Read El laberinto de oro Online

Authors: Francisco J. de Lys

Tags: #Misterio, Intriga

El laberinto de oro (31 page)

BOOK: El laberinto de oro
9.04Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—¿Por qué?

—Si te fijas bien, entre el trozo de palabra «er» y «Cadena» hay un espacio demasiado ancho, que creo que coincidiría con la tercera dirección, que es «Carrer Pou de la Cadena».

—¿Está muy lejos de aquí?

—No… Será mejor que dejemos la moto aquí porque allí las calles son muy estrechas.

Tras dejar atrás el Pla de Palau, atravesaron la reluciente calle Espaseria con el día cada vez más desapacible. Pasaron por delante de la fachada de Santa María del Mar, y tras cruzar Banys Vells se detuvieron en la calle de Grunyí, muy cerca de la calle Argentería, en cuyos portales, durante la Edad Media, se congregaban los mejores joyeros de la ciudad.

Finalmente llegaron a un diminuto callejón que quedaba escondido entre las calles Barra de Ferro y Cotoners, que tenía una placa de mármol donde figuraba el nombre de la calle que buscaban: Pou de la Cadena.

—Aquí no hay ningún portal —dijo Lorena, decepcionada.

Grieg volvió a consultar la guía y comprobó que la calle continuaba más allá de donde ellos se encontraban.

—No estés tan segura.

Atravesaron la calle Princesa, extrañamente desolada al estar cerrados la mayoría de sus bazares. Unos pocos viandantes se dirigían con paso tranquilo al Parque de la Ciudadela.

Grieg y Lorena comprobaron con satisfacción que la calle Pou de la Cadena tenía continuidad, puesto que se difuminaba en la bruma entre la calle Boria y Candeles antes de llegar a la plaza de la Llana.

Pou de la Cadena era un discreto callejón, incrustado junto a los portales de la calle Princesa, la egregia calle que a finales del siglo XIX y principios del XX constituía una de las arterias más importantes de Barcelona. Allí, en la calle Pou de la Cadena estaba situado uno de los lugares más protegidos de la ciudad durante la Edad Media, pues entre sus gruesos muros se encontraba el pozo más importante de Barcelona.

Aquél era un lugar telúrico, que incluso con el devenir de los siglos permanecía al margen de la vida cotidiana de la ciudad, y del que aún se cuentan, en voz baja, docenas de leyendas relacionadas con la fuente de la vida eterna, el pozo del diablo y el oro regalado… aquel que es capaz de comprarlo todo, sin necesidad de hacer nada para conseguirlo.

Grieg se detuvo ante un pórtico sin letrero, donde era factible que algún lejano día hubiera habido una lujosa perfumería. Los dos se detuvieron ante su oxidada puerta metálica, cerrada con candado, y precintada con un gran faldón de telarañas que certificaba que hacía muchos años que no se abría.

Grieg, aprovechando que no la rodeaba ninguna escalera de vecinos, no dudó en extraer de su bolsa el martillo y el cortafrío y propinar con ellos un golpe seco en el candado, que cedió al momento. Luego tiró con fuerza de la puerta metálica, que debido al mal estado de las guías sólo pudo abrirse un metro.

Ya antes ates de entrar en su interior supieron que aquél era el lugar que andaban buscando, pues en la entrada había botellas de perfume rotas, y en el aire flotaba un intenso olor a almizcle petrificado.

Lorena encendió la linterna y vio un impresionante mostrador de madera de cerezo, sobre el cual había grabado con caracteres modernistas el nombre de la perfumería: «La flor de ámbar». Los lujosos estantes vacíos hacían pensar que un día habían contenido los más excelsos productos de perfumería. Allí, en letras doradas, aparecían los nombres de aquellos perfumes que un día fueron elaborados con extractos de acacia, ámbar, gardenia, jazmín, heliotropo, magnolia y rosa. Junto a las estanterías había varios armarios con esencias absolutas elaboradas con iris o la delicada esencia del muguet.

—Aquí dentro había un verdadero laboratorio alquímico del perfume… Buscaban la fórmula del eterno femenino —dijo Lorena.

—No lo sé, Lorena. Nunca me han atraído especialmente los perfumes.

—Pues cuando nos conocimos en el edificio de Colón…, olías a CK One de Calvin Klein.

—Vaya… ¿Qué puede resultar más fascinante en un escenario como éste que tener al lado a una persona con el olfato del mismísimo Grenouille?

—Quizá por eso me fascine este lugar, aunque esté en ruinas —admitió ella—. Gabriel, reconozco que has encontrado sorprendentemente rápido el lugar donde se vendió la caja que nos entregó el librero. Pero te recuerdo que esto es una perfumería. ¿Qué te induce a pensar que esta tienda pueda estar relacionada con «la Piedra»?

—Fíjate bien en la caja del perfume —comentó Grieg, tendiéndosela—. Aunque el óxido se la haya comido parcialmente, el apuesto modelo luce en la solapa una joya que se parece muchísimo a la que tú buscas con tanto ahínco.

Lorena apuntó la linterna hacia el dandi de hojalata.

—Aún no me había fijado en ese detalle —mintió—. De todas formas, no acabo de comprender la relación entre la caja, las fotografías y la joya.

—Yo lo que no entiendo es qué pudo haber sucedido para que un lugar tan emblemático como esta perfumería haya quedado relegado al más cruel olvido. —Grieg observaba las fotos que había sobre el mostrador—. Esta antigua perfumería de lujo estaba situada en un lugar mítico de Barcelona, y a escasos metros de un lugar telúrico: un pozo de agua que, según la leyenda, llegaba hasta el fondo de la tierra.

—¿«Fondo de la tierra»? ¿«Un lugar telúrico»? No comprendo.

—En una ocasión oí hablar, aunque en aquel momento no le di demasiada importancia, de que en Barcelona, a mediados del siglo XIX, se inauguró una joyería muy especial…

Grieg tomó un polvoriento frasco de perfume, con la forma de una elegante dama de anchas faldas que sostenía un paraguas, y se lo alargó a Lorena.

—Te estoy hablando del tiempo en que los muy acaudalados indianos compraban secretamente excelsas joyas a sus queridas —continuó—. Quizás esta perfumería fuese tan sólo la antesala y la tapadera de una excepcional joyería… hasta donde se acercaban clandestinamente los potentados caballeros a comprar joyas. Algo así como un
speakeasy
de la época.

—¿Te refieres a los bebederos que se ocultaban tras sórdidos comercios en el Chicago de la década de 1920, en plena Ley Seca?

—Así es. Si algún vecino veía entrar en la tienda a un afamado indiano, podía pensar que lo hacía para comprar el mejor perfume a su esposa. En aquella sociedad tan pacata, una joyería habría levantado más sospechas…

—Comprendo… —dijo Lorena—. Pero si eso es cierto, ¿dónde está la puerta que comunicaba con la supuesta joyería?

Grieg sacó de la caja de latón una fotografía donde aparecía el elegante hombre del puro, posando junto a una bella mujer ante unos anaqueles de madera, idénticos a los que les rodeaban a ellos mismos en esos momentos.

El arquitecto se dirigió hacia un extremo de la perfumería.

—Este es el lugar donde posaron para el retrato. Fíjate en los nombres que figuran en los anaqueles. Son los mismos que aparecen en la fotografía.

—Muy interesante —reconoció Lorena mientras iluminaba los estantes con su linterna.

Grieg cogió un trozo de madera del suelo, y empezó a dar golpes secos en las paredes con los nudillos, hasta comprobar que toda ella parecía muy estable, excepto en un espacio cuadrangular que tenía la forma de una puerta, y que había sido tapiado con ladrillos y después sellados con yeso y pintados.

—Hace rato que me pregunto de qué me suena esta madera de cerezo barnizada con la que están construidas las estanterías… ¿A ti te recuerda a algo? —preguntó Grieg, tendiéndole el trozo de madera que había recogido del suelo.

—Ahora mismo no caigo.

—Te daré una pista. Fíjate en el extremo de la fotografía… ¿Te suena ese espejo y ese marco?

Lorena abrió mucho los ojos al comprobar que era el mismo espejo de la hidra que daba acceso a la biblioteca secreta.

—¡Es el espejo que había en el apartamento del rascacielos Colón! De modo que…

Grieg miró hacia la puerta metálica, y tras comprobar que no pasaba nadie por la calle, sacó de su bolsa el martillo y el cortafrío.

—Veamos qué sorpresa nos aguarda esta vez tras el espejo de la hidra… El laberinto parece replicarse a sí mismo.

50

Al otro lado del hueco que abrió Grieg, había un pasillo con las paredes revestidas de madera noble. Al final esperaba una compuerta de acero entornada, con una imagen del Hades, divinidad subterránea griega a la que Homero erigió como señor de los infiernos, acompañado de Cerbero, su fiel perro de tres cabezas.

La puerta de acero daba a una estancia que parecía haber sido una lujosa sala de recepción. Había un gran sofá de piel, varias sillas dispuestas junto a él y unas paredes blindadas decoradas con cenefas que representaban escenas bíblicas del Antiguo Testamento, mezcladas con visiones idealistas del infierno. Desde la elegante sala de recepción, y mediante un amplio tramo de escalera, se accedía a un espacio central que parecía extraído de un sofisticado cuento gótico de terror.

—Este lugar tuvo que ser maravilloso —dijo Lorena mientras iluminaba con la linterna el fantasmagórico recinto.

Dispuestos en óvalo, descubrió tres mostradores confeccionados con maderas preciosas y mármol de Carrara.

Grieg alumbró el techo y contempló en la bóveda de piedra un maravilloso vitral, basado en un cuadro de Piero di Cosimo, que ocultaba un secreto mensaje alquímico. En un demoníaco paraíso del Edén, un fauno y una mujer, que estaba tendida sensualmente en la hierba, se comprometían con un anillo de oro bajo un enorme árbol del mal y del bien. Dos pavos reales contemplaban la unión, y en la lejanía revoloteaba una bandada de murciélagos, presagiando un aciago anochecer.

Grieg comprobó que las paredes de aquella estancia también estaban blindadas, y pudo imaginarse perfectamente que entre aquellos elegantes mostradores, poco antes, se desarrollaba un tipo de negocio excepcional. Una joyería en la que se comerciaba clandestinamente con artículos elaborados con el material con el que se crean casi todos los sueños y muchas pesadillas: el oro.

«Aquí falta algo… —pensó Grieg—, falta… el sanctasanctórum: la caja fuerte.» Apuntó la linterna hacia una de las paredes, y sintió que el maldito rastro del anciano del puro le perseguía allá donde fuera.

—¿Qué te ocurre? —preguntó Lorena.

—Las dimensiones del laberinto en el que estamos metidos son mayores de lo que creía, y las raíces se hunden en el espacio y en el tiempo. Todo este asunto es demasiado complejo, y siento que me desborda… En este laberinto abunda el oro, pero carecemos de algo aún más valioso: el tiempo.

—Es posible. Pero los dos acordamos tratar de escapar del laberinto… si no queríamos permanecer para siempre encerrados en él.

—Alguien nos está impulsando a que entremos en un territorio idílico, envuelto en sublimes perfumes y maravillosas joyas, pero donde late algo absolutamente terrorífico… —Grieg tomó con sus dos manos los brazos de ella—. Lorena, nos estamos metiendo en un terreno muy peligroso. Por primera vez en mi vida, tras muchos años en contacto con símbolos esotéricos y trabajando en construcciones religiosas, creo estar en presencia de algo… ultraterrenal.

Lorena guardó silenció.

—Aún no estamos preparados para adentrarnos en este mundo —continuó Grieg—. Creo que deberíamos marcharnos hasta que podamos regresar con el material adecuado para subir la montaña.

—Ahora no es momento de metáforas de montañero. No te entiendo, Gabriel… Hemos llegado hasta aquí y ahora debemos saber si este lugar está relacionado con el estuche dorado.

—Estamos en el interior de una mítica joyería. Había oído hablar alguna vez de ella, pero sólo ahora he llegado a saber su nombre.

—¿Cuál es?

Grieg, visiblemente inquieto, cogió una barra negra de lacre de un cajón insertado en uno de los brazos de un sillón modernista.

—Mira, con una barra de lacre igual que ésta fue sellado el estuche dorado que tienes en tu bolsa.

Grieg le alargó la barra de lacre.

A Lorena se le ensombrecieron los delicados ángulos de su rostro en cuanto apuntó la linterna y leyó el nombre que había grabado en ella.

EL DIÁBOLO D'OR

«El diábolo de oro.»

—Cada vez que oí hablar de una mítica joyería secreta que existió en Barcelona, pensé que estaría en algún sótano de la calle Argenteria, no aquí. No comprendo qué pudo suceder para que este lugar cayera en el olvido.

—¿Por qué iba a ser secreta una joyería?

—En esta joyería no se hacía una venta al uso. —Grieg tomó una de las linternas y la apuntó hacia el techo—. Fíjate en ese maravilloso vitral modernista. La decoración de esta sala es diabólica, y además está relacionada con el mundo de la alquimia. Se nota que en este lugar pasaron cosas muy graves. Por eso, cuando lo abandonaron apresuradamente sus propietarios…, a nadie le interesó hablar del tema, y el asunto se olvidó como un eco que se esfuma en la noche.

—Sigo pensando que nuestra única misión debería ser buscar la joya que algún día estuvo en el interior del estuche dorado.

Grieg alumbró una de las paredes en la que estaba representada una escena espeluznante. En un panel multicolor, elaborado con maderas preciosas, se apreciaba un paisaje tan bello como desolador, en el que se adivinaba la sensación que tendría cualquiera que se dirigiera hacia las puertas del infierno. En primer plano se veían los enormes ojos de Caronte, el barquero del Hades, que reclamaba el pago de la rama de oro de la sibila de Cumas para poder cruzar la laguna Estigia hasta la boca del averno, el cual se adivinaba en la distancia, entre vivos destellos cobrizos que brillaban en la misma entrada del infierno.

BOOK: El laberinto de oro
9.04Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

The Delicate Matter of Lady Blayne by Natasha Blackthorne
Act 2 (Jack & Louisa) by Andrew Keenan-bolger, Kate Wetherhead
Looking for Love by Kathy Bosman
Anger by Viola Grace
La gran manzana by Leandro Zanoni
Devoradores de cadáveres by Michael Crichton
Something in My Eye: Stories by Michael Jeffrey Lee
Love Is for Tomorrow by Michael Karner, Isaac Newton Acquah