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Authors: Ariana Franklin

Tags: #Histórico, Intriga, Relato

El laberinto de la muerte (2 page)

BOOK: El laberinto de la muerte
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Las tres monjas arrodilladas a su alrededor también parecían estar remedando un rezo. Sus bocas se movían sin emitir sonidos, porque cualquier ruido, aun el rumor de una oración susurrada, provocaba en la paciente una nueva convulsión. Tenían los ojos cerrados para no verla sufrir. Solo la mujer que permanecía al pie de la cama la observaba, impávida.

En los tapices que se veían en las paredes, Adán y Eva brincaban inocentes y saludables entre la flora y la fauna del Jardín del Edén, mientras la serpiente, en un árbol, y Dios, en una nube, los contemplaban con gesto afable. La habitación era circular. Su belleza se mofaba del horrendo aspecto de su moradora: de su cabello, antes rubio y ahora oscuro, desgreñado y sudoroso; de las venas fibrosas en el cuello, alguna vez blanco; de los labios estirados en una horrible sonrisa.

Todo lo que era posible hacer ya se había hecho. Las velas y el incienso ardiendo iluminaban una habitación donde las rejas y los postigos permanecían firmemente cerrados para evitar que hicieran ruido.

La madre Edyve había despojado de sus reliquias a Godstow, su convento, para que los santos ayudaran a la mujer que padecía. Muy anciana para ir en persona, había dado instrucciones a la hermana Havis, la priora de Godstow, que había acudido en su nombre. De acuerdo con esas instrucciones, la tibia de santa Escolástica había sido amarrada al brazo que se sacudía; del frasco que contenía la leche de santa María se habían echado unas gotas sobre la cabeza enferma, y en su mano habían depositado una astilla de la Santa Cruz, que un espasmo había arrojado al otro lado de la habitación.

Con cuidado, para no hacer ruido, la priora Havis se levantó y salió de la alcoba. La mujer que había permanecido al pie de la cama la siguió.

—¿Adónde vais?

—A buscar al padre Pol. He pedido que venga, está esperando en la cocina.

—No.

La priora Havis había dado prueba de que era una cristiana estricta, pero bien nacida; había sido paciente con la enferma. No obstante, el ama de llaves le provocaba escalofríos.

—Ya es hora, Dakers. Debe recibir la extremaunción.

—Os mataré. Ella no va a morir. Mataré al cura si sube la escalera.

Esas palabras fueron pronunciadas sin énfasis, sin emoción evidente, pero la priora creía que aquella mujer era capaz de cumplirlas. Todos los sirvientes de la casa ya habían huido por temor a lo que ella era capaz de hacer si su ama no lograba sobrevivir.

—Dakers, Dakers —dijo la priora, atenta a la regla de que al hablar con un loco siempre había que pronunciar su nombre, para recordarle quién era—, no podemos negar el consuelo que brinda el rito del santo viático a un alma que está pronta a comenzar su viaje. Mira —indicó mientras agarraba el brazo del ama de llaves para hacerla girar de modo tal que las dos mujeres miraron hacia la habitación. A causa de sus murmullos, el cuerpo tendido en la cama se había arqueado otra vez, formando un atormentado puente. Solo los talones y la coronilla seguían apoyados en el lecho—. Ningún cuerpo humano puede tolerar ese sufrimiento. Ella se está muriendo —afirmó la priora Havis, y comenzó a bajar la escalera.

Al oír pasos que la seguían, la religiosa se aferró al pasamano, contemplando la posibilidad de que la empujaran desde atrás. Se sintió aliviada al llegar a la planta baja y salir al aire claro y frío para ir hacia la cocina, que había copiado el diseño de sus chimeneas de la cocina de la abadía de Fontevrault, una especie de faro cónico gigante situado a pocas yardas de la torre.

La llama de uno de los hogares constituía la única iluminación del lugar. Sus reflejos rojos ondulaban sobre las sábanas que, colgadas de ganchos habitualmente reservados para hierbas o lonchas de tocino, se secaban cerca del fuego.

El padre Pol, un hombre pequeño y apocado, en especial esa noche, estaba acurrucado en un banco, acunando a un gordo gato negro, como si en aquel lugar esa compañía le sirviera de consuelo. Su mirada se dirigió a la priora y luego giró inquisitivamente hacia la figura del ama de llaves.

—Ya estamos en condiciones de recibiros, padre —dijo la priora.

El sacerdote asintió con alivio. Se puso de pie, dejó cuidadosamente al gato en el banco, le dio una última palmada, tomó el recipiente con los sagrados óleos que tenía a sus pies y salió presuroso. La priora Havis esperó un momento; tal vez el ama de llaves se decidiera a acompañarlos. Después de comprobar que no lo haría, siguió al padre Pol.

En cuanto se encontró a solas, Dakers miró el fuego. El obispo había estado allí dos días antes. Al igual que las chucherías del convento, la bendición que había dado a su ama de nada había servido. El dios cristiano había fracasado.

«Muy bien», se dijo el ama de llaves, y comenzó a moverse bruscamente. Ya en su territorio, una minúscula habitación contigua a la cocina, sacó unos objetos del armario. Regresó a la cocina murmurando. Sobre la tabla de picar colocó un libro que tenía un cerrojo y las cubiertas forradas con cuero. Allí puso un cristal poliédrico cuyas caras, a la luz de las llamas, emitían pequeños destellos verdes que titilaban en la oscuridad de la cocina. Encendió, una por una, siete velas. Hizo que la cera de cada una de ellas chorreara sobre la tabla de picar para luego fijarlas, formando un círculo alrededor del libro y el cristal. La intensidad de la luz era similar a la que emitían las velas de la alcoba, aunque el olor era menos agradable porque no estaban hechas con cera de abeja.

De un soporte de hierro colocado sobre el fuego, pendía un caldero que el ama de llaves mantenía siempre lleno de agua hirviente; la necesitaba para lavar las sábanas de la enferma. Dakers se inclinó sobre él para asegurarse de que burbujeara. Miró a su alrededor buscando la tapa —un gran círculo de madera con muchos orificios y un asa de hierro arqueada en el centro—, la encontró y la depositó cuidadosamente en el suelo, a sus pies. De los utensilios de hierro que se encontraban junto al hogar —el receptáculo para la leña, los asadores, etcétera— eligió un gran atizador y también lo dejó en el suelo, junto a la tapa.

—Igzy-bidzy —murmuró—, sishnu shishnu, adony-manooey, eelam-peelam…

Los ignorantes habrían podido creer que repetía una de aquellas rimas que los niños recitaban al saltar la cuerda. Otros habrían reconocido las versiones, deliberadamente distorsionadas, de los sagrados nombres de Dios utilizados por distintas religiones.

Esquivando las sábanas, la señora Dakers se dirigió al lugar donde se había sentado el padre Pol. Levantó el gato y, al igual que él, lo acunó y lo acarició. Era un buen gato, famoso cazador de ratones, el único al que ella permitía entrar en la cocina. Mientras lo llevaba hacia el hogar, lo acarició por última vez con una mano, y con la otra tomó la tapa del caldero.

Sin dejar de murmurar, lo echó en el agua hirviente, rápidamente colocó la tapa en su lugar y presionó hacia abajo. Deslizó el atizador a través del asa para que sobresaliera de los bordes. Durante unos segundos la tapa golpeó contra el atizador y un chillido atravesó sus orificios. La señora Dakers se arrodilló junto al hogar y encomendó el sacrificio al Amo.

Si Dios había fracasado, era hora de elevar peticiones al Demonio.

• • •

A unas ochenta millas de allí —siguiendo una línea recta hacia el este—, Vesuvia Adelia Rachel Ortese Aguilar asistía un parto por primera vez. O, al menos, trataba de hacerlo.

—Empuja —dijo servicialmente la hermana mayor del niño por nacer, situada a un costado.

—No le digas eso —dijo Adelia en la lengua de East Anglia—. No puede empujar hasta que llegue el momento.

En aquella fase la pobre mujer tenía escaso control sobre el asunto, se dijo la comadrona.

«Y tampoco lo tengo yo. No sé qué hacer», reconoció para sí Adelia, desesperada.

El parto no iba bien. Se había prolongado hasta el punto en que la madre, una mujer de los pantanos que lo toleraba sin una queja, estaba exhausta.

Fuera, sentado en la hierba, custodiado por el perro de Adelia, Mansur entonaba canciones infantiles de su tierra natal para entretener a los otros niños, todos ellos nacidos sin complicaciones con la ayuda de una vecina y un cuchillo para cortar el pan. Y el hecho de que en aquel momento Adelia no disfrutara de su voz, o de aquella ocasión singular —el angelical registro de soprano de un casi castrato (le habían privado de la posibilidad de procrear, pero no de mantener relaciones sexuales) propagaba por el pantano inglés escalas menores en árabe—, permitía medir su desesperación. Solo podía maravillarse por la resistencia de la mujer que sufría en la cama y, aun así, lograba decir, jadeante: «Estoy bien».

El esposo ocultaba su preocupación por su mujer, y permanecía impasible en el sótano de la choza, junto a su vaca. A través de la escalera de madera, su voz llegaba hasta el nivel superior —una parte del espacio se utilizaba como vivienda y otra, para almacenar heno—, donde la mujer se esforzaba por dar a luz.

—Ella nunca estaba tan agitada cuando la señora Baines los traía al mundo —dijo, y le oyeron.

«Felicidades a la buena señora Baines», pensó Adelia. Esos bebés habían nacido sin problemas, pero habían sido demasiados. Más tarde tendría que explicarle al señor Reed que su esposa había dado a luz a nueve hijos en doce años, y si bien este no le había causado la muerte, uno más podía hacerlo.

Sin embargo, no era el momento oportuno para hacerle tales consideraciones. Era necesario conservar la confianza, en especial, por parte de la parturienta, por lo cual gritó alegremente:

—Debes agradecer que yo esté aquí ahora, chico. Tú solo ocúpate de mantener el agua hirviendo.

Adelia era una anatomista y, por añadidura, extranjera. Su especialidad, los cadáveres. Pensó que el señor Reed tenía razones para preocuparse. Si hubiera sabido que su experiencia en materia de partos —con excepción del propio— era prácticamente nula, se habría puesto frenético.

La desconocida señora Baines habría sabido qué hacer, y también Gyltha, la amiga de Adelia y niñera de su hija. Pero las dos mujeres, cada una por su lado, habían decidido visitar la feria de Cambridge. Estarían de regreso en un par de días. Su partida había coincidido con el inicio del parto de la señora Reed. En aquella región aislada y pantanosa Adelia era la única persona reconocida por sus conocimientos médicos, por lo cual la habían llamado para ocuparse de la emergencia.

Si la mujer que estaba en el lecho se hubiera roto los huesos o hubiera contraído cualquier tipo de enfermedad, en efecto, Adelia la habría auxiliado, porque era médica, no solo una persona que utilizaba sabiamente las hierbas y poseía el conocimiento práctico transmitido de una mujer a otra a lo largo de generaciones. Tampoco era —como tantos hombres que presumían de médicos— una charlatana que engatusaba a los pacientes con medicamentos repulsivos que costaban mucho dinero. No, Adelia se había graduado en la magnífica, liberal, progresista e internacionalmente admirada Escuela de Medicina de Salerno, que desafiaba a la Iglesia aceptando entre sus estudiantes a las mujeres que demostraran poseer inteligencia suficiente.

Los profesores habían descubierto que Adelia se equiparaba o incluso superaba al más inteligente de los estudiantes varones. Le habían proporcionado una educación habitualmente destinada a los hombres, que ella más tarde había completado trabajando con su padrastro judío, especializado en autopsias.

En consecuencia, había recibido una educación singular que no le servía en aquel momento, porque, dando muestra de su sabiduría —sabia era, en efecto—, la Escuela de Medicina había considerado que era mejor dejar que las comadronas se ocuparan de los partos. Adelia habría sabido curar al bebé de la señora Reed. Si hubiera muerto, habría podido realizar una autopsia y habría revelado el motivo de su muerte, pero no sabía traerlo al mundo.

Entregó a la hija de la mujer el recipiente con agua y la sábana, cruzó la habitación y levantó a su propio bebé, que estaba en su cesta de mimbre. Se sentó en un fardo de heno, desató los lazos de su vestido y comenzó a amamantarlo.

Con respecto al acto de amamantar, y con respecto a casi todas las cosas, Adelia tenía una teoría. Debía ir acompañado de serenidad y pensamientos alegres. Habitualmente, cuando daba de comer al bebé, se sentaba en la entrada de la pequeña casa con techo de paja donde vivía, en Waterbeach, y dejaba que sus ojos y su mente vagaran por los pantanos del Cam. Al principio esa verde llanura no había resultado favorecida en la comparación con el recuerdo del paisaje del Mediterráneo, donde había nacido, con su relieve accidentado recortado en un mar turquesa. Pero la llanura también poseía su belleza, y poco a poco había aprendido a apreciar los inmensos cielos que coronaban aquella infinita espesura de sauces y alisos a la cual los nativos del lugar llamaban pantano, y la riqueza de la vida salvaje que abundaba en los ríos ocultos.

—¿Montañas? —había dicho Gyltha en una ocasión—. No me entiendo con las montañas.

Por otra parte, aquella era ahora la tierra natal de la niña que tenía en sus brazos, y eso la convertía en un lugar infinitamente amado. Pero aquel día Adelia no se atrevía a permitir que sus ojos o su pensamiento vagaran libremente, para bien de su hija. Debía salvar a otro niño y se maldeciría si él, o su madre, morían a causa de su ignorancia. Disculpándose silenciosamente con el pequeño ser que tenía en brazos, se dedicó a recordar las imágenes de ciertos cadáveres que había diseccionado: los de mujeres que habían muerto antes de parir a sus hijos.

Eran verdaderamente penosos. Pero cuando yacían sobre la mesa de mármol de la gran sala de autopsias de Salerno había aprendido a no sentir compasión por ellos, al igual que le ocurría con cualquier otro muerto, para prestarles mejor servicio. En el arte de la disección no había lugar para la emoción, tan solo para el razonamiento claro, experto, inquisitivo.

En aquel momento, en una choza pequeña y pajiza, en el confín del mundo civilizado, lo hizo una vez más, borró de su mente el sufrimiento de la mujer que estaba en la cama y lo reemplazó por un mapa de órganos, posiciones, presiones, desplazamientos.

—Veamos… —Casi sin darse cuenta, Adelia apartó al bebé de su pecho izquierdo, ya vacío, y lo pasó al otro, mientras seguía meditando acerca de la presión sobre el cerebro y el cordón umbilical, las causas y la manera en que se producía la asfixia, la pérdida de sangre, la putrefacción—. Hmm…

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