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Authors: Ariana Franklin

Tags: #Histórico, Intriga, Relato

El laberinto de la muerte (4 page)

BOOK: El laberinto de la muerte
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El mensajero era un joven enjuto, y la mirada de Adelia casi lo hizo retroceder. Miró boquiabierto al prior pidiendo confirmación.

—¿Esta es lady Adelia, señoría?

Aquel nombre indicaba alcurnia. Había esperado encontrar dignidad, belleza, incluso rumor de faldas sobre un piso de mármol, no aquel ser carente de elegancia, con un perro y un bebé.

El prior Geoffrey sonrió.

—Lady Adelia, en efecto.

—Oh, bien. —El joven hizo una reverencia y echó su capa hacia atrás dejando ver el bordado que adornaba las mangas de su tabardo: dos ciervos rampantes y una cruz dorada en forma de equis. Desplegó un pergamino.

—De mi reverendísimo señor, el obispo de Saint Albans.

Adelia no lo escuchó. La dramatización la había petrificado.

—¿Qué desea? —preguntó con un tono gélido, desacostumbrado para el mensajero que en consecuencia miró al prior pidiendo ayuda.

El religioso intervino. Él había recibido un bando similar. En latín, dijo:

—Adelia, tal parece que nuestro señor obispo necesita de vuestro conocimiento. Os convoca a Cambridge por un intento de asesinato en Oxfordshire. Entiendo que es algo importante, con implicaciones políticas.

El mensajero siguió leyendo su bando en voz alta. Adelia siguió sin escucharlo; apeló a su amigo.

—No iré, Geoffrey. No quiero ir.

—Lo sé, querida, pero he aquí el motivo por el cual he venido. Me temo que debéis ir.

—No quiero verlo. Soy feliz aquí. Gyltha, Mansur, Ulf y ella… —La médica acunó a la niña ante él—. Me gustan los pantanos, me gusta su gente. No me obliguéis a ir.

Aunque el ruego lo conmovió, el prior endureció su corazón.

—Mi querida amiga, no tengo opción. Nuestro señor obispo dice que es un asunto de interés del rey. ¡El rey! Por lo tanto, tampoco vos tenéis opción. Sois el arma secreta del rey.

Capítulo 2

C
ambridge no esperaba ver nuevamente a su obispo en tan corto tiempo. En ocasión de su nombramiento, dieciocho meses antes, la ciudad —que formaba parte de la enorme diócesis de Saint Albans— se había congregado en su honor, con toda la pompa que merecía un hombre cuya palabra valía poco menos que la de Dios, el Papa y el arzobispo de Canterbury, y lo había visto iniciar el recorrido inaugural de su nueva diócesis. A causa de su enorme tamaño, como todas las diócesis de Inglaterra, le llevó más de dos años completar la singladura.

No obstante, allí estaba, de regreso antes de lo previsto, sin la pesada caravana con equipaje que lo había escoltado cuando partió, acompañado, en cambio, por jinetes que se adelantaron solo algunas horas para anunciar su llegada.

Y aun así, Cambridge salió a rendirle honores. Con fervor. Algunas personas caían de rodillas frente a él o alzaban a sus hijos para que recibieran la bendición del gran hombre. Otros se acercaban corriendo a su caballo, comentando sus pesares, para que les diera la solución. La mayoría sencillamente disfrutaba del espectáculo.

Un hombre popular, el obispo Rowley Picot. Un hijo de la propia Cambridge. Había participado en las Cruzadas, y no era el Papa, sino el rey, quien lo había designado, lo cual era bueno, dado que el rey Enrique II estaba más cerca y ejercía su poder con más inmediatez que el Vaticano.

El obispo no era uno de esos religiosos adustos al uso. Se sabía que le gustaban la caza, la comida y la bebida y también las mujeres —eso decían—, pero que había abandonado todo aquello desde el momento en que Dios lo eligió. ¿Y quién, si no él, había hecho justicia con los asesinatos de los niños que habían aterrorizado a la ciudad tiempo atrás?

Mansur y Adelia, seguidos por el desanimado mensajero, habían insistido en visitar la Feria de Cambridge para buscar a Gyltha. Después de hallarla, Mansur la había sostenido en alto para que pudiera ver al obispo por encima de las cabezas de la muchedumbre.

—Adornado como una mesa de gala, bendito sea —informó Gyltha a Adelia, que estaba de pie junto a Mansur—. ¿No vas a echarle un vistazo al obispo?

—No —respondió Adelia, aferrando con más fuerza a su bebé.

En su imaginación se dibujó una figura imponente, profética, mitrada, que representaba la hipocresía y la opresión de una Iglesia que no solo se oponía a ella, sino también a cualquier avance necesario para la salud física y mental de la humanidad.

Alguien le tocó el hombro.

—Por favor, seguidme, señora. Su Ilustrísima os concederá una audiencia en su casa, pero antes debe recibir al alguacil y celebrar misa.

—Nos concede una audiencia —dijo burlonamente Gyltha cuando Mansur la dejó en el suelo—. Cuánta bondad. Eso sí que es divertido.

—Hmm… —El mensajero del obispo, cuyo nombre resultó ser Jacques, seguía desorientado. Los sarracenos y las vendedoras de pescado no eran la clase de personas con quienes estaba acostumbrado a tratar. Con cierto grado de desesperación, dijo—: Señora, creo que mi amo tiene previsto entrevistarse solo con vos.

—Esta dama y este caballero vienen conmigo. De lo contrario, no iré —afirmó Adelia.

Le angustiaba estar otra vez en Cambridge. Los peores momentos de su vida —y los mejores— habían transcurrido en aquella ciudad: la rondaban espíritus cuyos huesos descansaban en paz, en tanto que otros aún clamaban a un Dios que no los había escuchado.

—El perro también. —Advirtió que el pobre mensajero ponía los ojos en blanco. No le importó. El mero hecho de acudir a esa llamada había sido una concesión. Al pasar por su casa para recoger la ropa de invierno que todos ellos necesitarían, se había avenido a lavarse el pelo y ponerse su mejor vestido, aunque ya estaba raído. Con eso era suficiente. No haría más concesiones.

La residencia episcopal —el obispo disponía de una residencia en cada una de las ciudades importantes de la diócesis— se encontraba en la parroquia de Santa María. En ese momento era un alboroto de sirvientes que la preparaban para habitantes inesperados.

Los invitados —escoltados por Guardián, el perro— fueron conducidos a una gran cámara en la planta alta. Cuando llegaron, los sirvientes quitaron las sábanas polvorientas que cubrían los muebles macizos y ornamentados. En el extremo opuesto, una puerta abierta dejó a la vista las molduras y los dorados de un dormitorio donde los lacayos colgaban cortinas de brocado en el dosel de una espléndida cama.

Uno de los lacayos advirtió que Mansur los observaba y atravesó la habitación para cerrar la puerta en su cara. Guardián levantó la pata y orinó en el vano tallado en forma de arco.

—Eso es lo que yo llamo un buen perro —dijo Gyltha.

Adelia alzó urgentemente la cesta donde estaba su bebé y la colocó sobre un baúl revestido de bronce. Buscó un banco, desató los lazos de su vestido y comenzó a alimentarla. Al mirarla, pensó: «Qué niña notable, pese a estar acostumbrada a la quietud de los pantanos, no demuestra temor en medio del tumulto de Cambridge, solo interés».

—Bien —le dijo Gyltha. Hasta ese momento, las dos mujeres no habían tenido un momento para hablar en privado.

—Os escucho.

—¿Qué es lo que su señoría desea de ti?

Adelia se encogió de hombros.

—Que investigue un intento de asesinato en Oxford, eso dijo el prior Geoffrey.

—No creí que vendrías por eso.

—No habría venido, pero aparentemente son órdenes del rey.

—Qué cabrón —opinó Gyltha.

—Así es.

Enrique Plantagenet era la autoridad suprema. Adelia podía tratar de eludirla, pero era peligroso desobedecerla. En algunas ocasiones se sentía profundamente disgustada con Enrique II, quien, después de descubrir su talento para desvelar los secretos de los muertos, la había dejado aislada en Britania para poder utilizarlos otra vez. Sin embargo, en ciertas ocasiones eso no le sucedía.

Inicialmente el rey inglés le había escrito a su pariente, Guillermo de Sicilia, pidiendo ayuda —solo podía proporcionarla la tradición investigadora de Salerno— para un problema que tenía en Cambridge. Todos se habían sorprendido cuando Salerno respondió enviando a una señora experta en el arte de la muerte, en lugar de un señor, pero las cosas habían salido bien —al menos para Enrique II—; tanto que él y el rey Guillermo intercambiaron otras cartas en las que se pedía y se concedía que, durante algún tiempo más, Adelia permaneciera donde estaba.

Todo se había convenido sin que ella lo solicitara y sin su autorización, en un acto manifiesto de piratería, típico del soberano.

—No soy un objeto —le había gritado inútilmente Adelia—, no podéis pedirme en préstamo, soy un ser humano.

—Y yo soy un rey —le había respondido Enrique—. Si yo digo que os quedáis, os quedaréis.

Maldito déspota, ni siquiera le había pagado por todo lo que había hecho, por el peligro que había corrido, por la pérdida de amigos queridos. Hasta el fin de sus días lloraría a Simón de Nápoles, aquel hombre sabio y afable cuya compañía había sido semejante a la de un segundo padre. Y a su perro, una pérdida mucho menor, pero de todos modos penosa.

Por otra parte, para equilibrar la balanza, había conservado a su querido Mansur, se había encariñado con Inglaterra y su gente, había sido premiada con la amistad del prior Geoffrey, de Gyltha y de su nieto y, por encima de todo, había tenido a su hija.

Y aunque Enrique Plantagenet era un cerdo artero y tacaño, era no obstante un buen rey, un gran rey, y no solo porque gobernaba un imperio que se extendía desde los límites de Escocia hasta los Pirineos. La disputa entre él y Tomás Becket, su arzobispo de Canterbury —que había terminado con el asesinato del arzobispo—, lo había condenado para siempre. Pero, en opinión de Adelia, Enrique tenía razón. Para el mundo había sido desastroso que Becket —un hombre ególatra, retrógrado, que odiaba a los judíos— se negara a permitir reforma alguna en la igualmente retrógrada Iglesia de Inglaterra, lo cual había llevado a su rey a proferir el horrendo grito de «¿Quién me librará de este cura insubordinado?», al cual sus caballeros respondieron de inmediato porque tenían sus propias razones para desear la muerte de Becket. Los hombres del rey habían cruzado sigilosamente el Canal en dirección a Canterbury y habían cometido un acto cuyo resultado fue la transformación de un hombre valiente pero estúpido, de mente estrecha, en un santo y un mártir. Al mismo tiempo, habían dado a la Iglesia todo tipo de excusas para castigar a un rey que deseaba restringir el poder del clero y conceder más justicia a su pueblo por medio de leyes benignas y humanitarias, únicas en el mundo.

Sí, la Iglesia dijo que Enrique Plantagenet era un demonio, y en algunas ocasiones Adelia pensaba que probablemente lo fuera, pero sabía también que sus crueles ojos azules veían el futuro mejor que los de cualquier otro hombre. Enrique II había ascendido al trono en una Inglaterra devastada y empobrecida por la guerra civil y le había dado una sólida prosperidad que era la envidia de otros países.

Se decía que su esposa y sus hijos se sentían agraviados y conspiraban en su contra. Una vez más, Adelia comprendía el motivo: el rey aventajaba a cualquier persona, era muy rápido y relacionarse con él podía parecerse a ir colgado de su estribo mientras cabalgaba. Sin embargo, cuando la Iglesia juzgó a Adelia mientras trataba de descubrir quién era el asesino de los niños de Cambridge, fue ese atareado rey quien encontró tiempo para detenerse y conseguir su absolución.

«Hizo lo que debía —pensaba Adelia—. ¿Acaso no le ahorré problemas y dinero? No soy uno de sus súbditos. Soy siciliana, no tiene el poder de obligarme a servirlo».

Lo cual habría sido sin duda razonable si en ciertas oportunidades Adelia no hubiera sentido que estar al servicio de Enrique II de Inglaterra era un privilegio.

No obstante, por el bien de la digestión de su hija, trató de borrarlo de su mente. Era difícil, la amplia habitación que la rodeaba era el reflejo de una Iglesia que la enfurecía más de lo que el propio Enrique habría podido imaginar. No había allí algo que no fuera rígida y opulentamente religioso: la enorme silla del obispo; el reclinatorio acolchado con incrustaciones de oro donde Su Ilustrísima podía arrodillarse cómodamente ante el Cristo que había muerto en la pobreza; el aire viciado con olor a incienso. Adelia la comparó con la habitación que ocupaba el prior Geoffrey, un ejemplo de santidad a pesar de los numerosos objetos que recordaban lo profano: cañas de pescar en un rincón; olor a buena comida; un pequeño y exquisito bronce de Afrodita traído de Roma; en la pared, la carta enmarcada de un alumno del cual se sentía orgulloso.

Adelia terminó de amamantar al bebé. Gyltha tomó a la niña para que eructase, una tarea que ambas mujeres se disputaban, porque no había sonido más satisfactorio que aquel diminuto regüeldo. El brasero recién encendido aún no había comenzado a entibiar la habitación, por lo cual Gyltha agregó otra manta a la cesta antes de dejarla en un lugar oscuro para que la niña durmiera. Luego fue hacia el brasero, se quedó de pie frente a él y miró complacida a su alrededor.

—Asesinato, ¿eh? El viejo grupo y los viejos tiempos están de vuelta.

—Intento de asesinato —le recordó Adelia—. Y no, no están de vuelta.

—Pero de todas formas hemos venido —dijo Gyltha—. Es mejor que pasar un invierno helado en los malditos pantanos.

—A ti te gusta el invierno en los pantanos. Y también a mí —dijo Adelia, muy consciente de que allí había aprendido a patinar y disfrutaba enormemente con aquel ejercicio.

—Pero eso no quiere decir que no me gusten más otras cosas —replicó Gyltha. Aunque era vieja, tenía un espíritu aventurero. Se frotó el trasero y señaló la cesta con la cabeza—. ¿Qué dirá su señoría de nuestro pequeño tesoro?

—Solo espero que no pregunte quién es el padre —dijo Adelia.

Gyltha parpadeó.

—Oh, no lo hará. Eso es feo. ¿Por qué lo atacas?

—No quiero que estemos aquí, Gyltha. Obispos y reyes no tienen derecho a pedirme nada. No lo haré.

—¿Puedes elegir, muchacha?

Se oyeron pasos en el rellano de la escalera. Adelia apretó los dientes, pero solo era un sacerdote insignificante que entraba con una vela en una mano y una libreta de pizarra en la otra. Sostuvo la luz en alto y, lentamente, describió un arco con ella mientras observaba cada rostro con ojos miopes.

—Soy el padre Paton, secretario de Su Ilustrísima —dijo—. ¿Y vosotros sois…? Sí, sí. —Para asegurarse, dejó la pizarra en una mesa, la abrió y sostuvo la vela junto a ella—. Un hombre árabe y dos mujeres, sí —afirmó, y levantó la vista—. Se os proporcionará transporte, sirvientes y provisiones para ir a Oxford y para regresar. Una capa de invierno para cada uno, leña y un estipendio de un chelín diario hasta el momento en que Su Ilustrísima esté satisfecho con el trabajo realizado. No pueden reclamar más que esto. —El sacerdote miró una vez más la pizarra—. Oh, sí, Su Ilustrísima ha sido informado sobre la presencia de un niño y expresó su deseo de darle la bendición —agregó, y esperó oír palabras de agradecimiento. Al no recibirlas, dijo—: Podemos llevarlo ante él, ¿está aquí?

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