Read El ladrón de cuerpos Online
Authors: Anne Rice
De modo que Louis había acertado. No respondí. Traté de leerle la mente, pero fue inútil. En cambio, me afectó profundamente su presencia física, el calor que emanaba de él, la fuente cálida de su sangre. Suculento, sería un buen término para calificar su cuerpo, más allá de lo que pudiera opinarse sobre su espíritu. No me agradaba la sensación porque me dieron deseos de matarlo en ese mismo instante.
—Me enteré de lo de usted a través de la Talamasca —prosiguió, retomando el mismo tono confidencial—. Desde luego, yo estaba al tanto de sus pequeñas obras de ficción. Suelo leer ese tipo de literatura. Por eso me valí de los cuentos para comunicarme con usted. Pero fue en los archivos de la Talamasca donde descubrí que sus ficciones no eran tales.
Me indigné con Louis para mis adentros, por haber acertado.
—De acuerdo —dije—. Entiendo todo lo del cerebro dividido y el alma dividida, pero ¿y si después de hacer el cambio usted no quiere devolverme el cuerpo, y yo no tengo fuerza suficiente para recuperarlo?
¿Cómo puedo impedirle que se lo quede para siempre?
Permaneció un largo instante en silencio; luego respondió midiendo sus palabras:
—Con un buen soborno.
- Ah.
—Una cuenta bancaria de diez millones de dólares aguardándome para cuando vuelva a poseer mi cuerpo. —Volvió a meter la mano en el bolsillo y extrajo una tarjetita plástica con una pequeña foto de su nueva cara.
También había una huella digital además de su nombre, Raglan James, y un domicilio en Washington.
“Eso usted seguramente puede arreglarlo. Una fortuna que sólo pueda cobrar la persona que tenga este rostro y esta huella digital. No pensará que voy a despreciar semejante fortuna, ¿verdad? Además, no quiero su físico para siempre. Bastante elocuente ha sido usted al describir sus sufrimientos, su desasosiego, su ruidoso descenso al infierno, etcétera.
No. Su cuerpo lo quiero por un breve lapso, nada más. Hay ahí afuera muchos cuerpos esperando que los posea, muchas clases de aventura.
Examiné la tarjetita.
—Diez millones —repetí—. Es una suma abultada.
—No es nada para una persona como usted, que tiene miles de millones ocultos en bancos internacionales bajo todos sus nombres ficticios. Un ser con sus formidables facultades puede adquirir todas las riquezas del mundo. Sólo los vampiros de las películas de segunda deambulan durante toda la eternidad llevando unas vidas paupérrimas como sabemos.
Se limpió puntillosamente los labios con un pañuelo de hilo; luego bebió un sorbo de café.
—Quedé sumamente intrigado —continuó—— con sus descripciones del vampiro Armand en “La reina de los condenados”, cómo usó sus poderes para amasar una fortuna y construir una gran empresa, la Isla de la Noche..., hermoso nombre... Me dejó muy impresionado. —Sonrió un instante y luego prosiguió con la misma amabilidad. —No me costó mucho reunir datos sobre las afirmaciones que usted hace, aunque como ambos sabemos, su misterioso compañero hace tiempo ya que se marchó de la Isla de la Noche y desapareció de los archivos informáticos.., al menos que yo sepa.
No dije nada.
—Además, por lo que le estoy ofreciendo, diez millones es un regalo.
¿Quién otro le ha ofrecido tanto? No existe nadie, en este momento al menos, que pueda brindárselo.
—Y si fuera yo el que no quiere volver a lo de antes al concluir la semana?
Supongamos que quiera seguir siendo humano siempre.
—Por mí, no hay ningún problema, porque puedo desprenderme de su cuerpo en cualquier momento. Muchos estarían dispuestos a sacármelo de las manos. —Me obsequió una sonrisa respetuosa, de admiración,
—‘-Qué va a hacer con mi cuerpo?
—Disfrutarlo, ¡Disfrutar la fortaleza, el poder! Ya he tenido lo que puede ofrecer un cuerpo humano: juventud, belleza, elasticidad. También he estado en un cuerpo de mujer. Dicho sea de paso, no se lo recomiendo.
Por eso ahora quiero lo que usted tiene para ofrecer.
—Entrecerró los ojos e inclinó la cabeza. —Si hubiera por aquí algún ángel corpóreo, quizá también me le acercaría.
—No hay en la Talamasca registros de ángeles? Vaciló un instante y luego soltó una risita
—Los ángeles son espíritu puro, señor de Lioncourt, y nosotros estamos hablando de cuerpos, ¿verdad? Me apasionan los placeres de la carne. Y los vampiros son monstruos de carne, ¿no? Medran con la sangre. —Una vez más le noté un brillo especial en los ojos al pronunciar la palabra “sangre”.
—Qué es lo que persigue realmente? ¿Cuál es su pasión? No puede ser el dinero. ¿Para qué sirve el dinero? ¿Qué puede comprar con él?
¿Experiencias que no ha tenido?
—Sí, podríamos decir que es eso. Experiencias que no he tenido.
Obviamente soy un sensual, por así decirlo, pero si quiere que le diga la verdad —y no veo por qué debería haber mentiras entre nosotros—, soy en todo sentido un ladrón. No disfruto algo si no lo he obtenido regateando, engañando a alguien o robándolo. Es mi forma de encontrarle utilidad a todo, podríamos decir, ¡lo que me asemeja a Dios!
Se interrumpió como si se hubiera impresionado tanto con lo que había dicho, que tuvo que recobrar el aliento. Su mirada saltaba de un lado a otro; luego miró la taza de café semivacía y esbozó una sonrisita secreta.
—Me sigue, ¿verdad? Esta ropa la robé. Todo lo que tengo en mi casa de
Georgetown, cada mueble, cuadro y objeto de arte es robado. Hasta la casa misma es robada, o digamos que me fue transferida en una maraña de falsas impresiones y falsas esperanza s. Creo que lo llaman estafa. Es todo la misma cosa. —Nuevamente sonrió con aire de orgullo y, al parecer, con tal profundidad de sentimiento que me dejó impresionado.
—Todo el dinero que poseo es robado, lo mismo que el auto que conduzco en Georgetown. También los pasajes de avión que usé para perseguirlo a usted por todo el mundo.
No respondí. Qué extraño era, pensé, intrigado y al mismo tiempo repelido por él pese a su simpatía y aparente honestidad. Era un acto estudiado, casi perfecto. Y esa cara cautivante, que con cada nueva revelación parecía más expresiva, más dúctil. Más cosas me faltaba saber.
—Cómo consiguió seguirme a todas partes? ¿Cómo sabía dónde encontrarme?
—De dos maneras, para serle sincero. La primera es evidente. Poseo la facultad de abandonar mi cuerpo por períodos breves, durante los cuales puedo buscarlo atravesando enormes distancias. Pero no me gusta ese tipo de viaje incorpóreo. Además, usted no es fácil de encontrar. Se oculta durante largos períodos; después resplandece en una visibilidad total. Y, desde luego, se desplaza sin seguir esquema alguno. A menudo, cuando lo localizo y llevo mi cuerpo hasta el lugar, usted ya se ha marchado.
“Después hay otra manera, casi tan mágica como la anterior: los sistemas de informática. Usted usa varios nombres ficticios. Yo ya le descubrí cuatro. A menudo no soy lo suficientemente rápido y no puedo localizarlo a través de la computadora, pero puedo estudiar sus huellas. Y cuando decide volver al punto de partida, sé dónde ubicarlo.
Yo guardaba silencio, maravillándome una vez más de lo mucho que él disfrutaba todo eso.
—Tengo el mismo gusto que usted para las ciudades —dijo. —. Su mismo gusto en cuanto a hoteles: el Hassler en Roma, el Ritz en París, el Stanhope en Nueva York. Y desde luego, el Park Central en Miami, un hotelito muy simpático. No, no se ponga tan desconfiado. No tiene nada de raro perseguir a personas mediante la computadora. No tiene nada de especial sobornar a empleados para que nos muestren un comprobante de tarjeta de crédito o nos revelen datos que no deben dar a conocer. Con los trucos eso se consigue muy bien. No hace falta ser un asesino pretematural para lograrlo. En absoluto.
—Roba usted por computadora?
—Cuando puedo —admitió, haciendo una pequeña mueca—. Robo de diversas maneras. Nada me resulta indigno. Pero en modo alguno tengo la capacidad de alzarme con diez millones de dólares. Si la tuviera, no estaría aquí, ¿no le parece? No soy tan inteligente. En dos oportunidades me pescaron y caí preso. Ahí fue donde perfeccioné la forma de viajar fuera del cuerpo, ya que no tenía otra manera —La sonrisa que esbozó fue irónica.
—Por qué me cuenta todo esto?
—Porque su amigo David Talbot se lo va a decir, y porque creo que usted y yo deberíamos entendernos. Ya estoy cansado de correr riesgos. La gran razón que me anima es el cuerpo suyo, y los diez millones cuando se lo devuelva.
—Me suena todo tan trivial, tan prosaico
—Diez millones le parecen prosaicos”
—Sí. Cambió un cuerpo viejo por uno nuevo. ¡Volvió a ser joven!
‘Y el próximo paso, si yo acepto, será mi cuerpo, mis poderes. Sin embargo, lo que le importa es el dinero nada más.
—Ambas cosas! —protestó, desafiante—. Son cosas muy parecidas. —Con esfuerzo deliberado recobró la compostura. —Usted no se da cuenta porque adquirió al mismo tiempo el dinero y sus facultades. La inmortalidad es un gran féretro lleno de oro y piedras preciosas ¿No fue así como lo contó? Usted salió de la torre del Magnus convenido en inmortal y con una fortuna. O acaso esa historia es mentira? Aunque usted evidentemente es real, no sé si creer todas las cosas que escribió.
Pero tiene que comprender lo que le digo, porque usted también es ladrón.
Mi reacción inmediata fue de indignación. De pronto me resultó mucho más desagradable que al principio, cuando estaba tan nervioso.
—No soy un ladrón —murmuré a media voz.
—Sí lo es. Siempre les roba algo a sus víctimas. Sé que lo hace.
—No, nunca, salvo que... no quede otro remedio.
—Como usted diga. Yo, sin embargo, creo que lo es. —Se inclinó hacia adelante con los ojos nuevamente brillosos y me habló en tono tranquilizador: —Roba la sangre que bebe; eso no lo puede negar.
—Cómo fue el incidente que tuvo con la Talamasca?
—Ya le conté que me echaron, acusándome de usar mis dones para obtener información con fines personales. Me acusaron de engaño... y de robo, desde luego. Fueron muy tontos y miopes esos amigos suyos de la Talamasca. Me subestimaron totalmente. Tendrían que haberme valorado.
Tendrían que haberme estudiado, haberme implorado que les enseñe lo que sé.
“En cambio, me echaron y me pagaron seis meses de indemnización. Una miseria. Y me negaron mi último deseo... un pasaje en primera clase a los Estados Unidos en el Queen Elizabeth II. Habría sido tan sencillo que me lo concedieran. Además, estaban en deuda conmigo por todas las cosas que les revelé. Tendrían que habérmelo dado. —Suspiró, me lanzó una miradita y luego posó sus ojos en el local. —Pequeñas cosas que importan en este mundo. Importan mucho.
No le respondí. Volví a mirar la foto, la imagen que aparecía en la cubierta del barco, pero no estoy seguro de que él se haya dado cuenta. Tenía la mirada perdida en el ruidoso resplandor del local; sus ojos recorrían las paredes, el techo, se posaban en algún turista ocasional, pero no registraban nada.
—Traté de llegar a un acuerdo con ellos —continuó con la misma voz mesurada de antes—. Es decir, les pregunté si querían que les devolviera algunos objetos, que les aclarase ciertos interrogantes... usted sabe. ¡Pero no quisieron entender razones! Además, para ellos el dinero no tiene importancia, lo mismo que para usted. Son tan tacaños que ni siquiera analizaron la posibilidad. Me dieron un pasaje de avión en clase turista y un cheque por seis meses de sueldo. ¡Seis meses! ¡Ah, estoy tan cansado de estas vicisitudes!
—Qué le hizo pensar que podía ser más astuto que ellos?
—Es que lo fui! —exclamó, con una sonrisita—. No son muy cuidadosos con sus cosas. Usted no se da una idea de la cantidad de pequeños tesoros que les robé. Nunca se lo van a imaginar. Desde luego, el robo más importante fue usted, énterarme de que existía. Oh, descubrir esa cripta llena de reliquias fue pura buena suerte. Quiero que sepa que no me llevé ninguno de sus antiguos bienes: levitas ya podridas de sus placares de Nueva Orleáns, pergaminos con su firma rebuscada... hasta había un relicario con una pintura en miniatura de esa niña detestable...
—Cuide su vocabulario —susurré.
Se quedó muy callado.
—Perdone. No quise ofenderlo.
—Qué relicario? —quise saber. ¿Se habría percatado de que el corazón me latía con más fuerza? Procuré calmarme, no dejar que me subiera el sentimiento a la cara.
Qué sumiso parecía cuando respondió.
—Un relicario de oro con su cadena, que adentro tenía una miniatura ovalada. No quise robarlo, se lo juro. Lo dejé donde estaba. Todavía sigue en la cripta. Pregúntele a su amigo Talbot.
Ordené a mi corazón que se quedara quieto, al tiempo que borraba de mi mente todas las imágenes del relicario.
—Lo cierto es —dije luego— que la Talamasca lo pescó y lo puso de patitas en la calle.
—No veo por qué me sigue ofendiendo —musitó, humilde—.Usted y yo podemos llegar a un acuerdo sin necesidad de ser antipáticos. Lamento haber mencionado lo del relicario...
—Quiero pensar un poco su propuesta —dije.
—Podría ser un error.
—Por qué?
—Corra el riesgo! No se demore. Y tenga presente que, si me hace daño, desperdiciará esta oportunidad para siempre. Yo soy el único que puede brindarle esta experiencia; sin mí, no podrá saber Jamás qué se siente siendo de nuevo un ser humano. —Se me acercó, pero tanto que alcancé a sentir su aliento en mi mejilla. —Nunca va a saber lo que es caminar al sol, disfrutar una comida de verdaderos alimentos, hacer el amor con una mujer o un hombre.
—Quiero que salga ya mismo de aquí. Váyase de la ciudad y no regrese nunca. Yo iré a Georgetown a reunirme con usted cuando me sienta preparado. Y por tratarse de la primera vez, el cambio de cuerpo no será por una semana. Será...
—Puedo sugerirle dos días?
No le contesté.
—Y si empezamos con un día? —propuso—. Si le gusta, después podemos arreglar por un período más largo.
—Un día —dije, y mi voz sonó extraña aún para mis propios oídos—. Un período de veinticuatro horas... por ser la primera vez.
—Un día y dos noches. Le sugiero que sea este mismo miércoles, apenas se ponga el sol. El segundo cambio lo haríamos el viernes, antes del amanecer.
Nada dije.
—Tiene la noche de hoy y la de mañana para prepararse —agregó, queriendo engatusarme—. Después de hacer la mutación, va a tener toda la noche del miércoles y el jueves entero, podría ser hasta... ¿Le parece bien dos horas antes de salir el sol el viernes? Le tiene que resultar cómodo así. —Me observó detenidamente y luego, con una pizca de ansiedad. —Ah, y tráigame uno de sus pasaportes, cualquiera que sea; también una tarjeta de crédito y en los bolsillos, una suma de dinero además de los diez millones. ¿Comprendido?