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Authors: Ariana Franklin

Tags: #Histórico, Intriga, Relato

El laberinto de la muerte (6 page)

BOOK: El laberinto de la muerte
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—¿Ni siquiera sería asunto tuyo si eso causara una guerra civil?

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El cerdo fue devuelto para que su aroma no ofendiera la nariz y las normas alimentarias del doctor Mansur, pero había lampreas y lucios en gelatina, cuatro clases diferentes de pato, fricasé de ternera, pan crujiente y dorado. Una cena que podía alimentar a veinte personas y, aunque no fuera agradable para el olfato de los mahometanos, vino suficiente para veinte más, servido en preciosos cuencos de cristal tallado en relieve.

Una vez que todo aquello estuvo sobre la mesa, se ordenó a los sirvientes que se retiraran de la habitación. El padre Paton fue autorizado a permanecer. Sobre la paja, debajo de la mesa, el perro mordisqueaba ruidosamente un hueso.

—Él tenía que encarcelarla —dijo Rowley, refiriéndose a su rey y a la reina Leonor—. Ella estaba alentando al joven rey a rebelarse contra su padre.

—Nunca entendí eso —comentó Gyltha masticando un muslo de pato—. Quiero decir, ¿por qué Enrique coronó a su hijo? El rey viejo y el rey joven gobernando al mismo tiempo tenían que causar problemas.

—Enrique había estado muy enfermo —explicó Rowley—. Quiso asegurarse de que, si moría, la sucesión sería pacífica. No deseaba que se produjera otra guerra como la de Esteban y Matilda.

Gyltha se estremeció.

—Tampoco nosotros.

Era una cena extraña. El obispo Rowley se veía obligado a explicar lo que sucedía a un ama de llaves de Cambridgeshire y a un árabe, porque la mujer que necesitaba para resolverlo no lo miraba. Adelia permanecía en silencio, indiferente, y comía muy poco.

Pensaba que él era un ser diferente. No encontraba nada del hombre que había conocido. «Maldición, ¿fue tan fácil para él dejar de amarme?», se preguntaba.

El secretario, ignorado por todos, comía sin medida. Pero sus ojos miraban siempre a su amo, previendo más actitudes poco episcopales.

El obispo explicó cuáles eran las circunstancias que lo habían obligado a viajar rápidamente desde Oxford —la ciudad formaba parte de su diócesis— y que al día siguiente lo llevarían hasta Normandía en busca del rey: debía decirle, antes que ninguna otra persona, que Rosamunda Clifford, la más querida de todas sus amantes, había comido setas venenosas.

—¿Setas? —preguntó Gyltha—. Tal vez fue mala suerte. Son traicioneras las setas, hay que tener cuidado.

—Fue deliberado —dijo el obispo—. Creedme, Gyltha, esto no fue un accidente. Ella estaba grave. Por ese motivo me pidieron que fuera a Wormhold, a verla en su lecho de enferma. Sobrevivió gracias a la misericordia de Cristo, pero el rey deseará conocer la identidad de quien la envenenó y yo quiero, debo, garantizarle que su investigador favorito se está ocupando del asunto… —Rowley recordó que debía hacer una reverencia a Mansur, que le retribuyó el gesto— junto con su ayudante —agregó, y se inclinó en dirección a Adelia.

Ella se tranquilizó al comprobar que, en presencia del padre Paton, Rowley guardaba las apariencias y se refería a Mansur como la persona que poseía el conocimiento necesario para realizar la investigación. Él se había expuesto a que lo acusaran de inmoralidad diciendo que Allie era su hija, pero de esa manera protegía a Adelia de una acusación mucho más grave: brujería.

Gyltha, que disfrutaba de su papel de interrogadora, dijo:

—¿Es posible que la reina le haya enviado las setas, presa y todo como está?

—Desearía que verdaderamente estuviera presa. —En ese instante Rowley era, otra vez, aquel hombre que había sido. Estaba furioso. Su secretario parpadeó al verlo—. La maldita escapó hace dos semanas.

—Un encanto —dijo Gyltha.

—Así es. La vieron por última vez cuando se dirigía a Inglaterra, de modo que, salvo yo, todos opinan que habría tenido tiempo suficiente para envenenar a una docena de las prostitutas de Enrique.

Rowley se inclinó sobre la mesa en dirección a Adelia y despejó el espacio que había entre ellos, derramando su cuenco de vino y el de ella.

—Vos lo conocéis, sabéis cómo es su carácter. Vos lo habéis visto fuera de sí. Él ama a Rosamunda, la ama verdaderamente. Supongamos que pidiera a gritos la muerte de Leonor, tal como lo hizo con Becket. Aunque no fuera esa su intención, siempre habría algún cabrón con valor para decir que actuó cumpliendo órdenes del rey, como ocurrió en el caso del arzobispo. Y si su madre fuera ejecutada, todos los hijos se alzarían contra su padre como una ola de mierda. —Furioso, se apoyó en el respaldo de su silla—. ¿Guerra civil? La veremos aquí y en todas partes. En comparación, la guerra de Esteban y Matilda será insignificante.

En un gesto protector, Mansur puso su mano en el hombro de Gyltha. El silencio era tenso, parecía producto de una silenciosa batalla, de los mudos lamentos de los moribundos. El fantasma de un arzobispo asesinado surgía de las piedras de Canterbury y acechaba la habitación.

El padre Paton observaba cada uno de los rostros, perplejo al ver que su obispo hablaba con tanta vehemencia a la ayudante, en lugar de dirigirse al médico.

—¿Ella lo hizo? —preguntó por fin Adelia.

—No. —Con una servilleta, Rowley se limpió la manga, que tenía un poco de grasa, y volvió a llenar su cuenco.

—¿Estáis seguro?

—No fue Leonor, la conozco.

¿La conocía? Sin duda había un tierno afecto entre la reina y el obispo. El primogénito de Leonor y Enrique había muerto a los tres años. Leonor quiso que la espada del niño fuera llevada a Jerusalén para que el pequeño William fuera considerado un cruzado. Fue Rowley quien hizo la terrible travesía y depositó la minúscula espada en el altar, de modo que, por supuesto, Leonor era bondadosa con él.

Sin embargo, como sucedía con todos los asuntos de la corona, era el rey Enrique quien lo había decidido, quien había impartido las órdenes a Rowley, quien, a su regreso, había recibido las noticias secretas de lo que sucedía en Tierra Santa. Oh, sí, Rowley Picot había sido más un agente del rey que el portador de la espada encomendada por la reina.

Para confirmar que conocía muy especialmente el carácter de Leonor, el obispo agregó:

—Si se encontraran frente a frente, podría cortar el cuello a Rosamunda…, pero no la envenenaría. No es su estilo.

Adelia asintió, y dijo en árabe:

—Aún no comprendo qué esperáis de mí. Soy una médica de los muertos…

—Tenéis una mente clara y lógica —dijo el obispo, también en árabe—. Podéis ver cosas que otros no ven. ¿Quién salvó a los judíos de la acusación de ser asesinos de niños el año pasado? ¿Quién descubrió al verdadero asesino?

—Tuve ayuda.

Adelia se refería a aquel hombrecito, Simón de Nápoles, el verdadero investigador, que había llegado con ella desde Salerno con ese propósito y que había muerto por él.

Aunque no era habitual en él, Mansur intervino, señalando a Adelia.

—Ella no debe correr peligro ahora. Solo la voluntad de Alá la salvó del abismo la última vez.

Adelia le sonrió cariñosamente. Mansur podía atribuirlo a Alá si así lo deseaba. En realidad, ella había sobrevivido a la guarida del asesino de niños solo porque un perro había guiado a tiempo a Rowley hasta allí. Pero ni él, ni Dios ni Alá habían podido librarla del recuerdo de una pesadilla que aún se hacía presente a diario, tan nítidamente como si estuviera sucediendo otra vez y, a menudo, como si la protagonista fuera la pequeña Allie.

—Por supuesto, no correrá peligro otra vez —respondió enérgicamente el obispo—. Este caso es completamente distinto. No se ha cometido un asesinato, fue solo un torpe intento. Quien haya tratado de matar, se marchó hace tiempo. ¿Es que no comprendéis? —Rowley dio otro golpe en la mesa, con lo cual otro cuenco se volcó—. Todos creerán que Leonor fue la envenenadora. Ella odia a Rosamunda y es posible que estuviera en las cercanías. ¿No fue esa la conclusión inmediata de Gyltha? ¿No llegará a esa misma conclusión el mundo entero? —El obispo dejó de mirar a Mansur y observó a la mujer que estaba frente a él—. En el nombre de Dios, Adelia, os pido vuestra ayuda.

Gyltha apuntó con el mentón hacia la puerta, se puso de pie y dio un codazo a Mansur, que asintió, se levantó y se llevó del pescuezo al poco dispuesto padre Paton. Los dos que permanecieron sentados a la mesa no advirtieron su partida. La mirada del obispo estaba fijamente clavada en Adelia. La de ella, en sus propias manos cruzadas.

Pensaba que debía dejar de alimentar su rencor hacia él. No había sido un abandono, ella se había negado a casarse, había insistido en que no debían volver a verse. Era ilógico culparlo por haber cumplido con lo acordado.

Pero, maldito sea, habría debido hacer algo en todos esos meses. Al menos, reconocer al bebé.

—¿Cómo os lleváis con Dios? —preguntó de pronto Adelia.

—Soy su servidor, o eso espero.

Ella percibió algo de humor en su tono.

—¿Hacéis buenas obras?

—Cuando puedo.

Adelia pensó que, como ambos sabían, él sacrificaría a Dios y a Sus obras, a ella y a su hija, a todos, si de esa manera pudiera servir a Enrique Plantagenet.

Rowley habló serenamente.

—Os pido disculpas por esto, Adelia. No habría faltado a nuestro acuerdo de no volver a encontrarnos por ningún asunto de menor importancia que este.

—Si se prueba que Leonor es culpable, no mentiré. Lo diré —aclaró Adelia.

—¡Claro! ¡Así debe ser!

Aquel sí era Rowley. Tal era su energía: el grito había hecho temblar el vino en la jarra. Allí, por un instante, estaba de regreso su eufórico amante.

—¿No podéis resistiros, verdad? ¿Llevaréis con vos a la niña? Sí, por supuesto, aún estáis dándole el pecho. Es muy extraño imaginaros como una vaca lechera.

El obispo se puso de pie y abrió la puerta para llamar a Paton.

—En mi equipaje hay una bolsa con setas. Buscadla y traedla aquí. —Luego miró a Adelia, sonriendo—. Pensé que desearíais ver alguna prueba.

—Sois un demonio.

—Tal vez, pero este demonio salvará a su rey y a su país o morirá en el intento.

—O me matará mientras lo intenta.

«Ya basta, deja de parecer una mujer ofendida. Fue tu decisión», se dijo Adelia.

Él se encogió de hombros.

—Estaréis a salvo, nadie quiere envenenaros. Os acompañarán Gyltha y Mansur. Que Dios se apiade de quien intente tocaros mientras ellos estén cerca. Y además yo enviaré sirvientes. Supongo que el adefesio canino también irá con vos.

—Sí. Se llama Guardián.

—¿Un nuevo hallazgo del prior para cuidaros? Recuerdo al anterior, Salvaguarda.

Otra criatura que había muerto para proteger a Adelia. La habitación estaba llena de recuerdos que hacían daño y que tenían la peligrosa cualidad de ser compartidos.

—Paton es mi perro guardián —dijo él, en tono informal—. Custodia mi virtud como un maldito cinturón de castidad. A propósito, ya veréis el laberinto de la Bella Rosamunda, el más grande de la cristiandad. Y, atención, esperad a ver a Rosamunda en persona, no es lo que imagináis. En realidad…

—¿Está en peligro?

—¿El laberinto?

—No, vuestra virtud.

De pronto, él comenzó a hablar suavemente.

—Por extraño que parezca, no. Cuando me rechazasteis pensé que…, pero Dios es bondadoso, no impone más sufrimientos de los que podemos tolerar.

—Y cuando Enrique necesitaba un obispo complaciente…

«Oh, basta, basta», pensó otra vez Adelia.

—Y cuando el mundo necesitaba un médico en lugar de una esposa más —replicó Rowley, aún con serenidad—. Ahora lo comprendo; he rezado para lograrlo. El matrimonio os habría arruinado.

Sí, sí. Si ella hubiera aceptado casarse, él habría rechazado el obispado que el rey lo alentaba a ocupar porque era políticamente conveniente. Pero para ella la prioridad había sido su vocación. Y habría debido abandonarla, porque él necesitaba una esposa, no una médica, especialmente no una doctora de los muertos.

Adelia comprendió que, finalmente, ninguno de los dos había aceptado sacrificarse por el otro.

Rowley se puso de pie y fue hacia el bebé. Con el pulgar, hizo la señal de la cruz en su frente.

—Bendita seáis, hija mía —dijo, y dio media vuelta—. Bendita seáis también vos, señora. Que Dios os proteja y que la paz de Jesucristo se imponga a los Jinetes del Apocalipsis —agregó, y suspiró—. Porque puedo oír el ruido de los cascos de sus monturas.

El padre Paton entró trayendo una cesta que entregó a Su Ilustrísima. Con un gesto, el obispo le indicó que se retirara.

Adelia seguía observando a Rowley. En medio del lujo superfluo de esa habitación, y de la agitación que había experimentado mientras las sombras del pasado iban y venían, ella había advertido una sola cosa, que debía ser propia de ese recinto, y más aún, su verdadero objetivo. Acababa de sentir el aroma limpio y frío de aquel hombre: olor a santidad, el último atributo que habría esperado encontrar en él. Su amante se había convertido en un hombre de Dios.

Él tomó asiento en la silla que estaba junto a Adelia, para darle detalles del atentado contra la vida de Rosamunda. Puso la cesta frente a ella de modo que pudiera examinar su contenido. En otra época no habría podido sentarse junto a esa mujer sin tocarla: ahora parecía sentado junto a una anacoreta. Dijo que a Rosamunda le gustaban las setas guisadas, todos lo sabían. Una sirvienta perezosa había salido a recogerlas para su ama y una mujer desconocida, una vieja bruja, le había dado algunas, con lo cual no había tenido que molestarse en conseguir más.

—Rosamunda no comió todas las setas, una parte se reservó para otra ocasión. Cuando fui a verla, me llevé las restantes. Pensé que podríais identificar la región de donde provienen o que os serían útiles para algo. ¿Sabéis algo sobre hongos, verdad?

Sí, ella sabía bastante sobre hongos. Obedientemente, Adelia comenzó a hacerlos girar con su cuchillo mientras él hablaba.

Era una buena selección de setas, aunque ya marchita: boletus, de la especie que los ingleses llaman
Slippery Jack
, ostra de invierno, seta coliflor, hongo cabeza de fraile, hongo hedgehog. Todos muy sabrosos, y extraordinariamente variados. Algunas de esas especies crecían exclusivamente en terrenos de caliza; otros, debajo de los pinos; otros, en las llanuras, y otros, en bosques de follaje caduco.

Deliberadamente o no, la persona que los recogiera había recorrido un radio amplio, y había evitado incluir gran cantidad de una misma variedad, cuyo lugar de origen específico pudiera ser identificado.

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