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Authors: Ariana Franklin

Tags: #Histórico, Intriga, Relato

El laberinto de la muerte (9 page)

BOOK: El laberinto de la muerte
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—¿Podemos esconder también el cuerpo? —preguntó Adelia.

—Si lo hacemos, tampoco quedará mucho de él —respondió Mansur.

Rowley se reunió con ellos.

—Daos prisa, vosotros dos. En un minuto nos convertiremos en carámbanos.

Adelia, que durante todo el trayecto desde Cambridge había temblado a causa del frío, ya no lo sentía.

—No queremos que descubran el cuerpo, Ilustrísima.

El obispo trató de ser paciente.

—Ya ha sido descubierto, señora. Nosotros lo hemos hecho.

—No queremos que el asesino lo encuentre.

Rowley se aclaró la garganta.

—¿Os referís a que no sepa qué ha ocurrido? Lo sabe, Adelia. Disparó una flecha al pecho del muchacho. No regresará para asegurarse del resultado.

—Sí, lo hará. Si no hubiera tenido prisa, habría deseado cerciorarse —afirmó Adelia, y dando un codazo a Mansur, le indicó—: Debéis simular que sois el que da las instrucciones.

Mansur se situó a un lado de Rowley para confiarle sus descubrimientos en árabe, y Adelia, en el flanco opuesto, simuló ser su traductora. Así le dijeron cuál era la historia que las huellas en la nieve les habían contado.

—No podemos saber con seguridad a qué hora lo mataron. Todo lo que podemos aventurar es que sucedió después de que cesara la nevada. En cualquier caso, era de noche, lo suficientemente tarde para que no hubiera gente en los alrededores. Ellos lo esperaban aquí, cerca de la entrada del convento.

—¿Ellos?

—Dos hombres.

Adelia condujo a Rowley hacia el roble. Las huellas apenas se distinguían en la nieve.

—¿Lo veis? Uno de ellos usaba zapatos con clavos y el otro llevaba trabas en las suelas, tal vez fueran barras atadas con tiras de tela. Llegaron hasta aquí a caballo y llevaron a los animales hacia los árboles a los que se dirige Walt. Regresaron a pie y se detuvieron aquí. Comieron mientras esperaban —dijo Adelia, y levantó del suelo una miga, luego otra—. Queso —afirmó, acercando migas a la nariz del obispo.

Él retrocedió.

—Si vos lo decís, señora…

Las vigilias habían concluido. El convento estaba silencioso otra vez. Desde la profundidad del bosque se oyó la oración de Walt:

—Y que el señor se apiade de su pobre alma, si la tuviera.

Un largo grito, como un silbido. Una caída contundente. Silencio.

Walt apareció, limpiando la daga en su capa mientras con la otra mano se secaba las lágrimas.

—Maldición, odio hacer esto.

El obispo le dio una palmada en el hombro y le pidió que se reuniera con los demás en el otro extremo del puente. Luego preguntó a Adelia y Mansur:

—Entonces, ¿ellos sabían que él vendría?

—Sí, lo aguardaban.

Ni el más desesperado de los ladrones perdería el tiempo esperando que alguien pasara por allí en una noche helada.

Seguramente los delincuentes se habían considerado afortunados porque la ventisca había pasado. No sabían que dejarían en la nieve marcas de su culpabilidad, que Vesuvia Adelia Rachel Ortese Aguilar, médica de la renombrada Escuela de Medicina de Salerno, experta en muertos y en las causas de la muerte, llegaría hasta allí para descifrarlas. Y que lo lamentarían.

Pasaron frío durante la espera. Dieron patadas en el suelo para mantenerse en calor. Adelia se imaginó esperando con ellos, mordisqueando queso. Tal vez oyeron cantar las completas, antes de que las monjas se fueran a dormir tres horas, hasta las vigilias. Por lo demás, el lugar había permanecido silencioso, salvo por algún búho o, tal vez, el aullido de un zorro.

Por fin llega el jinete, por el camino que se dirige desde el río hacia el convento. Los cascos de su caballo se hunden en la nieve que ha caído antes. No obstante, en medio del silencio, el sonido es audible.

El jinete se acerca al portal del convento, disminuye la velocidad. Quizá se propone entrar. Pero el Villano Número Uno aparece frente a él con la ballesta lista para disparar la flecha. ¿El jinete lo ve? ¿Grita? ¿Reconoce a ese hombre? Tal vez no. La oscuridad se lo impide. De todos modos, la flecha ha sido disparada y ya está clavada en su pecho.

El caballo se encabrita, arroja al jinete hacia atrás. La flecha se hunde del todo cuando él cae. El Villano Número Dos le arrebata las riendas, conduce al animal aterrorizado hacia los árboles y lo amarra.

—Él está en el suelo, agonizando. El proyectil de una ballesta es casi siempre fatal, dondequiera que se clave —dijo Adelia—, pero quieren asegurarse. Uno u otro, el que tiene manos grandes, lo estrangula mientras yace en el suelo.

—Dios se apiade de él —dijo el obispo.

—Sí, pero he aquí lo interesante —continuó Adelia, como si cualquier otra cosa fuera superflua—. Es entonces cuando lo arrastran hasta el centro del puente. ¿Lo veis? Los clavos de sus zapatos dibujan estrías en la nieve. Arrojan su sombrero junto a él. Por Dios, qué estúpidos. ¿Pensaban que un hombre cae de su montura con tanta suavidad, con las piernas juntas y la ropa en su lugar? Vos lo habéis visto, ¿verdad? Y después, después llevan el caballo hasta el puente y le cortan la pata.

—No llevan al jinete hacia el bosque —señaló Mansur—. Tampoco al caballo. Si lo hubieran hecho, no los habríamos encontrado hasta la primavera, y para entonces nadie habría podido saber qué les había ocurrido. En cambio, arrastraron al muerto hasta el lugar donde la primera persona que cruzara el puente por la mañana pudiera verlo y dar la noticia.

—Huyeron con más prisa de la necesaria —reflexionó el obispo—. Entiendo. Es… extravagante.

—Lo extravagante —apuntó Adelia— es que regresaran al lugar donde estaba el cuerpo.

En el extremo del puente, donde estaban los demás viajeros, alguien había improvisado una hoguera y había encendido un fuego. Los rostros, cadavéricos a la luz de las llamas, giraron esperanzados hacia ellos.

—¿Van a seguir allí mucho tiempo? —gritó Gyltha—. La pequeña tiene que comer, y yo me estoy muriendo de frío.

Adelia la ignoró. Aún no sentía el frío.

—Dos hombres y, a juzgar por su vestimenta, son pobres. Dos hombres mataron al jinete. Sin duda se llevaron el dinero, pero dejaron la bolsa, de buena calidad, con un escudo de armas. Le dejaron las botas, la capa, la hebilla de plata, el caballo. ¿Qué ladrón hace algo semejante?

—Tal vez estaban inquietos —dijo Rowley.

—¿Qué los inquietaba? No éramos nosotros. Habían huido mucho antes de que llegáramos. Habían tenido tiempo de quitarle a este pobre hombre todo lo que tenía. No lo hicieron. ¿Por qué, Rowley?

El obispo permaneció pensativo.

—Querían que lo encontraran.

Adelia asintió.

—Es fundamental para ellos.

—Quieren que sea identificado.

Adelia suspiró con satisfacción.

—Exactamente. Es necesario que se sepa quién es y que ha muerto.

—Entiendo —afirmó Rowley—. He aquí el motivo por el cual habéis sugerido que ocultáramos el cuerpo. De todos modos, no me gusta la idea.

—Eso los haría volver, Rowley —explicó Adelia, y por primera vez tocó al obispo, tiró de su manga—. Se han esforzado para que todo el mundo sepa que este pobre hombre ha muerto. Regresarán para descubrir por qué eso no ha sucedido. Podemos esperarlos.

Mansur asintió.

—Algún malvado trata de beneficiarse con este asesinato. Que Alá lo castigue.

Adelia tiró de la manga del obispo otra vez.

—No lo logrará si parece que el muchacho simplemente ha desaparecido.

Rowley dudó.

—Alguien estará esperándolo en su casa.

—En ese caso, deseará que se descubra quién lo mató.

—Debería ser enterrado como es debido.

—Todavía no.

El obispo liberó su brazo de la mano que lo sujetaba y se alejó de Adelia. Ella lo observó mientras se dirigía al parapeto del puente y se apoyaba en él, mirando el agua rumorosa, blanca a la luz de la luna.

Adelia pensó que él detestaba esa clase de actitudes por parte de ella. Podía amar a la mujer, no a la médica. Sin embargo, era a la médica a quien había invitado, y debía afrontar y asumir las consecuencias. Tenía que cumplir con su deber con ese joven muerto, y el obispo se tenía que dar cuenta de ello.

En ese momento sintió frío.

—Muy bien —dijo el obispo, dando media vuelta—. Podéis consideraros afortunada: Godstow posee una bóveda de hielo. Es un lugar famoso por ella, precisamente.

Adelia y Mansur envolvieron el cuerpo en su capa y recogieron sus pertenencias. El obispo de Saint Albans reunió a sus hombres para contarles lo que había descubierto el doctor Mansur descifrando las marcas en la nieve.

—Con la ayuda de Dios, esperamos atrapar a estos asesinos. Hasta que eso suceda, ninguno de vosotros, lo repito, ninguno, debe mencionar lo que hemos visto esta noche. Conservaremos este cuerpo, respetuosa pero secretamente oculto, para descubrir quién regresa a buscarlo, y que el Señor se apiade de ellos, porque nosotros no lo haremos.

El obispo hizo lo debido al contarles la verdad. Rowley había luchado en Tierra Santa, había sido un cruzado y había descubierto que, cuando saben cuál es el objetivo de su comandante, los subordinados responden mejor que cuando reciben órdenes sin sentido. Sus palabras provocaron un murmullo de aceptación en los hombres que lo rodeaban, especialmente ferviente en el caso del mensajero. Tanto él como los demás pasaban buena parte de su vida en los caminos y consideraban al jinete del puente como uno de ellos, caído en las garras de los predadores que pululaban por las carreteras. Habían llegado demasiado tarde para salvar su vida, pero al menos podían llevar a sus asesinos ante la justicia, como buenos samaritanos.

Solo el padre Paton frunció el ceño, lo cual era indicio de que estaba evaluando qué costo representaría ese cadáver para las arcas de la Iglesia.

Los hombres se descubrieron la cabeza, levantaron el cuerpo y lo colocaron en el carro. La partida en pleno lo flanqueó, guiando a los caballos, y así cruzó el puente en dirección al convento de Godstow.

Capítulo 4

L
a abadía de Godstow, con sus terrenos y campos circundantes, era en realidad una gran isla formada por las curvas que describían el tramo superior del Támesis y sus afluentes. El encargado de abrir el portal a los viajeros era un hombre, al igual que el mozo de cuadra que atendió los caballos de los recién llegados. Sin embargo, aquella era una isla gobernada por mujeres.

Si alguien les hubiera preguntado por qué estaban allí, las veinticuatro monjas y sus criadas habrían insistido en que el Señor de los Cielos les había pedido que abandonaran el mundo. No obstante, su aspecto afable sugería que los deseos del Señor coincidían exactamente con los propios. Algunas eran viudas adineradas que, junto a la tumba de su esposo, habían oído la llamada de Dios y se habían apresurado a responder acudiendo a Godstow antes de estar en condiciones de casarse otra vez. Otras eran solteras que, al vislumbrar cuál era el esposo elegido para ellas, se habían sentido invadidas por una súbita vocación de castidad y habían preferido el convento, llevando consigo su dote. Allí podían administrar eficientemente un considerable feudo, con holgura y sin interferencia masculina.

Los únicos hombres a quienes se subordinaban eran san Benedicto, a cuyas normas estaban sujetas, muerto seiscientos cincuenta años antes; el Papa, que estaba muy lejos; el arzobispo de Canterbury, a menudo también muy lejos; y un archidiácono con espíritu investigador que no podía presentar queja alguna acerca de ellas, debido a que llevaban registro minucioso de sus asuntos monetarios y mantenían una conducta escrupulosamente ordenada.

¡Ah! Y el obispo de Saint Albans.

Godstow era un convento muy rico, tanto que poseía dos iglesias. Una, oculta junto al muro occidental de la abadía, era pequeña y las monjas la utilizaban como su capilla privada. La otra, mucho más grande, se encontraba hacia el este, cerca del camino. Había sido construida para proporcionar un lugar de culto a los habitantes de los pueblos vecinos.

En realidad, la abadía era un pueblo en sí misma, las hermanas habían establecido los límites de su territorio, y por ese motivo los viajeros fueron admitidos por el vigía. Una sirvienta dio un grito al verlos. Luego hizo una reverencia, derramando así parte de la leche que llevaba en sendos cubos. El farol del vigía alumbró corredores y patios y, súbitamente, las columnas esculpidas de un claustro, donde los postigos se abrieron dejando ver una hilera de cabezas con cofias blancas, parecidas a pálidas amapolas, que susurraban: «El obispo, es el obispo».

Rowley Picot —tan imponente, tan lleno de energía y decisión, tan masculino— era un gallo joven irrumpiendo en un plácido gallinero, donde las gallinas habían vivido felices sin él.

El grupo fue recibido por la priora —aún no se había quitado su toca—, quien les rogó que esperaran en el salón del capítulo, donde los atendería la abadesa. Entretanto, podían tomar un refrigerio. Preguntó si las damas necesitaban algo, y qué podía hacer por el bebé, una criatura tan pequeña.

La belleza de la sala capitular consistía en una sucesión de arcos y vigas de madera sin ornamentos. Las velas iluminaban un suelo embaldosado, cubierto de juncos recién cortados, y se reflejaban en el brillo de una larga mesa y las sillas que la rodeaban.

Además del aroma de los troncos de manzano que ardían en el brasero, había allí olor a beatitud y a cera de abejas, y gracias a Guardián, un desagradable hedor a perro.

Rowley iba y venía por la sala, irritado por la espera. Adelia, por primera vez desde el comienzo del viaje, pudo dar el pecho a la pequeña Allie con la tranquilidad que la niña merecía. Teniendo en cuenta la relación de la abadía con Rosamunda Clifford, había temido que fuera un sitio desordenado y que sus monjas tuvieran una actitud negligente. Aún conservaba recuerdos del convento de Saint Radegund, en Cambridge —el único que había conocido hasta ese momento—, un lugar perturbador, donde finalmente se había desenmascarado a uno de los participantes en los asesinatos de niños. En Godstow, por el contrario, se respiraba un clima de seguridad, pulcritud, disciplina, tal como debía ser.

Adelia comenzó a dormitar, arrullada por los soporíferos murmullos del padre Paton, que con una tiza hacía sus cálculos en su querida pizarra. «Para queso y cerveza durante el viaje…, para el forraje de los caballos…».

Se puso de pie al sentir que Gyltha la tocaba con el codo. Una monja pequeña, muy vieja, apoyada en un bastón con empuñadura de marfil, había entrado en la sala. Rowley le tendió la mano y la monja se inclinó trabajosamente para besar el anillo episcopal. Todos hicieron una reverencia.

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