siguió dando saltos. Tenía quince años y algo le producía un delicioso estado de exaltación. Adelia deseó que no fuera el obispo.

—¿Sois miembro de la orden?

—Oh, no. La pequeña Priscilla tomará los hábitos, pero yo voy casarme.

—Eso es bueno.

—Sí. El amor terrenal… —comenzó Emma, revoloteando con genuina alegría de vivir—, Dios debe considerarlo tan elevado como el amor divino, a pesar de lo que dice la hermana Mold. De otro modo, ¿por qué nos haría sentir de esta manera? —agregó, golpeteando el lugar de su pecho que albergaba el corazón.

—Es mejor casarse que arder —citó Adelia.

—Sí, y lo que yo me pregunto es: ¿cómo lo sabía san Pablo? No le sucedió ni una cosa ni la otra.

Emma era una joven vital y, en efecto, le gustaban los bebés. Al menos le gustó Allie, para quien pudo repetir rimas infantiles durante tanto tiempo que a Adelia le sorprendió que su cerebro lo resistiera. Aparentemente la joven disfrutaba de cierta clase de privilegios, porque no la llamaron para continuar con las rutinas vespertinas de las monjas. Tal vez era rica, de noble cuna o ambas cosas, se dijo Adelia.

A Emma no le despertaba especial curiosidad la llegada de extraños al convento. Los consideraba juguetes que se le ofrecían para su entretenimiento. No obstante, les exigía que tuvieran curiosidad, deseo de saber cosas sobre ella, con frases como: «Preguntadme sobre mi futuro esposo».

Aparentemente, él era hermoso —«Oh, qué hermoso»—, galante, estaba perdidamente enamorado de ella y escribía poemas románticos que rivalizaban con cualquiera que Paris hubiera podido enviar a Helena.

Gyltha levantó sus cejas mirando a Adelia, quien hizo lo mismo a modo de respuesta. Aquello era auténtica felicidad, y no era habitual cuando se trataba de una boda concertada por las familias. Porque eso era. Emma les contó que su padre era un mercader de vinos de Oxford y proveía al convento del mejor vino del Rin a cambio de que su hija recibiera la educación que necesitaba para ser la esposa de un noble. Él había procurado esa unión.

En ese momento, Emma —de pie junto a la ventana— se echó a reír con tanto entusiasmo que debió recostarse en el marco.

—¿Os referís a que tu prometido es dueño de un feudo? —preguntó Gyltha, sonriendo.

La risa cesó y la joven se dio la vuelta para mirar a través de la ventana, como si el paisaje pudiera decirle algo. Adelia advirtió que cuando la exuberancia de la juventud la abandonara, la belleza ocuparía su lugar.

—Es el dueño de mi corazón —dijo Emma.

• • •

Los viajeros tuvieron dificultades para reunirse, discutir y hacer planes. Si bien Godstow era indulgente, no podía tolerar la presencia de un sarraceno en su patio interior. También se consideraba igualmente fuera de lugar que el obispo visitara las habitaciones de las mujeres. Solo quedaba la iglesia e incluso allí siempre había alguna monja en el altar principal, intercediendo ante Dios por las almas de los muertos que habían pagado por ese privilegio. No obstante, tenía una capilla lateral dedicada a la adoración de santa María que, aunque desierta por la noche, seguía iluminada por los cirios —otro obsequio de los muertos que les otorgaba el derecho a ser recordados ante la Santa Madre— y la abadesa había dado su autorización para que lo utilizaran como lugar de reunión, en tanto no hicieran ruido.

La gran cantidad de personas que se habían congregado allí durante el día no había templado el lugar. El calor y la luz de las velas que ardían en el santuario tenían corto alcance, de modo que el espacio ojival que los rodeaba era oscuro y gélido. Al entrar por una puerta lateral, Adelia vio una silueta voluminosa arrodillada frente al altar, con una capucha en la cabeza inclinada y los dedos entrelazados con tanta fuerza que parecían esqueléticos.

Rowley se puso de pie cuando las mujeres entraron. Parecía muy cansado.

—Llegáis tarde.

—Debía amamantar al bebé —dijo Adelia.

Desde la nave principal de la iglesia llegaba el murmullo de una monja que leía las conmemoraciones del registro del convento, recitándolas literalmente: «Señor misericordioso, bendice y protege el alma de Thomas de Sandford, quien donó un huerto en Saint Giles, Oxford, para este convento, y dejó esta vida el día siguiente a San Martín, en el año de nuestro Señor de 1143. Dulce Jesús, en tu misericordia, sé bondadoso con el alma de Maud Halegod, quien donó tres marcos de plata…».

—¿Os dijo algo la sirvienta de Rosamunda? —susurró Adelia.

—¿Ella? —El obispo no se molestó en bajar la voz—. Esa mujer es estúpida. Habría obtenido más de los asnos que tuve que bendecir durante toda esta tarde. No hacía más que balar como una oveja, os lo juro.

—Tal vez se asustó al veros —comentó Adelia. Con sus vestimentas episcopales, Rowley era impresionante.

—No la asusté, me mostré encantador. Esa mujer es estúpida, os lo aseguro. Si intentarais obtener de ella alguna idea razonable, podríais comprobarlo.

—Lo haré.

Gyltha había encontrado unos almohadones apilados en un armario y los estaba colocando en círculo cuando la luz de la vela cayó sobre ellos, iluminando el blasón de una noble familia que no quería ensuciarse las rodillas cuando iba a la iglesia.

—Los almohadones son prácticos —dijo Adelia, colocando uno debajo de la cesta donde dormía Allie, para separarla de las piedras. Guardián se instaló en otro cojín—. ¿Por qué los ricos no donan almohadones para los pobres? Serían recordados por más tiempo.

—Los ricos no quieren que estemos cómodos —observó Gyltha—, no es bueno para nosotros. Nos haría pensar cosas que están por encima de nuestra posición. ¿Dónde está ese árabe?

—El mensajero fue a buscarlo.

Mansur tuvo que agacharse para entrar por la puerta lateral, envuelto en una capa. Detrás de él entró Jacques.

—Bien —dijo Rowley—. Podéis retiraros, Jacques.

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