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Authors: Francisco J. de Lys

Tags: #Misterio, Intriga

El laberinto de oro (25 page)

BOOK: El laberinto de oro
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Grieg acercó su rostro hasta observar muy de cerca la delicada piel de Lorena.

—Eres elegante, pero estudiadamente descuidada y muy sexy —continuó Grieg—. Y creo que normalmente llevas
piercings,
que por alguna razón que desconozco te has quitado… Y también creo que debes de llevar extraños tatuajes. Seguiría hablando de ti, pero te estaría robando un tiempo precioso para que trates de convencerme.

Lorena le miró con sus hermosos ojos negros.

—O sea, que te pongo. ¿No es eso?

Entonces se puso muy seria, y preguntó algo que formaba parte de los secretos más íntimos de Grieg.

—¿Sabes por qué desde muy joven tienes la pulsión de ascender hasta las cumbres?

Grieg guardó silencio.

—Porque sientes que un cuerpo joven puede hacer lo que se proponga. El mundo entero se queda pequeño ante el impulso de una pasión latiendo en un corazón joven. Quieres llenarte de la luz y de la libertad que únicamente pueden valorarse cuando uno, con su propio esfuerzo, ha llegado hasta la cima de una montaña. Es una sensación que intentas atesorar para cuando irremisiblemente, como todos, compruebes que el paso de los años transforma el simple hecho de cruzar una estrecha calle en una hazaña.

—Quizá seas psicóloga —contestó Grieg mientras apuraba una de aquellas pastas.

Lorena extrajo de su bolso las llaves que habían encontrado en el interior de la Cámara de la Viuda y las colocó delante de su cara, haciéndolas balancear igual que si se tratase de un péndulo.

—¿Ves estas llaves? Conducen a un paraje absolutamente real, pero donde las cosas no son lo que parecen. En ese lugar, los mitos y la historia, el plomo y el oro, la vida y la muerte se funden en un territorio que jamás nadie ha explorado.

Grieg escuchaba sus palabras, tratando de disimular el profundo impacto emocional que le causaban.

—Tal vez seas profesora de literatura o poetisa. Continúa, parece realmente interesante.

—No podrás resistirte a la proposición que te planteo, porque te sentirás tentado por conocer la Barcelona más oculta y hermética de la que tú, aunque eres un experto, jamás has oído hablar. La verás con tus propios ojos —continuó Lorena usando unas palabras que Grieg imaginó que eran como los cánticos de sirena que debió de oír Ulises.

—Es un camino lleno de obstáculos, Lorena.

—Gabriel, si hay algo que tengo claro es que te encantan los obstáculos, y cuanto mayores sean tanto mejor. Es más, hasta te recreas en ellos y tratas de aprender y realizarte.

—Exageras.

—En absoluto. Yo te ofrezco un obstáculo hecho a tu medida. Busco una joya llamada «la Piedra», que estuvo relacionada con una serie de asesinatos en serie perpetrados por el monje bibliómano, cuyo apodo don Germán está anotado en esta cartulina. —Lorena volvió a acercar el manojo de llaves a escasos centímetros del rostro de Grieg.

—Imagínate poder seguir los pasos en Barcelona de Fulcanelli, el mayor alquimista del siglo XX. ¿No te parece apasionante? ¡Imagínate! Unas llaves que conducen hasta alguien que pactó con el mismísimo diablo para conseguir fabricar oro alquímico.

Grieg estuvo a punto de decir que era una locura hablar de pactos con el diablo, pero después de todo lo que le había sucedido esa noche, optó por callarse.

—La joya que busco —dijo Lorena mientras se oía sonar de nuevo la campanilla de la puerta— presuntamente tiene forma de garra que retiene una extraña gema circular, y está fabricada parcialmente con oro alquímico.

Grieg recordó de inmediato el contenido de la caja de las
auques,
que el anciano del Liceo le había ordenado entregar a la bella mujer que tenía delante, como pago, aparentemente fácil, de su deuda.

—No son más que fantasías, auténticas quimeras… —dijo, disimulando.

—¿Estás seguro? Te demostraré que estás equivocado.

Lorena extrajo de su bolsa un cilindro plateado que estaba cerrado con un candado, en el que se distinguían diez pequeños cuadrados. Giró unas estriadas arandelas de metal e inmediatamente se abrió una tapa impulsada por un resorte.

Luego, tras cerciorarse de que ningún cliente de la granja les estaba mirando, sacó del cilindro una fotocopia tamaño DIN A4 y se la tendió a Grieg.

Barcelona, 14 de diciembre de 1971

Interpretación del proceso llevado a cabo por XXXXX XXXXX en relación con el detallado análisis del oro alquímico obtenido por XXXXXXXXXX.

—¿Por qué aparecen tachados los nombres que figuran en el encabezamiento de la hoja? —preguntó Grieg, sorprendido.

—Es un tipo de información que no conviene que se sepa. Tú tendrías acceso a ella llegado el momento. Depende de ti.

Grieg continuó leyendo aquella fotocopia, la cual reproducía un texto escrito a máquina que guardaba concordancia con la fecha escrita en el inicio.

FÓRMULA PARA LA OBTENCIÓN DE 100 GRAMOS DE ORO ALQUÍMICO LA GRAN OBRA

OBRA 1
: Tomar trescientos cuarenta y ocho gramos de cuarzo de arena clara y calentarlo a fuego lento. No confundir bajo ningún concepto esta materia con el caput mortuum de los alquimistas medievales.

OBRA 2
: Vitrificar hasta que licué.

OBRA 3
: Mezclar la materia resultante con cincuenta y dos gramos de mercurio puro y mantenerlo sumergido en cinco litros de agua destilada a una temperatura constante de sesenta y seis grados centígrados durante treinta y nueve horas y veintidós minutos exactos.

OBRA 4
: Una vez finalizado el plazo asignado, introducir el resultante en una cornuda tubulada de triple fondo donde se mezclará con treinta y dos gramos de antimonita, veintitrés gramos de tártaro y lo dejaremos reposar durante veintidós horas.

OBRA 5
: En un matraz absolutamente esterilizado y a cincuenta y dos grados centígrados de temperatura constante, disolveremos muy lentamente en un decilitro de licor de ALKAHEST veintitrés gramos de azufre. Tras remover hasta obtener una solución homogénea dejaremos reposar durante…

Grieg comprobó que aquella fórmula era mucho más clara y precisa, tanto en los procesos como en las cantidades, que los que aparecían en la mayoría de textos alquímicos. El texto continuaba hasta el paso dieciséis, donde llegaba el papel original antes de que alguien lo hubiera roto por la mitad.

—Una vez traté de leer
El manual del alquimista
de Frater Albertus y acabé con un intenso dolor de cabeza —masculló Grieg, entregándole la hoja de nuevo—. Todo esto son camelos, Lorena. De momento, ya veo que le falta un pedazo a la hoja. Todo un clásico. Ese papel tan misteriosamente presentado es muy similar a esos documentales que parecen muy serios y veraces y que son casi imposibles de distinguir de los auténticos. Creo que son falsos documentos.

—Te equivocas, Gabriel. Este papel que tengo en la mano es una copia única.

—¿Cómo lo sabes?

Grieg vio cómo Lorena volvía a introducir con sumo cuidado la fotocopia en el pequeño cilindro, y a continuación extraía un dossier en cuyo encabezamiento podía leerse «CERN. Conseil Européen pour la Recherche Nucléaire.
Or alchemique.»
Unas palabras atravesadas de color rojo aparecían estampadas con un tampón de goma sobre las anteriores:
«Only for Eyes.»
«Informe confidencial.»

—Olvidémoslo de momento —dijo Grieg—. La persona de la que te hablé y que guarda relación con las llaves llegó hace cinco minutos. Es mejor que nos vayamos.

—Entonces no perdamos el tiempo. —Lorena depositó un billete sobre la mesa y se levantó de la silla—. ¿Adónde vamos? ¿Al lugar donde debes entregarme esta caja o al que conduce la cinta con las llaves?

Grieg se levantó y salieron del local. La calle Petritxol, aunque sombría, mostraba un aspecto mucho más concurrido.

—Tienes que saber que las llaves que están prendidas con la cinta roja conducen directamente al infierno —reveló Grieg de improviso—. Y cuando digo infierno, no me estoy refiriendo a un lugar inconcreto y de dudosa existencia, sino a un lugar tan terrenal como tenebroso.

—¿Puedes ser más concreto, Gabriel? —preguntó Lorena frente a las puertas de la Sala Parés.

—Yo sé dónde está ese lugar y he visitado muchas veces la construcción que lo alberga, pero jamás me atreví a traspasar el delgado y secreto muro que lo protege —siguió Grieg.

—¿Y dónde se encuentra ese enigmático edificio? —preguntó ella, muy intrigada.

—De enigmático no tiene nada. —Grieg levantó la mano izquierda indicando que lo tenían ante sus ojos.

Lorena contempló, admirada, la fachada de una imponente construcción que carecía de esculturas y donde destacaban, por su sobriedad, las arquivoltas de la puerta principal. Un espléndido rosetón de grandes dimensiones estaba situado en el centro de la fachada, y junto a él se elevaba una gran torre de forma octogonal de más de cincuenta metros de altura, al lado de otras dos torrecillas ochavadas.

—¡¿La iglesia del Pi?! —exclamó Lorena.

—Exactamente. Muy pocos la conocen por su verdadero nombre, Nuestra Señora de los Reyes, a la que Pío XI concedió en 1926 el título de basílica menor.

Grieg y Lorena cruzaron la plaza del Pi y ascendieron los escalones de piedra de la entrada. Ante ellos apareció el interior de la basílica. Construida en el siglo XIV, es de una sola nave, carente de arbotantes y con esbeltos contrafuertes, entre los cuales se cobijan las capillas laterales.

Se dirigieron hacia el presbiterio, y mientras lo hacían, Grieg extrajo de su bolsa la caja de las
auques
que le dio el anciano para que, a su vez, se la entregara a Lorena.

—Toma, esta caja te pertenece, y aquí acaba mi cometido —dijo Grieg, tendiéndole la caja.

—Gabriel, si sabías que al final ibas a hacer esto… ¿para qué te tomaste tantas molestias? —preguntó Lorena con expresión muy seria.

—Alguien me aconsejó que no me apresurase en realizar la entrega.

—Y entonces, ¿adonde se supone que conduce esto? —preguntó ella mientras las llaves tintineaban colgadas de su mano.

Gabriel Grieg sonrió de un modo enigmático.

—Ya te lo he advertido, pero pareces empeñarte en no hacerme caso. Esas llaves conducen al mismísimo infierno.

40

Lorena sostenía la caja que Grieg acababa de entregarle.

—¿Qué piensas hacer? —preguntó por fin, y sus palabras reverberaron en el interior de la desértica iglesia—. Acabas de decirme que tu misión ha concluido.

—Y no lo niego. Ésas fueron exactamente mis palabras. ¿Por qué lo dices?

—Entonces, ¿por qué no te vas?

—Yo lo único que dije es que te entregaba la caja, y con eso finalizaba la misión que tenía encomendada. No mencioné, para nada, lo que haría a continuación. —Grieg tomó su bolsa del suelo.

—Me alegra saber que continúas en la cordada, Gabriel —reconoció Lorena—. No perdamos más tiempo y dirijámonos hacia el lugar donde pueden sernos útiles estas llaves. Por el camino analizaremos el contenido de la caja.

Lorena empezó a caminar hacia la puerta de la iglesia del Pi, pero las palabras de Grieg la detuvieron en seco.

—¿Dónde vas tan decidida?

—Pues a la calle… ¿Dónde quieres que vaya? —Lorena sintió un repentino escalofrío.

—Debes saber que el lugar al que remiten las llaves es este mismo.

Lorena escuchó las palabras de Grieg, levantó la cabeza y contempló el fascinante rosetón que iluminaba la superficie de la iglesia hasta la cripta. En él podía apreciarse el meticuloso orden que lograron establecer los artesanos.

—Ahora debemos apresurarnos. —Se dirigió hacia el lado de la epístola de la iglesia—. La persona de quien te hablé en la granja de la calle Petritxol era el párroco. Sé que cada mañana, tras oficiar la misa, acude allí a desayunar, y debemos aprovechar ese tiempo antes de que vuelva.

Lorena se había quedado inmóvil, entre dos bancos de madera, al comprobar que el objeto esencial que debía hacerle entrega la persona que acudiría al rascacielos de Colón era una simple caja.

—¿Qué significa esta caja de cartón llena de recortables de papel? —preguntó visiblemente afectada.

—¡Ya te lo explicaré cuando tengamos tiempo! —susurró Grieg mientras recuperaba la caja y se la guardaba en la bolsa—. Ahora tenemos que prepararnos mentalmente. Nos disponemos a entrar en un lugar postapocalíptico.

—Tanto mejor para nuestros propósitos —dijo Lorena—. No olvides que «apocalipsis» significa «revelación».

A esa hora de la mañana, la iglesia del Pi mostraba un aspecto solitario, y únicamente sobresalían de entre los bancos algunas encorvadas siluetas de ancianas que habían optado por quedarse a rezar tras la misa.

Lorena y Grieg se detuvieron frente a una capilla que permanecía protegida por una gruesa verja de hierro. Grieg introdujo una de las llaves en la cerradura y la gran cancela se abrió sin ofrecer resistencia.

—¿Cómo supiste que estas llaves conducían hasta aquí? —preguntó Lorena en voz baja tras entrar en la capilla.

—No lo supe por las llaves, sino por esto…

Grieg cerró muy lentamente la verja, y tras asegurarse de que las ancianas no se habían percatado de su maniobra, le mostró la imagen que estaba impresa en la cara posterior de la cartulina manchada de sangre, donde se detallaban el nombre y los delitos cometidos por don Germán. El la llevó colgada en todo momento del cuello, mientras le infligían un tortuoso tormento camino del cadalso.

Lorena, tras observar de nuevo la gruesa cartulina, comprobó que tenía ante sus ojos la misma talla que representaba la ilustración, aunque en esta ocasión a tamaño natural, y que era obra del escultor Ramón Amadeu.

—Estamos en la capilla de los Desamparados —susurró Grieg—. Fue erigida canónicamente a principios del siglo XV. Pero ahora, lo que realmente nos interesa es que los cofrades fieles a esta advocación tenían una misión especialmente macabra.

—A mí, sólo pronunciar la palabra «cofrade» ya me da un poco de miedo, imagínate —admitió ella.

—Eran los encargados de recoger los cuerpos de los ajusticiados en la horca o en la hoguera para darles, aquí mismo, piadosa sepultura.

—Voy haciéndome una idea del lugar al que estamos a punto de entrar… —exclamó Lorena, casi acurrucada.

Grieg extrajo una losa de piedra perfectamente encastrada en un marco de mármol blanco, dejando al descubierto una estrecha puerta.

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