El ladrón de cuerpos (17 page)

BOOK: El ladrón de cuerpos
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De inmediato me dirigí a mi pequeña pent house del barrio francés flue, a pesar de todo su encanto no era demasiado alta ya que se hallaba en un edificio de apenas cuatro plantas, construido mucho antes de la Guerra Civil. Tenía una vista un tanto íntima del río y sus hermosos puentes gemelos y, cuando dejaba las ventanas abiertas, me llegaban los ruidos del colmado Café du Monde y los concurridos negocios y calles de la plaza Jackson.

Tenía que encontrarme con el señor Raglán James sólo al día siguiente. Y aunque estaba impaciente por verlo, me resultaba cómodo haber fijado ese día, pues primero quería reunirme con Louis.

Pero antes me di el típico lujo mortal de una ducha caliente; luego me puse un sencillo traje de pana negra —atuendo parecido al que había usado en Miami— y un par de botas negras nuevas. Y pese a que estaba cansado —si me hubiese quedado en Europa ya estaría durmiendo dentro de la tierra—, salí a recorrer la ciudad, caminando como un humano.

Por motivos que no podía precisar, pasé por el viejo domicilio de la calle Royale donde en una época vivimos Claudia, Louis y yo. En realidad eso lo hacía a menudo, aunque nunca me permitía pensarlo hasta que ya estaba a mitad de camino.

En ese simpático departamento tuvimos nuestro reducto duran te más de cincuenta años. Un dato que por cierto habrá que tener en cuenta cuando se me juzgue por mis errores, ya sea que me condene yo solo o que lo  hagan los demás. Reconozco que Louis y Claudia fueron hechos por y para mí. Sin embargo, nuestra existencia fue extrañamente brillante y placentera hasta que Claudia resolvió que yo debía pagar por mis creaciones con la vida.

Las habitaciones en ese entonces estaban colmadas de todos los adornos y lujos de la época. Teníamos un carruaje, una yunta de caballos en los establos contiguos, y los sirvientes vivían en los aposentos del fondo, pasando el patio. Pero los antiguos edificios ya estaban algo deslucidos y últimamente el departamento no estaba habitado por nadie —salvo por espíritus, quizá—; la tienda del subsuelo se había alquilado a un librero que nunca se tomaba el trabajo de quitar el polvo a los libros de la vidriera ni a los de adentro. De vez en cuando él me conseguía tratados sobre la naturaleza del mal, escritos por el historiador Jeffrey Burton Russell, o las maravillosas obras filosóficas de Mircea Eliade, como también ejemplares antiguos de las novelas que más me gustaban.

El viejo casualmente estaba ahí adentro, leyendo, y lo observé unos minutos a través del vidrio. Qué distintos eran los ciudadanos de Nueva Orleáns de los del resto de Norteamérica. A ese hombre, ganar dinero le  tenía sin cuidado.

Me incorporé y miré, allá arriba, las balaustradas de hierro fundido. Me vinieron a la mente los sueños perturbadores, la lámpara de aceite, la voz de Claudia. ¿Por qué me estaba persiguiendo, más implacablemente que nunca?

Cerré los ojos y alcancé a oírla de nuevo; su voz me hablaba, pero no percibí la naturaleza de sus palabras. Y de pronto me encontré rememorando una vez más su vida y su muerte.

Ya no quedaban ni rastros de la choza donde la encontré por primera vez en los brazos de Louis. En esa casa había estado la peste, por lo que sólo un vampiro se habría atrevido a entrar. Ningún ladrón osó siquiera robar la cadena de oro que la madre llevaba puesta al morir. Y qué avergonzado se sintió Louis de haber elegido como víctima a una niña pequeñita. Pero yo lo comprendí. Tampoco quedaban huellas del viejo hospital a donde posteriormente la llevaron. Qué angosta calle de tierra había atravesado yo con ese cuerpecito tibio en mis brazos, seguido de prisa por Louis, que me suplicaba que le dijera lo que pensaba hacer.

Una ráfaga de viento frío me sobresaltó.

Alcancé a oír música proveniente de las tabernas de la calle Bourbon, a escasos cien metros de distancia. Y gente que caminaba frente a la catedral... una risa de mujer... la bocina de un auto en la penumbra. El tenue latido electrónico de un teléfono moderno.

En el interior de la librería, el viejo estaba moviendo el dial de la radio y pasó del dixieland a la música clásica y por último a una voz plañidera que entonaba poesía con fondo de canciones de un compositor inglés...

¿Qué me llevó a ese antiguo edificio, que se erguía desampara do e indiferente como una lápida de tumba, con sus letras y fechas ya borradas?

Después, ya no quise demorar más.

Había estado jugando con el entusiasmo loco que me producía lo que acababa de suceder en París y enfilé hacia el sector alto de la ciudad para buscar a Louis y exponerle todo.

Una vez más preferí caminar. Preferí sentir la tierra, medirla con mis pies.

En mi época —fines del siglo XVIII—, el sector alto de la ciudad no existía como tal sino que era campo abierto. Aún había plantaciones, y era difícil transitar por los caminos pues, además de angostos, estaban cubiertos sólo con conchillas.

Hacia fines del siglo XIX, luego de destruido nuestro pequeño refugio y resultar yo con heridas y quebraduras, cuando me marché a París en busca de Claudia y Louis, el sector alto y sus pueblitos ya estaban unidos a la gran ciudad y se habían construido muchas hermosas casas de madera, en estilo Victoriano.

Algunas de esas casas  son inmensas y, a su manera, tan monumentales como las grandiosas residencias en estilo renacimiento, anteriores a la Guerra Civil, que se pueden encontrar en el Barrio Jardín y siempre me recordaron a templos, o como las imponentes residencias del propio barrio francés.

Pero gran parte del sector alto, con sus chalecitos de madera al igual que las grandes casas, aún conserva aspecto rural, con enormes robles y magnolias que sobresalen tras los techos por doquier, con calles sin aceras donde las cunetas no son más que zanjas llenas de flores silvestres que brotan a pesar del frío invernal.

Incluso las callecitas comerciales —un trecho aquí y allá de edificios contiguos— no se parecen al barrio francés, con sus fachadas de piedra y su sofisticación propia del viejo mundo, sino que hacen acordar de la típica "calle principal" de las aldeas rurales norteamericanas.

Es un lugar fantástico para caminar de noche. Se oye allí el trino de los pájaros como no se lo oirá nunca en el Vieux Carré; y sobre los techos de los galpones situados a lo largo del sinuoso río, el crepúsculo dura una eternidad, resplandece entremedio de las gruesas ramas de los árboles.

Uno puede encontrar espléndidas mansiones con galerías ruinosas y decoración cursi, casas con torrecillas y gabletes, y algunas con miradores. Hay grandes hamacas tras las barandas recién pintadas de los porches. Hay vallas blancas hechas con estacas puntiagudas, y anchas avenidas de césped bien cortado.

Los chalecitos exhiben una variedad infinita. Algunos están bien pintados con colores intensos, según la moda; otros, más maltrechos pero no menos bellos, lucen el hermoso tono gris de la madera flotante, estado al que fácilmente puede llegar cualquier casa en este clima tropical.

Aquí y allá se encuentra algún tramo de calle con tan abundan te vegetación, que cuesta creer que aún se esté dentro de una ciudad.

Arreboleras silvestres y dentelarias azules oscurecen las cercas que delimitan las propiedades. Las ramas de los robles se inclinan de tal manera que obligan a los peatones a agacharse. Aun en sus inviernos más fríos, Nueva, Orleáns está siempre verde. La helada no puede matar las camelias, aunque a veces las quema un poco. El jazmín amarillo y la buganvilla púrpura cubren paredes y cercas.

En uno de esos trechos de suave penumbra umbría, tras una larga hilera de inmensas magnolias, fue donde Louis armó su hogar secreto.

Detrás del portón oxidado, la inmensa mansión victoriana se hallaba desocupada, su pintura amarilla casi totalmente descasca rada. Sólo de tanto en tanto Louis la recorría con una vela en la mano. Pero su verdadero lugar de residencia era una cabaña ubicada al fondo —cubierta por montañas de informes enredaderas—, un sitio lleno de libros y objetos diversos que había coleccionado a través de los años. Desde la calle no podían verse sus ventanas; más aún, no creo que nadie supiese siquiera que existía la casa. Los vecinos no podían verla tras los altos muros de ladrillo, la espesura del follaje y las adelfas silvestres que crecían en derredor. Además, no había un sendero marcado en medio del césped alto.

Cuando lo divisé, todas las puertas y ventanas de las sencillas habitaciones estaban abiertas. El se hallaba sentado a su escritorio, leyendo a la luz de una única vela.

Lo espié largo rato, cosa que me encantaba hacer. A menudo, cuando salía de caza, lo seguía, simplemente para observar cómo se alimentaba. A Louis el mundo moderno no le interesa para nada; él recorre las calles como un fantasma, sin producir ruido, atraído únicamente por quienes acogen la muerte con beneplácito, o que parecen hacerlo. (No estoy seguro de que nadie pueda acoger nunca la muerte con beneplácito.) Y cuando se alimenta, es algo indoloro, delicado y veloz. Siempre tiene que matar pues no sabe salvar la vida de la víctima. Nunca tuvo la fortaleza necesaria como para beber sólo el "traguito" con que subsisto yo tantas noches, o más bien con que subsistía antes de convertirme en un dios voraz.

Su vestimenta es siempre anticuada. Al igual que muchos de nosotros, busca ropa en estilo parecido al que se usaba cuando él era mortal. Las camisas sueltas con puños fruncidos lo fascinan, lo mismo que los pantalones ajustados. Cuando usa abrigo —rara vez— es siempre entallado como los que elijo yo: chaqueta de jinete, muy larga, y amplia al llegar al ruedo.

A veces le llevo de regalo ropa de ese tipo, para que no tenga que usar hasta dejarlas hechas harapos las pocas prendas que posee. Alguna vez estuve tentado de acomodarle la casa, colgarle los cuadros, poner bellos adornos, rodearlo del lujo embriagador que yo tenía en el pasado.

El sin duda hubiera querido que lo hiciera, pero nunca lo confesó. Vivía sin electricidad ni calefacción moderna, deambulando en el caos y fingiendo que se sentía plenamente satisfecho.

Algunas ventanas de su casa no tenían vidrio, y sólo de tanto en tanto cerraba las anticuadas persianas de tablitas. No parecía importarle si entraba lluvia sobre sus pertenencias, porque no eran realmente pertenencias sino sólo basura amontonada sin orden ni concierto.

Repito: creo que quería que yo hiciera algo para solucionárselo. Muy a menudo venía a visitarme a mis aposentos del centro, super calefaccionados y con excelente iluminación. Allí se quedaba, mirando mi pantalla gigante de televisión. A veces traía sus propias películas para pasar en disco o en cinta. "La bella y la bestia”, una película francesa de Jean Cocteau, le agradaba mucho. También estaba "The Dead", de John Huston, basada en un cuento de James Joyce. Y entiéndaseme, por favor, que esta película no tiene nada que ver con los de mi especie; trata acerca de un grupo muy común de mortales de la Irlanda de principios de siglo, que se reúnen a celebrar una jovial cena de Navidad. Había muchas otras películas que le atraían. Pero esas visitas nunca se producían porque yo las ordenara y nunca duraban demasiado. A menudo él deploraba el "grosero materia lismo" en que yo me "regodeaba" y demostraba desprecio por mis almohadones de pana, la gruesa alfombra del piso y el espléndido baño de mármol. Entonces se iba, regresaba a su choza desolada, cubierta de enredaderas.

Esa noche lo encontré en su trasnochada gloria, con una mancha de tinta en la mejilla, leyendo un grueso tomo de la biografía de Dickens escrita hace poco por un novelista inglés, mientras pasaba lentamente las páginas, pues no lee con más velocidad que la mayoría de los mortales.

De hecho, de todos los que quedamos sobrevivientes, el que se asemeja más a los humanos es él. Y eso es por propia elección.

Muchas veces le ofrecí mi sangre más poderosa y siempre la rechazó. El sol del desierto de Gobi lo habría convertido en cenizas. Sus sentidos son vampíricos y bien afinados, pero no como los de un Hijo de los Milenios.

No tiene mucha capacidad para leer los pensamientos de otra persona.

Cuando pone a algún mortal en trance, siempre es por error.

Y, desde luego, no puedo leerle los pensamientos porque yo a él lo creé, y los pensamientos del discípulo y el maestro son siempre cercanos, aunque el porqué ninguno de nosotros lo sabe. Mi sospecha es que conocemos mucho los sentimientos y anhelos del otro; sólo que la amplificación es demasiado estridente como para que pueda aparecer alguna imagen con nitidez. Todo teoría. A lo mejor algún día nos estudian en laboratorios. Si eso ocurre, vamos a implorar por víctimas vivientes a través de las gruesas paredes de vidrio de nuestras cárceles, mientras nos acosan con preguntas y nos extraen muestras de sangre de las venas. Oh, ¿pero cómo hacerle eso a Lestat, que es capaz de reducir a otro a cenizas apenas con un pensamiento enérgico?

Louis no oyó que estaba entre el pasto crecido, fuera de la casa.

Entré en la habitación creando una enorme sombra indirecta, y ya estaba sentado en mi bergére preferida de pana roja —tiempo atrás la había llevado ahí para que la usara yo— cuando él levantó la mirada.

— ¡Ah, tú! —dijo en el acto, y cerró el libro.

Su rostro, enjuto por naturaleza, de facciones finas —muy delicado pese a su obvia fuerza—, estaba bellamente sonrosado. Eso quería decir que había cazado un rato antes y yo no lo sabía. Durante un momento quedé anonadado.

Sin embargo, era emocionante verlo tan revitalizado por el lento latido de la sangre humana. Yo también alcanzaba a olería, lo cual añadía una extraña dimensión al hecho de estar cerca de él. Su belleza siempre me había enloquecido. Cuando no estoy con él, creo que lo idealizo, pero después, al verlo, de nuevo me siento desarmado.

Sin duda fue su hermosura lo que me atrajo durante mis primeras noches en Luisiana, cuando esto era una colonia salvaje y anárquica y él un tonto borracho y temerario que jugaba por dinero y se metía en peleas en las tabernas, que hacía todo lo posible para provocar su propia muerte.

Bueno, consiguió más o menos lo que creía desear.

En un primer momento no comprendí su expresión de horror al mirarme, ni por qué se levantó de pronto, se acercó a mí, se agachó y me tocó la cara. Entonces recordé: era mi tez bronceada.

— ¿Qué hiciste? —murmuró. Se arrodilló junto a mi sillón y siguió mirándome, apoyándome levemente la mano sobre el hombro. Hermoso gesto de intimidad, pero yo no iba a reconocerlo. Por eso me quedé sereno en mi sitio.

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