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Authors: Ariana Franklin

Tags: #Histórico, Intriga, Relato

El laberinto de la muerte (3 page)

BOOK: El laberinto de la muerte
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—Señora, está saliendo algo —alertó la hija de la parturienta, mientras guiaba las manos de su madre hacia la brida amarrada a la cabecera de la cama.

Adelia dejó a su hija en la cesta, se cubrió y fue hacia la cama. En efecto, algo estaba saliendo del cuerpo de la madre, pero no era la cabeza de un bebé, eran sus nalgas.

Maldición. Un parto de nalgas. Lo había sospechado, pero habían pedido su intervención cuando el alumbramiento ya estaba en marcha. Demasiado tarde para introducir la mano y girar el feto, aun cuando hubiera sabido y se hubiera atrevido a hacerlo.

—¿No vas a sacarlo? —preguntó, angustiada, la hija.

—No, todavía no. —Adelia comprendía el daño irreparable que causaría si tiraba del bebé en ese momento, y se dirigió a la madre—. Ahora, empuja, aunque creas que no puedes, aunque no quieras, hazlo.

La señora Reed asintió, puso una parte de la brida en su boca, clavó los dientes en ella y comenzó a empujar. Adelia hizo un gesto pidiendo a la hija que arrastrara el cuerpo de la mujer hacia abajo, para que sus glúteos quedaran por debajo del nivel de la cama y la gravedad hiciera su parte.

—Mantén las piernas firmes. Sujétalas por los tobillos, detrás de mí, eso es. —Tomó aire, y dirigiéndose a la madre, dijo—: Muy bien, señora, a seguir empujando.

Adelia, entretanto, estaba de rodillas, una buena posición para parir y para rezar.

«Dios, ayúdanos».

Adelia esperó que apareciera el ombligo con su cordón y lo tocó suavemente: el pulso era vigoroso. Bien.

Era el momento.

Moviéndose con rapidez, pero con cuidado, introdujo su mano en la cavidad y, doblando las diminutas rodillas, soltó una pierna y luego la otra.

—Empuja, sigue empujando.

Oh, qué hermoso, deslizándose por sí mismo, sin necesidad de tirar, se vieron dos brazos y un torso, hasta la nuca. Mientras sostenía el cuerpo con una mano, Adelia apoyó la otra en la espalda y sintió un temblor. Estaba vivo. Era un momento crucial, solo faltaban unos minutos para que se asfixiara.

«Dios, dondequiera que estés, acompáñanos ahora».

No lo hizo. La señora Reed ya no tenía fuerzas y la cabeza del bebé aún estaba dentro.

—¡Dame esa caja, esa caja! —gritó Adelia. En segundos, extrajo su cuchillo de disección, que siempre tenía preparado y limpio—. Ahora aprieta —dijo, colocando la mano de la hija en el pubis de la señora Reed—, aprieta. —Sin dejar de sostener el pequeño torso, hizo un corte en el perineo de la madre. Se produjo un deslizamiento. Como aún tenía el cuchillo entre sus dedos, Adelia tuvo que atajar al bebé en el hueco que formaba su brazo a la altura del codo.

La hija gritó:

—¡Ya salió, papá!

El señor Reed apareció al instante en lo alto de la escalera, trayendo consigo olor a estiércol de vaca.

—¡Por Dios! ¿Qué es?

—Es un bebé —dijo Adelia, atontada después de tanta tensión.

Feo, ensangrentado, untuoso, parecido a una rana, con los pies apuntando a la cabeza, como los tenía en el útero, pero sano. Y, al palmearle las nalgas, expresó sonoramente sus objeciones ante la vida en general y su nacimiento en particular. Para Adelia era la imagen y el sonido más hermosos que el mundo era capaz de producir.

—Eso me imaginaba —dijo el padre—, pero ¿qué es?

—¡Oh! —Adelia dejó el cuchillo y dio la vuelta a la milagrosa criatura: sin duda, era un varón. Y recuperando la compostura, agregó—: Creo que el escroto está hinchado a causa de alguna contusión, pero mejorará.

—Y si no mejora, se hará famoso —opinó, bromeando aliviado, el señor Reed.

El cordón fue cortado. La señora Reed fue suturada y acicalada para recibir a las visitas. El bebé fue envuelto en una manta y depositado en brazos de su madre.

—Señora, ¿tiene un nombre por el que podamos llamarla? —preguntó el esposo.

—Vesuvia Adelia Rachel Ortese Aguilar —dijo Adelia con tono recatado, casi de disculpa.

Se hizo el silencio.

—¿Y él? —agregó el señor Reed señalando la alta figura de Mansur, que había llegado con los hermanos del recién nacido para ver el milagro.

—Mansur bin Fayîî bin Nasab Al Masaari Khayoum de Al Amarah.

Más silencio.

Mansur —a quien su relación con Gyltha le permitía comprender el inglés, aunque tenía escasas posibilidades de hablarlo— dijo en árabe:

—El prior está llegando. Vi su barca. El niño podría llamarse Geoffrey.

—¿El prior Geoffrey está aquí?

Adelia bajó la escalera en un instante y fue corriendo a la minúscula plataforma que hacía las veces de muelle. Todas las casas del pantano tenían acceso a alguno de los innumerables ríos de la zona y los niños aprendían a manejar botes livianos en cuanto comenzaban a caminar.

Quien salía torpemente de su barca con la ayuda de un remero de librea era una de las personas preferidas de Adelia.

—¿Cómo estáis? —preguntó, y le dio un abrazo—. ¿Para qué habéis venido? ¿Cómo está Ulf?

—Díscolo, pero inteligente. Está progresando.

El nieto de Gyltha, y por lo tanto —según se decía— también del prior, había sido conminado a estudiar seriamente en la escuela del priorato, y no obtendría autorización para salir hasta la siembra de primavera.

—Me alegra mucho veros.

—También a mí. En Waterbeach me dijeron que habíais salido. Tal parece que la montaña debe ir hacia Mahoma.

—Aún se os ve demasiado montañoso —dijo Adelia, retrocediendo para observarlo. El prior de la gran orden de San Agustín de Cambridge había sido su primer paciente y, en consecuencia, su primer amigo en Inglaterra. Le preocupaba su salud—. No habéis cumplido con mi dieta.


Dum vivimus, vivamus
—respondió el prior—. Mientras vivimos, vivamos. Me adhiero a los epicúreos.

—¿Sabéis cuán alta era la mortalidad entre los epicúreos?

Adelia y el prior hablaban rápidamente en latín, era natural en ellos. Los hombres que iban a bordo de la barca del prior se preguntaron por qué su amo les ocultaba lo que decía a una mujer y —lo que era aún más sorprendente— cómo era posible que una mujer lo comprendiera.

—De todos modos sois bienvenido —afirmó Adelia—. Llegáis justo a tiempo para bautizar al primer bebé que he ayudado a nacer. Es un niño saludable, glorioso. Sus padres se alegrarán.

Adelia no se adhería al principio cristiano de bautizar a los bebés, así como no se adhería —por considerarlos bárbaros— a ninguno de los principios de las tres religiones principales. No deseaba relacionarse con un dios que no autorizaría a un bebé a ascender al Reino de los Cielos si antes no había sido rociado con agua, y con determinadas palabras. No obstante, los padres del niño juzgaban que esa ceremonia era fundamental, al menos para garantizar una cristiana sepultura en el caso de que sucediera lo peor. El señor Reed estaba a punto de mandar a buscar al modesto sacerdote que servía en la zona.

La familia Reed observó en silencio mientras los dedos enjoyados humedecían la frente del niño y una voz tan aterciopelada como la vestimenta de su dueño le daba la bienvenida a la fe, prometiéndole vida eterna y declarándolo «Geoffrey, en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, Amén».

—La gente del pantano nunca dice «Gracias» —se disculpó Adelia mientras, cargando a su propia hija, subía a la barca del prior. El perro, al que llamaban Guardián, trepó junto a ellos, de modo que solo Mansur los siguió en su bote de remos—. Pero tampoco olvidan. Están agradecidos, pero sorprendidos. Sois demasiado para ellos, se sienten como si el arcángel Gabriel hubiera bajado hasta aquí en un haz de luz dorada.

—Me temo que
non angeli, sed angli
—dijo el prior Geoffrey. Pero era tal su afecto por Adelia que él, un hombre que había vivido en Cambridgeshire durante treinta años, aceptó complaciente que esa mujer oriunda del sur de Italia lo instruyera acerca de los usos y costumbres de los pantanos.

«Hela aquí, vestida como un espantapájaros, acompañada por un perro que me obligará a fumigar el lugar donde se ha sentado. La mente más brillante de su generación abraza a su hija bastarda porque se siente feliz de haber traído al mundo a un niño en una choza», pensó.

No fue la primera vez que el prior se preguntó quiénes habrían sido sus progenitores, algo que la propia Adelia ignoraba tanto como él. Había sido criada por una pareja de salernitanos —un judío y su esposa cristiana— que la había encontrado abandonada entre las rocas del Vesubio. Su cabello era del color castaño claro que suele verse entre los griegos o los florentinos. Aunque nadie podía saberlo en aquel momento, oculto como estaba debajo de un sombrero indescriptible.

«Aún es el ser extraño que era cuando nos conocimos en el camino a Cambridge. Yo regresaba de la peregrinación a Canterbury. Ella viajaba en un carro, en compañía de un árabe y un judío. Supuse que era una prostituta, no reconocí la virginidad de una erudita. Sin embargo, cuando comencé a dar alaridos de dolor —Dios, cuánto grité y cuán grande fue mi dolor—, a pesar de que me hallaba rodeado de cristianos, solo ella fue mi samaritana. Aquel día, cuando me salvó la vida, me redujo, a mí, a la condición de un adolescente titubeante, manipulando mis partes más íntimas como si fueran meras vísceras para cocinar. Y pese a todo, la encuentro bella», reflexionó el prior Geoffrey.

En aquel momento ella había sido convocada —a causa de su trabajo con los muertos de Salerno— para formar parte del grupo secreto que lideraba un investigador judío, Simón de Nápoles, con el fin de descubrir quién estaba matando a los niños de Cambridge, un asunto que molestaba verdaderamente al rey de Inglaterra porque estaba a punto de provocar una revuelta y, en consecuencia, una disminución en la recaudación de impuestos.

No obstante, dado que no se encontraban en la librepensadora Salerno, sino en Inglaterra, fue necesario que, durante la investigación, Mansur, el sirviente de Adelia, fingiera ser médico y ella simulara ser su asistente. El pobre y buen Simón —aunque se trataba de un judío, el prior lo recordaba en sus oraciones— había sido asesinado mientras buscaba al culpable y la propia Adelia había estado a punto de perder la vida. Pero el caso había sido resuelto, se había hecho justicia y los impuestos habían regresado a las arcas del rey.

De hecho, el conocimiento de Adelia en materia forense había sido tan valioso que el rey Enrique —previendo que podría necesitarla otra vez— se había negado a permitirle que regresara a Italia. Una ingratitud mezquina y avara, típica de los reyes, pensó el prior Geoffrey, aun cuando se regocijaba porque había sido la causa de que aquella mujer se convirtiera en su vecina.

¿Cómo se sentía Adelia? No se sentía recompensada por su exilio. El rey nada había hecho —en realidad, no se hallaba en el país— cuando los médicos de Cambridge, celosos de la exitosa intrusa, la habían obligado a salir de la ciudad, junto a Mansur, hacia los inhóspitos pantanos.

Hombres y mujeres enfermos y doloridos los habían seguido esperanzados hasta allí, y aún lo hacían. No les preocupaba que el tratamiento estuviera en manos de extranjeros infieles, lo único importante era sentirse bien.

«Señor, temo por ella —rezaba en silencio el prior Geoffrey—. Sus enemigos la condenarán por sus conocimientos, utilizarán a su hija ilegítima como prueba de que es inmoral, la llevarán ante el tribunal del archidiácono para que la declaren pecadora. ¿Y qué puedo hacer? —El prior Geoffrey se lamentaba de su propia culpa—. ¿Qué clase de amigo he sido para ella o para el árabe o para Gyltha?».

Antes de haber estado al borde de la muerte, el prior había seguido las enseñanzas de la Iglesia: el cuerpo no era importante, solo el alma. ¿El dolor físico? Es decisión de Dios, debemos aceptarlo. ¿Investigación? ¿Disección? ¿Experimentos?
Sic vos ardebitis in Gehenna
: arderéis en el infierno.

Pero Adelia tenía la ética de Salerno, según la cual las mentes de los árabes, los judíos e incluso los cristianos se negaban a establecer barreras en su búsqueda de conocimiento. Ella lo había sermoneado: «¿Es posible que Dios tenga la intención de observar cómo se ahoga un hombre cuando bastaría con que alguien tendiera su mano para salvarlo? Vos os estabais ahogando en vuestra propia orina. ¿Debía cruzarme de brazos en lugar de aliviar la vejiga? No. Yo sabía cómo hacerlo y lo hice. Y lo sabía porque había estudiado esa molesta glándula en hombres que habían muerto a causa de ella».

Por entonces Adelia era una criaturita extrañamente mojigata, desprovista de sofisticación, curiosamente parecida a una monja, excepto por su honestidad casi salvaje, su inteligencia y su odio por la superstición. Al menos había obtenido algo de su estancia en Inglaterra: más feminidad, más suavidad y, por supuesto, el bebé, resultado de un romance tan apasionado e inconveniente como el de Eloísa y Abelardo.

El prior Geoffrey suspiró y esperó que Adelia le preguntara por qué, siendo como era un hombre importante y ocupado, había navegado hasta allí para encontrarla.

La llegada del viento había privado a los pantanos de follaje, lo cual permitía que el sol llegara al río y las ramas desnudas de los sauces y alisos que bordeaban la ribera reflejaran sus contornos irregulares en el agua. Adelia, locuaz a causa del alivio y el triunfo, señalaba los pájaros que volaban sobre ellos —desde la proa de la barca hacia el imperturbable bebé que tenía en el regazo—, repetía sus nombres en inglés, en latín y en francés, y llamaba a Mansur a través del río cuando olvidaba la palabra en árabe.

«¿Qué edad tiene ahora mi ahijada? ¿Ocho, nueve meses?», se preguntó, divertido, el prior.

—Es un poco joven para convertirse en políglota —dijo.

—Cuanto antes, mejor —replicó Adelia. Por fin decidió hablar con seriedad—. ¿Adónde nos dirigimos? Supongo que no habéis llegado hasta aquí previendo la posibilidad de bautizar a un bebé.

—Fue un privilegio, médica —dijo el prior Geoffrey—. Fui guiado hasta un bendito establo en Belén. Pero no, no he venido para eso. Este mensajero —explicó haciendo señas en dirección a una figura que, encapotada e inmóvil, permanecía de pie en la proa— llegó al priorato con una citación para vos, y dado que sería difícil para él encontraros en estas aguas, me ofrecí a traerlo.

En realidad el prior sabía que debía estar cerca cuando la citación fuera entregada: ella no estaría dispuesta a obedecer.

—Maldito cabrón —dijo Adelia en la más pura lengua de East Anglia. Su vocabulario inglés, al igual que el de Mansur, se había enriquecido gracias a Gyltha—. ¿De qué se trata?

BOOK: El laberinto de la muerte
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