Read El ladrón de cuerpos Online
Authors: Anne Rice
Seguí sin responder.
—Usted sabe que esto va a andar bien.
Continué callado.
—Créame que todo lo que le dije es verdad. Pregúntele a Talbot. Yo no nací apuesto como me ve ahora. Y este cuerpo está ya mismo, en este instante, a su disposición.
No hablé.
—Venga a yerme el miércoles. Se va a alegrar de haberlo hecho.
—Se interrumpió, y sus modales se suavizaron aún más. —Mire... Me da la sensación de que lo conozco —aseguró, su voz apenas un susurro—. ¡Sé lo que quiere! Es espantoso desear algo y no tenerlo. Ah, pero cuando uno después sabe que lo puede conseguir...
Lo miré a los ojos. Su rostro atractivo estaba sereno, sin la menor expresión, y los ojos parecían maravillosos por su fragilidad y su precisión. La piel parecía tener elasticidad y pensé que sería sedosa al tacto. Luego me llegó una vez más su voz, una especie de cuchicheo seductor en el cual las palabras trasuntaban un dejo de tristeza.
—Esto es algo que sólo podemos hacer usted y yo —dijo—. En cierto sentido, se trata de un milagro que únicamente usted y yo somos capaces de comprender.
La cara, con su tranquila belleza, me pareció en ese momento monstruosa, lo mismo que la voz, con su timbre encantador, con su elocuencia, con su manera de expresar empatía y hasta afecto, quizá hasta amor.
Sentí un deseo imperioso de aferrarlo por el cuello, de sacudirlo hasta que perdiera la compostura y dejara de fingir un sentimiento profundo, pero de ninguna manera lo iba a hacer. Me sentía cautivado por los ojos y la voz. Me estaba dejando hechizar, del mismo modo que antes me había dejado invadir por las sensaciones físicas de agresión. Eso se debía, supuse, a que ese individuo parecía frágil y ridículo y yo, en cambio, estaba seguro de mi propia fortaleza.
Pero era mentira. ¡Yo quería hacer el experimento! Quería hacer el cambio. Sólo al rato él desprendió su mirada y la paseó por el local. ¿Estaría esperando su oportunidad? ¿Qué pasaba por su alma artera y totalmente encubierta? ¡Un hombre que podía robar cuerpos, vivir dentro de la carne de otros!
Con gestos despaciosos, sacó una lapicera, arrancó una servilletita de papel y escribió el nombre y la dirección de un banco. Me dio el papel y lo guardé en el bolsillo sin abrir la boca.
—Antes de hacer el cambio —me advirtió— le daré mi pasaporte; el que tiene la cara correcta, desde luego. A usted lo dejaré cómodamente instalado en mi casa. Supongo que llevará dinero consigo... siempre lleva.
Mi casa le resultará muy acógedora. Georgetown le va a gustar. —Sus palabras me producían una sensación de dedos suaves recorriendo el dorso de mi mano, algo fastidioso y emocionante a la vez. —Es un sitio antiguo, muy civilizado. Por supuesto, allí ahora nieva. Hace mucho frío.
Si quisiera hacer el cambio en un lugar más cálido...
—No me molesta la nieve —dije por lo bajo.
—Me imagino. Bueno, de todos modos le dejaré mucha ropa de abrigo — agregó en el mismo tono conciliatorio.
—Ninguno de esos detalles me importa. —Qué tonto era al suponer que me interesaban. El corazón me latía desordenadamente.
—Oh, eso no lo sé. Cuando sea humano tal vez note que empiezan a importarle muchas cosas.
A usted, puede ser, pensé. A mí lo único que me importa es estar en ese cuerpo, sentirme vivo. Rememoré la nevada del último invierno en Auvernia. Vi el sol que caía desde las montañas... Vi al cura del pueblo, temblando en el gran hall en el momento en que se quejaba ante mí de los lobos que bajaban a la aldea por las noches. Por Supuesto, me comprometí a darles caza. Era mi obligación.
No me molestó que pudiera haberme leído esos pensamientos.
—Y no quiere probar la buena comida, un buen vino? ¿Qué me dice de tener relaciones con una mujer, o con un hombre si o prefiere? Para eso necesitará dinero y una casa agradable.
No le respondí. Vi el sol sobre la nieve. Lentamente mis ojos ascendieron hasta el rostro de ese ser. Me llamó la atención lo atractivo que resultaba por el hecho de haber adoptado ese nuevo modo de Persuasión, cuánto se parecía a David.
Cuando vi que estaba por seguir hablándome de lujos, le hice señas de que callara.
—De acuerdo —acepté—. Creo que me verá el miércoles. ¿Digamos una hora después de caer el sol? Ah, y le advierto que esa fortuna de diez millones de dólares estará a su disposición la mañana del viernes sólo por un período de dos horas. Tendrá que ir en persona a retirarla. —Lo toqué con suavidad en el hombro. —A esta persona me refiero.
—Por supuesto. Con todo gusto.
—Además, va a necesitar una contraseña para efectuar la transacción. Esa contraseña la sabrá cuando me devuelva mi cuerpo según lo convenido.
—No, nada de contraseñas. La transferencia de fondos debe estar terminada antes de que cierre el banco, el miércoles por la tarde, para que lo único que tenga que hacer el viernes sea presentarme ante su representante, dejarme tomar las impresiones digitales si usted insiste en ello, y que luego él me pueda firmar la cesión del dinero.
Yo estaba callado, reflexionando.
—Al fin y al cabo, mi apuesto amigo, ¿qué pasa si no le gusta su experiencia de un día como ser humano, si le parece que no valió la pena?
..Si, va a valer la pena —murmuré, más hablando conmigo mismo que con él.
—Nada de contraseñas —repitió.
Lo escruté en silencio. Cuando me sonrió, le noté un aspecto casi inocente y muy juvenil. Dios santo, tuvo que haber sido muy importante para él haber conseguido ese vigor juvenil. No podía ser que no se hubiera deslumbrado, aunque más no fuera durante un rato. Al principio debe haber pensado que había obtenido lo que siempre ambicionó.
—Lejos de eso! —exclamó de repente, como si no pudiera impedir que le salieran las palabras de la boca.
No pude menos que reírme.
—Le voy a contar un pequeño secreto sobre la juventud —dijo, con súbita sequedad—. Bernard Shaw dijo que la juventud se desperdicia en los jóvenes. ¿Recuerda ese comentario al que siempre le asignó tanto valor?
—Sí.
—Bueno, no es así. Los jóvenes saben lo difícil y terrible que puede ser la juventud. La juventud se desperdicia en todos los demás: ése es el horror.
Los jóvenes no tienen autoridad, no tienen respeto.
- Está loco. Creo que UD no usa bien lo que roba. ¿Como puede no emocionarse ante el vigor? ¿Cómo puede no regocijarse con la belleza que ve reflejada en los ojos de quienes lo miran?
Sacudió la cabeza.
—Eso lo disfrutará usted —repuso——. El cuerpo es joven, tiene toda la - juventud que usted siempre quiso. Sin duda se emocionará con el vigor, como dice; se regocijará con esas miradas de aprobación. —Calló. Bebió un último sorbo de café y quedó con la mirada clavada en el pocillo. —
Nada de contraseñas —añadió.
—De acuerdo.
—Ah, bueno —dijo, y una sonrisa esplendorosa se pintó en su rostro—. Recuerde que por esta suma yo le ofrecí una semana. Fue usted quien prefirió aceptar un día, no más. Quién sabe, cuando le tome el gustito, querrá prolongarlo más tiempo.
—Quien sabe. —Otra vez me distraje con sólo mirarlo, al ver la mano grande y tibia que en ese momento cubrió con el guante.
—Y si quiere hacer otra mutación, le costará otra suma abultada de dinero —expresó alegremente, todo sonrisas, acomodándose la bufanda dentro de las solapas.
—Sí, claro.
—Para usted el dinero no significa nada, ¿no es así?
—Nada en absoluto. —Qué trágico, pensé, que para él signifique tanto.
—Bueno, ahora me voy. Lo dejo que se vaya preparando. Nos vemos el miércoles, como quedamos.
—No trate de huir de mí —le advertí en voz baja, inclinándome un poco hacia adelante. Luego levanté la mano y le toqué la cara.
El gesto evidentemente lo sobresaltó, porque se quedó inmóvil, como un animal que, en el bosque, de pronto percibe que puede haber peligro donde antes no lo había. Pero su expresión siguió siendo Calma cuando dejé los dedos apoyados contra su cutis afeitado.
Poco a poco fui bajando la mano, y entonces sentí la solidez de Su mentón. Dejé la mano en su cuello. También por allí había pasado la afeitadora dejando su huella tenue; la piel era muy firme y emanó de ella un aroma joven en el momento en que brotaron gotas de sudor de su frente y sus labios se plegaban para formar una sonrisa.
—Supongo que habrá disfrutado aunque sea un poco siendo joven
—aventuré.
Sonrió, como si supiera cuánto podía seducir con esa sonrisa.
—Sueño los sueños de los jóvenes —confesó- -—, o sea que siempre sueño con ser mayor, más rico, más sensato, más fuerte.
Solté una risita.
—Lo espero el miércoles por la noche —dijo con la misma elocuencia—.
De eso puede estar seguro. Venga. Sucederá, se lo prometo. —
Inclinándose hacia adelante, susurró: —iVa a habitar en este físico! —Y una vez más me dirigió una sonrisa cautivante.
—Ya va a ver.
—Quiero que se marche ya mismo de Nueva Orleáns.
—Oh, sí, enseguida —aceptó. Y sin decir media palabra más, se puso de pie alejándose de mí, tratando de disimular su repentino temor. —Tengo listo el pasaje. No me agrada su sucio reducto caribeño.
—Lanzó una risita humilde. Luego prosiguió con aire de maestro que amonesta a un alumno. —Hablaremos más cuando usted venga a Georgetown. Y mientras tanto, no trate de espiarme porque me voy a dar cuenta. Tengo una gran capacidad para advertir esas cosas. Hasta la Talamasca se asombró de mis poderes. ¡Tendrían que haberme conservado en su rebaño! ¡Tendrían que haberme estudiado! —Se cortó. —Lo voy a espiar de todas maneras —dije, imitando su tono de voz bajo y medido—. Y no me importa que se entere.
Volvió a reírse, pero en un tono levemente aplacado; luego con una pequeña inclinación de cabeza, se encaminó de prisa hacia la puerta. Era de nuevo un ser desgarbado y torpe, poseído por un loco entusiasmo. Y qué trágico me pareció, porque ese cuerpo, con otro espíritu en su interior, seguramente podría haberse movido como una gacela.
Lo alcancé cuando iba por la acera y casi se muere de espanto.
—Qué quiere hacer con mi cuerpo? —le pregunté—. Me refiero a otra cosa además de huir del sol por las mañanas como si fuera un insecto nocturno o una babosa gigante.
—Qué le parece? —dijo, asumiendo un aire de caballero inglés y al mismo tiempo con total sinceridad—. Quiero beber sangre. —Abrió mucho los ojos y se me acercó más. —Quiero quitar la vida en el acto de beberla. Ese es el atractivo, ¿no? Lo que a usted más le atrae no es la sangre sino la vida de esas personas. Yo nunca le he robado a nadie nada de valor. —Me dirigió una sonrisa de complicidad. —El cuerpo, sí, pero no la sangre y la vida.
Lo dejé ir, para lo cual hice un ademán visible de echarme hacia atrás, como un momento antes él había hecho conmigo. El corazón me latía con fuerza y temblé de arriba abajo al observar su rostro bello y en apariencia inocente.
No se le borró la sonrisa.
—Usted es ladrón por excelencia —me espetó—. ¡Cada vida que quita es robada! Sí, anhelo tener su cuerpo; tengo que vivir esa experiencia.
Introducirme en los archivos de vampiros de la Talamasca fue un triunfo, pero poseer su cuerpo, ¡y robar sangre estando en él! ¡Oh, sería todo un logro!
—Aléjese de mí! —musité.
—Vamos, vamos, no sea tan quisquilloso. No le gusta cuando otros se lo hacen a usted. Lo considero un ser privilegiado, Lestat de Lioncour t. Encontró lo que buscaba Diógenes. ¡un hombre honesto!
—Otra amplia sonrisa y luego una andanada de risas, como si ya no pudiera contenerlas mas. —Lo veo el miércoles. Venga temprano, porque quiero que me quede la mayor cantidad de noche posible.
Dio media vuelta y se alejó presuroso. Hizo señas enérgicas a un taxi; luego se lanzó contra el tránsito para introducirse en un coche que acababa de detenerse, obviamente para otra persona. Hubo una pequeña discusión que él ganó de inmediato, por lo que cerró con fuerza la puerta y el vehículo se alejó a toda velocidad. Vi por la ventanilla sucia que me
guiñaba un ojo, y saludaba con la mano. Un instante después, él y el auto habían desaparecido.
Incapaz de reaccionar, quedé sumido en el desconcierto. Pese al frío nocturno, había mucho movimiento, vocerío de turistas, autos que reducían la velocidad al pasar por la plaza. Sin un designio expreso, sin palabras, traté de pensar en cómo podía ser el paisaje durante el día; traté de imaginar los cielos sobre ese punto de un impreciso tono azul.
Después, me subí lentamente el cuello del sobretodo.
Horas y horas caminé, sintiendo en mis oídos la voz culta, refinada.
Lo que a usted más le atrae no es la sangre sino la vida de esas personas.
Yo nunca le he robado a nadie nada de valor. El cuerpo, sí, pero no la sangre y la vida.
No me sentía con coraje para enfrentar a Louis. No soportaba la idea de conversar con David. Y si Marius se enteraba de mi proyecto, más me valdría ni empezarlo. ¡Quién sabe lo que Marius podía llegar a hacerme sólo por haber albergado semejante idea! Sin embargo él, con su amplia experiencia, sabría si eso era verdad o fantasía. Oh, dioses, ¿es que nunca quiso hacerlo él mismo?
Por último regresé a mi departamento, apagué las luces y me desplomé sobre el muelle sofá de pana que, ubicado frente a la ventana de vidrio, permitía ver allá abajo la ciudad.
Tenga presente que, si me hace daño, desperdiciará esta oportunidad para siempre... Sin mí no podrá saber jamás qué se siente Siendo de nuevo un ser humano... Nunca va a saber lo que es caminar al sol, disfrutar una comida de verdaderos alimentos, hacer el amor con una mujer o un hombre.
Pensé en la facultad de elevarme y abandonar el cuerpo material. No me gustaba ese don, y esa posibilidad de realizar el viaje incorpóreo, como se la llamaba, tampoco me salía espontáneamente. De hecho, podía contar con los dedos de una mano las pocas veces que la había usado.
Y con todo lo que padecí en el Gobi, nunca traté de abandonar mi forma material; ni siquiera se me ocurrió elevarme y salir del cuerpo.
Es más, la idea de estar desconectado de mi cuerpo, de flotar a la deriva sin poder encontrar la puerta del cielo o del infierno, me resultaba aterradora. Y la evidencia de que esa alma errante no podía trasponer el portal de la muerte a voluntad, se me presentó con toda nitidez desde la primera vez que experimenté con el truco. ¡Pero introducirme en el cuerpo de un mortal! Quedar anclado ahí, caminar, sentir, ver como mortal... Ah, no podía contener la emoción, una emoción que se estaba convirtiendo en puro dolor.