El ladrón de cuerpos (25 page)

BOOK: El ladrón de cuerpos
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Yo había captado su aroma no bien se acercó, pero no lo ví i hasta que no subí al techo por el fondo de la casa. Qué raro que no lo hubiera oído antes, porque él debió de haberme olido y haberse dado cuenta instintivamente que yo no era humano; qué raro que no diera la alarma ladrando y gruñendo.

Muchas veces, a través de los siglos, los perros me han hecho eso, aunque no siempre. En ocasiones los hipnotizo y quedan a mi merced. Pero yo temía el rechazo instintivo, que siempre me causó una enorme pena.

Ese perro no había ladrado ni dado muestras de saber que yo estaba ahí.

Miraba fijamente la puerta del fondo de la casa y los cuadrados amarillos de luz que caían sobre la nieve profunda desde la ventanita superior de la puerta.

Tuve oportunidad de observarlo en silencio y me pareció uno de los perros más hermosos que jamás hubiera visto.

Tenía la piel suave, afelpada, de un precioso tono dorado en algunas partes y pelos negros más largos en el lomo. La forma del animal me recordaba la del lobo, pero era demasiado grande y no tenía nada de furtivo ni taimado para ser lobo. Por el contrario, su porte, parado allí junto a la puerta, me pareció majestuoso.

Al observarlo más atentamente vi que se asemejaba a un enorme ovejero alemán, con su característico hocico negro y expresión alerta.

Cuando me acerqué al borde del techo y él por fin me miró, me emocionó la inteligencia feroz que vi brillar en sus ojos almendrados.

Seguía sin ladrar ni gruñir. Parecía tener una comprensión casi humana.

Pero, ¿cómo explicar su silencio? Yo nada había hecho para subyugarlo, para tentarlo ni obnubilar su mente. No. No había en él ni la menor aversión instintiva.

Salté y caí a su lado en la nieve, mientras él se limitaba a seguir mirándome con esos ojos expresivos y misteriosos. Era tan inmenso, tan tranquilo y seguro de sí mismo que reí para mis adentros.

* No aguanté la tentación de acariciar su pelo suave.

Inclinó la cabeza a un lado sin dejar de mirarme gesto que me resultó enternecedor. Después, cuando levantó una enorme pata para. acariciar mi sobretodo me maravilló aún más. Era de huesos tan grandes y pesados que me hizo acordar de los que antiguamente fueron mis mastines. Al moverse, tenía como ellos la misma gracia lenta. Le tendí los brazos para estrecharlo, admirando su fuerza y su pesadez; él se paró sobre las patas traseras, apoyó sus manazas en mis hombros y me pasó por la cara su lengua de color jamón.

Eso me produjo una felicidad maravillosa que casi me hace llorar, y a continuación reír vertiginosamente. Froté mi nariz contra su Cuerpo, lo abracé, lo acaricié encantado por su pelo sedoso, le di besos en el hocico negro hasta que por fin lo miré a los ojos.

Esto es lo que vio Caperucita Roja —pensé— cuando se presentó ante el lobo, ataviado con el camisón y la gorra de dormir de la abuelita. Me causaba mucha gracia la expresión extraordinaria y penetrante de su cara oscura.

— ¿Es que no sabes lo que soy? —pregunté. Después, cuando volvió a quedar en majestuosa posición de sentado y me miró casi obediente, pensé que ese perro era un presagio.

No; “presagio” no es la palabra adecuada. Fue, sencillamente, algo que me hizo pensar en lo que estaba por hacer, por qué quería hacerlo, y lo poco que me importaban los riesgos implícitos.

Pasaba el tiempo y yo seguía ahí parado, acariciándolo. Era un jardín pequeño; la nieve había empezado a caer de nuevo, se hacía más profunda a nuestro alrededor y el dolor frío que sentía en mi piel se volvía también más profundo. Los árboles eran siluetas desnudas, negras, en la callada tormenta. Si es que había césped o flores, por supuesto no se veían; pero varias estatuas de cemento y unos arbustos densos —ahora sólo ramitas peladas y nieve— marcaban un claro diseño rectangular dentro del todo.

Debo haber pasado quizá tres minutos con el perro hasta que descubrí con la mano la chapita plateada que le colgaba del collar y la levanté para acercarla a la luz.

Mojo. Yo conocía esa palabra. Mojo. Tenía que ver con el vudú, con los amuletos y los hechizos. El mojo era un hechizo bueno, protector. Como nombre de perro me pareció adecuado; más aún, estupendo, y cuando lo llamé Mojo se excitó y volvió a acariciarme con su pata ansiosa.

—Así que te llamas Mojo, ¿eh? —repetí—. Hermoso nombre.

—Lo besé y sentí el roce de su nariz. Sin embargo, en la chapita había algo más escrito: la dirección de esa casa.

De improviso, el perro se puso tenso; lenta, elegantemente, se levantó y quedó en posición de alerta. Vi que estaba llegando James. Oí el ruido de sus pasos en la nieve. Oí su llave en la cerradura. Percibí que de pronto él se percataba de que me tenía cerca.

El perro dejó escapar un gruñido feroz y se encaminó a la puerta del fondo con movimientos pausados. Luego llegó el ruido de la madera del piso que crujía bajo los pies pesados de James.

El perro lanzó un ladrido de irritación. James abrió la puerta posó sobre mí su mirada loca, sonrió y luego arrojó un objeto duro al animal, pero éste lo esquivó con facilidad.

—iMe alegro de verlo! Pero vino antes de tiempo —dijo.

No le respondí. Como el perro le gruñía con la misma expresión amenazadora, tuvo que volver a prestarle atención, con gran fastidio de su parte.

_Sáqueselo de encima! —exclamó, furioso—. ¡Mátelo!

—A mí me habla? —dije. Volví a apoyar la mano sobre la cabeza del animal, lo acaricié, le susurré que se quedara quieto, y él reaccionó acercándoseme más, frotando su cuerpo contra mí, hasta que por último se sentó a mi lado.

James observó la escena nervioso, temblando de frío. De pronto se levantó el cuello para defenderse del viento y plegó los brazos. La nieve, como polvo blanco, se le adhería a las cejas marrones, al pelo.

—Es de la casa, ¿no es cierto? —dije, frío—. Esta casa, que usted robó.

Me observó sin disimular su odio y luego esbozó una de sus típicas sonrisas siniestras. Deseé en verdad que volviera a comportar se como caballero inglés. Me hacía tanto más fácil todo... Pensé fugazmente que era una deshonestidad tener que tratar con él. Me pregunté si a Saul le habría resultado tan desagradable la Bruja de Endor. Pero el cuerpo, ah, el cuerpo, qué espléndido era.

Ni siquiera en su resentimiento, con los ojos posados en el perro, el podía afear del todo la belleza de ese físico.

—Bueno, parece que también se robó al perro —dije.

—Me lo voy a sacar de encima —murmuró, mirándolo de nuevo con un desprecio feroz—. ¿Y usted? ¿En qué quedó? No va a tener toda la vida para decidirse. No me ha dado una respuesta concreta. Quiero que me conteste ya mismo.

—Vaya a su banco mañana por la mañana —dije—. Lo veo después de caer el sol. Ah, pero hay una condición más.

—Cuál? —exclamó apretando los dientes.

—Déle de comer al animal. Consígale carne.

Luego emprendí la retirada con tanta velocidad que él no alcanzó a advertirlo, y al volver la mirada y notar que Mojo me observaba en medio de la oscuridad nevada, no pude menos que sonreír pensando que, pese a lo rápido que había sido el movimiento, el Perro pudo verlo El ultimo sonido que oí fue a James lanzando improperios sin la menor elegancia en el momento en que cerraba la puerta

Una hora más tarde estaba tendido en la penumbra, a la espera del Sol, rememorando una vez más mi juventud en Francia los perros tendidos a mi lado, la última cacería con los dos enormes mastines que avanzaban lentamente entre la nieve profunda.

Y el rostro del vampiro espiándome desde las tinieblas en París, llamándome con veneración “asesino de lobos” antes de clavarme los colmil1os en el cuello.

Mojo. Un presagio.

Metemos la mano en algo que es un caos, tomamos algún pequeño objeto que brilla, nos aferramos a él y nos convencemos de que tiene un significado, de que el mundo es bueno y nosotros no somos malos, y que al final todos vamos a volver a nuestras casas.

Mañana a la noche —pensé—. Si ese hijo de puta me mintió, le parto el pecho, le arranco el corazón y se lo doy a comer a ese hermoso perro.

Pase lo que pase, voy a quedarme con ese animal.

Y así fue.

Pero antes de que avance más en la historia, permítaseme agregar algo sobre el perro. En este libro, él no va a hacer nada. No va a salvar a un bebé que se está ahogando ni va a entrar en un edificio en llamas para despertar a sus moradores de su sueño casi fatal. No está poseído por un espíritu maligno ni es un perro vampiro. Aparece en el relato sencillamente porque lo encontré en la nieve, detrás de esa casa de Georgetown, y me encariñé con él, y desde el primer momento él también dio la impresión de quererme. Todo se ajustó a las ciegas e implacables leyes en las que creo: las leyes de la naturaleza, como dicen los hombres; o las leyes del Jardín Salvaje, como las llamo yo. Mojo amaba mi fortaleza; yo amaba su hermosura. Y ninguna otra cosa importaba en absoluto.

10

Quiero que me cuente en detalle —dije— cómo lo obligó a salir de su cuerpo y cómo pudo hacerlo entrar en el suyo.

Miércoles, por fin. No había pasado ni media hora desde la puesta del sol.

Lo sobresalté cuando aparecí por la puerta del fondo.

Estábamos en la inmaculada cocina blanca, habitación por cierto desprovista de misterio para una reunión tan esotérica. Una única lamparita en un aplique de cobre iluminaba la mesa con un resplandor rosado, brindando intimidad a la escena.

Seguía nevando y en el subsuelo la caldera emitía un rugido continuo. Yo había llevado conmigo al perro, con gran disgusto del dueño de casa, y luego de tranquilizarlo un poco, el animal se quedó tendido como esfinge egipcia, con las patas delanteras estiradas sobre el piso encerado, mirándonos. De vez en cuando James le lanzaba una miradita nerviosa, y con razón, porque parecía que el perro tenía el demonio adentro y que el demonio conocía toda la historia.

Noté a James mucho más relajado que en Nueva Orleáns. Había vuelto a ser el gentleman inglés, lo cual realzaba su cuerpo alto y juvenil. Tenía puesto un suéter gris que se adhería atractivamente a su pecho ancho, y pantalones oscuros.

Llevaba anillos de plata en los dedos y, en la muñeca, un reloj ordinario.

No me acordaba de esos objetos. James me miraba con expresión chispeante, lo cual me resultaba mucho más fácil de soportar que sus horribles sonrisas iracundas. No podía quitarle los ojos de encima, no podía dejar de mirar ese cuerpo que pronto podría ser mío.

Alcancé a oler la sangre dentro del cuerpo, por supuesto, y ello me hizo arder de pasión. Cuanto más lo miraba, más me preguntaba qué sentiría si bebía su sangre y terminaba ahí mismo con el asunto. ¿Trataría él de huir del cuerpo y me dejaría aferrando una mera cáscara con respiración?

Lo miré a los ojos, pensé “brujo”, y una excitación nada habitual me quitó el hambre. Sin embargo, no sé si lo creía capaz de hacer lo que decía.

Pensé que esa noche iba a terminar dándome un gran festín y nada más.

Le aclaré la pregunta.

—Cómo fue que encontró este cuerpo? ¿Cómo consiguió que el alma entrara en el suyo?

—Yo había estado buscando un espécimen así; es decir, un hombre que psicológicamente hubiera perdido la voluntad y la capacidad de raciocinio, pero que tuviera sano el cerebro. En esas cuestiones, la telepatía es una gran ayuda, porque sólo mediante ella se podía llegar hasta los restos de inteligencia enterrados aún en su interior. Tuve que convencerlo en el nivel más profundo del inconsciente, por así decirlo, de que acudía en su ayuda, que me constaba que era una buena persona, que estaba de su parte. Y una vez que llegué a ese núcleo rudimentario, fue bastante fácil robarle los recuerdos e instarlo a la obediencia. —Se encogió de hombros. —Pobre tipo. Sus respuestas eran totalmente supersticiosas. Creo que hasta último momento pensó que yo era su ángel de la guarda.

—Y lo sedujo para que saliera de su cuerpo?

—Sí, eso fue exactamente lo que hice, valiéndome de sugerencias un tanto rebuscadas. Una vez más, mi aliada fue la telepatía. hay que ser vidente para manipular de esa manera a los demás. La Primera vez se levantó quizá cuarenta o cincuenta centímetros, pero Volvía a caer dentro de la carne. Era más un reflejo que una decisión. Pero tuve paciencia, mucha paciencia. Cuando por fin logré tentarlo para que saliera por espacio de unos segundos, eso me bastó para meterme yo adentro y al mismo tiempo centrar toda mi energía en hacerlo entrar a él en lo que quedaba de mi viejo yo.

—Qué hermosa manera de expresarlo.

—Bueno, usted sabe que somos cuerpo y alma —aseguró con una sonrisa plácida—. Pero, ¿qué necesidad de hablar de todo esto ahora? Usted sabe salir de su cuerpo, de modo que no le resultará difícil.

—Podría llegar a sorprenderlo. ¿Qué pasó cuando él ya estuvo en el cuerpo de usted? ¿Se dio cuenta de lo que había pasado?

—En absoluto. Debe comprender que el hombre estaba muy deteriorado psicológicamente. Y por supuesto, era un ignorante.

—Además, no le dio tiempo para nada, ¿verdad? Lo mató.

—Señor de Lioncourt, lo que hice fue un acto de piedad! ¡Qué terrible dejarlo dentro de ese cuerpo, confundido como estaba! Comprenda que él no se iba a recuperar, con independencia del cuerpo que habitara. Había matado a toda su familia, hasta al bebé en su cunita.

—Usted tomó parte en ese hecho?

—Qué pobre opinión tiene de mí! No, en absoluto. Yo andaba vigilando los hospitales en busca de un espécimen porque sabía que alguno iba a aparecer. Pero, ¿a qué vienen estas últimas preguntas? ¿Acaso David Talbot no le dijo que en la Talamasca hay numerosos casos de transmutación registrados?

David no me lo había dicho, pero no podía culparlo por ello.

—En todos hubo un asesinato de por medio?

—No. Algunos se hicieron a través de un trato como el que convinimos usted y yo.

—Estaba pensando... usted y yo somos muy distintos.

—Sí, pero no me va a decir que no nos complementamos. Este cuerpo que le ofrezco es muy bello —dijo, poniéndose la mano contra el pecho—. No tanto como el suyo, sin duda, ¡pero muy bueno! Además, es exactamente lo que precisa. En cuanto al suyo, ¿qué más puedo decir? Espero que no haya oído hablar de mí a David Talbot, que ha cometido tantos errores trágicos.

—A qué se refiere?

—Es un esclavo de esa funesta organización —dijo—. Ellos lo dominan.

¡Qué pena que no pude hablar con él al final, porque así se habría convencido de lo que yo podía ofrecerle, lo que podía enseñarle. ¿Le habló de sus aventuras en Río? Sí, una persona excepcional, a la que me habría gustado conocer. Pero le advierto que no conviene cruzarse con él.

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