Read El ladrón de cuerpos Online
Authors: Anne Rice
¿No había un baño ahí abajo, por alguna parte? Encontré la llave de la luz y encendí la araña del techo. Durante un largo instante contemplé las diminutas lamparitas —alrededor de veinte— y comprendí que eso era bastante luz, con independencia de lo que me pareciera a mí, pero nadie había dicho que no pudiera encender todas las lámparas de la casa.
Eso me propuse hacer. Crucé el living, la pequeña biblioteca y el pasillo del fondo, y todas las veces la luz me desilusionaba. No podía desprenderme de la sensación de oscuridad, y lo borroso de las cosas me desorientaba y alarmaba un tanto.
Por último subí lenta, cuidadosamente la escalera, temeroso de perder el equilibrio en cualquier momento y tropezar, disgustado con el dolor sordo que sentía en las piernas. Unas piernas tan largas.
Miré hacia abajo por el hueco de la escalera y quedé azorado. Aquí uno se puede caer y matar, me dije.
Entré en el estrecho baño y en seguida encontré la luz. Tenía que orinar, eso era, cosa que no había hecho en más de doscientos años.
Bajé el cierre de mi pantalón moderno y saqué el miembro, que de inmediato me impresioné por su tamaño y flaccidez. El tamaño me pareció bien, por supuesto. ¿Quién no quiere que esos órganos sean grandes? Y estaba circuncidado, lo cual me pareció un detalle simpático.
Pero no lo quería tocar porque me repugnaba su flaccidez. Tuve que hacer un esfuerzo para recordar que era mío. ¡Caramba!
¿Y el olor que emanaba de él, que surgía del pelo que lo rodeaba? ¡Eso también es tu cuerpo, muchacho! Ahora hazlo funcionar.
Cerré los ojos, y cuando lo apreté —quizá incorrectamente, con demasiada fuerza— brotó de él un gran arco de orina maloliente que no cayó en el inodoro sino que reboté contra la tabla blanca.
Repulsivo. Corregí la puntería y observé con perversa fascinación que luego caía dentro del retrete, que se formaban burbujas en la Superficie y que el olor se hacía cada vez más nauseabundo, hasta que ya no pude aguantarlo más. Por fin la vejiga estaba vacía. Guardé esa cosa blanda y desagradable, subí el cierre y bajé la tapa del inodoro. Accioné la manija y allí marchó la orina, salvo las salpicaduras que quedaron sobre la tabla y en el suelo.
Procuré respirar hondo, pero el feo olor me envolvía. Levanté las manos y noté que también lo tenía en los dedos. Abrí el grifo del lavatorio, tomé el jabón y me puse a trabajar. Pese a que me enjaboné varias veces no podía estar seguro de que me hubieran quedado limpias del todo. La piel era mucho más porosa que mi antigua epidermis sobrenatural; por eso la sentía sucia. Luego empecé a tironear de los anillos.
Ni aun con la espuma pude sacármelos. Hice memoria: sí, el hijo de puta los tenía puestos en Nueva Orleáns. Probablemente él tampoco se los podía sacar, ¡y ahora tenía que aguantarlos yo! Ya estaba al borde de mi paciencia, pero nada podía hacer hasta que no encontrara un joyero que me los cortara con una sierrita, unas tenacillas o algún otro instrumento.
De sólo pensarlo sentí que los músculos se me ponían tensos y volvían a aflojarse en dolorosos espasmos. Yo mismo me di la orden de dominarme.
Me enjuagué las manos una y otra vez —cosa ridícula—, manoteé la toalla y las sequé, nuevamente asqueado por su textura absorbente y por trocitos de suciedad que encontré alrededor de las uñas. Dios santo, ¿por qué ese imbécil no se lavaba bien las manos?
Luego me miré en el espejo que cubría la pared del fondo del baño, y lo que vi me desagradó enormemente. Un gran manchón de humedad en los pantalones. ¡Se ve que ese estúpido miembro no estaba seco cuando lo guardé!
Bueno, en los viejos tiempos nunca me había preocupado por eso. Pero claro, en ese entonces yo era un mugriento terrateniente que se bañaba en verano, o cuando se le ocurría zambullirse en un arroyo de montaña.
¡De ninguna manera podía andar con esa mancha! Salí del baño, pasé junto al paciente Mojo, le hice apenas una caricia en la cabeza y llegué al dormitorio principal. Abrí el placard, encontré otro pantalón de lana —de mejor calidad aún—, me saqué los zapatos y en el acto me cambié.
Y ahora, ¿qué tengo que hacer? Buscar algo para comer, me dije.
¡Entonces comprendí que tenía hambre! Ese era el malestar que había estado sintiendo, junto con el de la vejiga llena, sumado a una sensación general de pesadez desde que comenzó esta pequeña saga.
Comer. Pero, ¿sabes lo que pasará si comes? Tendrás que volver a ese baño, o a algún otro, a eliminar la comida digerida. La sola idea casi me da arcadas.
De hecho, me dieron tantas náuseas de sólo imaginar que salían excrementos humanos de mi cuerpo, que por un momento pensé que iba a vomitar. Me quedé sentado muy quieto al pie de la moderna cama baja y traté de dominar mis emociones. procuré hacerme a la idea de que ésos eran los aspectos más simples del ser mortal; no debía permitir que oscurecieran las cuestiones más importantes. También pensé que me estaba comportando como un perfecto cobarde, no como el héroe que decía ser. En realidad, no creo que el mundo me considere un héroe, pero hace mucho tiempo decidí que debía vivir como si lo fuera, que debía atravesar todas las dificultades de mi camino porque son mi inevitables círculos de fuego.
De acuerdo, ése era mi pequeño e ignominioso círculo de fuego. Y en el acto debía dejar de ser cobarde. Para cumplir esa prueba debía comer, paladear, sentir, ver. ¡Pero qué tormento iba a ser!
Por último, me puse de pie y, dando pasos más largos a causa de mis nuevas piernas, volví al placard; allí comprobé asombrado que no había mucha ropa: dos pantalones de lana, dos chaquetas de lana bastante livianas, ambas nuevas, y no más de tres camisas en un estante.
Hmmm. ¿Qué había pasado con lo demás? Abrí el cajón superior de la cómoda. Vacío. Más aún: todos los cajones estaban vacíos, lo mismo que el mueblecito próximo a la cama.
¿Qué podía significar? ¿Que James se había llevado su ropa o la había enviado al lugar al que fue? Pero, ¿por qué? No le iban a ir bien con su nuevo cuerpo y, según me había dicho, se había ocupado de todos esos detalles. Me sentí profundamente perturbado. ¿Significaría que pensaba no regresar más?
Qué absurdo. De ningún modo iba a despreciar los veinte millones. ¡Y yo no podía perder mi valioso tiempo de mortal preocupándome por semejante bagatela!
Bajé la peligrosa escalera acompañado por Mojo, que se movía lentamente a mi lado. Ya manejaba el nuevo cuerpo sin esfuerzo, pese a lo incómodo y pesado que me resultaba. Abrí el placard del pasillo y vi que quedaba colgado un viejo abrigo, un par de galochas y nada más.
Regresé hasta el pequeño escritorio del living porque él me había dicho que ahí iba a encontrar el registro de conductor. Lentamente abrí el primer cajón: vacío. Todo estaba vacío. Ah, pero en uno de los cajones había unos papeles. Algo que ver con esa casa, pero en ninguna parte figuraba el nombre Raglan James. Procuré comprender lo que eran los papeles, pero la jerga oficial me superó. No recibí una impresión inmediata del significado, como me pasaba cuando miraba con mis ojos vampíricos.
Me vino a la memoria lo que había dicho James sobre las sinápsis. Sí, pensaba con más lentitud, y también me costaba leer cada palabra.
Oh, bueno, ¿pero qué importaba? No encontré ningún registro de conductor. Y lo que me hacía falta era dinero. Ah, sí, yo había dejado el dinero sobre la mesa. ¿Y si se había volado al jardín?
Volví en el acto a la cocina. Noté el ambiente gélido, y de hecho la mesa y las ollas de cobre estaban cubiertas por una fina capa de escarcha blanca.
La billetera no estaba sobre la mesa; tampoco las llave del auto. Y la luz, desde luego, se había hecho añicos.
Me arrodillé a oscuras y comencé a tantear el suelo. Encontré el pasaporte, no así la billetera ni las llaves. Sólo trocitos de vidrio de la lámpara que se me clavaron en las manos y me cortaron en dos sitios.
Minúsculas gotitas de sangre sin aroma, sin verdadero sabor. Traté de ver sin sentir. No estaba la billetera. Volví a salir a la escalerita, esta vez con cuidado para no caerme. La billetera no estaba. No pude ver en la profunda nieve del jardín.
Ah, pero de nada valía buscarlas, ¿verdad? Tanto la billetera como las llaves eran pesadas, o sea que no podían haberse volado. ¡Se las llevó él! ¡Probablemente hasta regresó para buscarlas! Monstruo depravado... Y cuando tomé conciencia de que el tipo ya estaba dentro de mi potente cuerpo pretematural cuando hizo eso, la furia me paralizó.
Bueno, tú imaginabas que podía pasar, ¿no? Condecía con su naturaleza.
Y de nuevo te estás congelando. ¡Tiemblas! Vuelve al comedor y cierra la puerta.
Eso hice, pero tuve que esperar a Mojo, que se tomó su tiempo como si no le molestara la nevisca. El comedor se había enfriado, dado que dejé la puerta abierta, y cuando volví a subir a la planta alta comprobé que la temperatura de toda la casa había descendido a causa de mi incursión por la cocina. Tenía que acordarme de cerrar las puertas.
Me dirigí a una de las habitaciones en desuso y fui derecho a la chimenea en la que había escondido el dinero. Cuando metí la mano no toqué el sobre que había puesto allí sino una sola hoja de papel. La retiré hecho una furia, e incluso antes de encender la luz alcancé a leer el texto: Sinceramente debe ser usted un tonto, para suponer que un hombre de mi capacidad no iba a encontrar eso que ocultó. No es preciso ser vampiro para detectar cierta humedad delatora en el piso y la pared. Que tenga una agradable aventura. Lo veo el viernes. ¡Cuídese! Raglan James.
Tanto me indigné, que por un momento no me pude mover. Estaba que echaba chispas. Tenía los puños crispados. “Maldito sinvergüenza!”, me desahogué, con esa voz opaca, débil, detestable.
Me encaminé al baño. Desde luego, tampoco estaba el otro dinero detrás del espejo, y sólo encontré otra notita.
¿Qué es la vida humana sin dificultades? Comprenderá usted que no puedo resistirme ante estos pequeños descubrimientos. Es como dejar botellas de vino sueltas cerca de un alcohólico. Lo veo el viernes. Por favor, tenga cuidado al caminar por las aceras congeladas. No quisiera que se quebrase una pierna.
¡No aguanté más y pegué un puñetazo contra el espejo! Oh, bueno.
Fue una bendición que no hubiera quedado un enorme boquete en la pared, como habría quedado de haber sido Lestat el vampiro el autor del golpe, sino sólo cristales rotos. ¡Y mala suerte durante siete años!
Di media vuelta y bajé de nuevo a la cocina, pero esta vez atranqué la puerta al pasar. Cuando abrí la heladera, ¡no encontré nada! ¡Nada!
¡Ah, demonio, lo que le iba a hacer! ¿Cómo pensó que podía obrar impunemente? ¿Acaso no me cree capaz de regalarle veinte millones y después retorcerle el pescuezo? ¿Cómo se le ocurre?
Hmmm.
¿Era difícil entenderlo? James no iba a volver, ¿no es cierto? Por supuesto que no.
Regresé al comedor. No había juegos de plata ni de porcelana en la vitrina, pero sin duda los hubo la noche anterior. Salí al pasillo: ni un cuadro en las paredes. Revisé el living. No estaban las telas de Picasso, Jasper Johns, de Kooning ni Warhol. Todo había desaparecido, hasta las fotos de los barcos.
Tampoco estaban las esculturas chinas. Las bibliotecas se hallaban casi vacías. De las alfombras quedaban muy pocas: una en el comedor, ¡con la que casi me había matado! Y otra al pie de la escalera ¡Se había llevado todos los objetos de valor de la casa! Si hasta faltaba la mitad de los muebles. ¡El muy hijo de puta no pensaba Volver! Jamás tuvo la intención.
Me senté en el sillón más próximo a la puerta. Mojo, que me había seguido fielmente, aprovechó la ocasión para tenderse a mis pies. Hundí la mano en su pelambre, le di un suave tironcito, se la lis y pensé qué gran alivio era tenerlo conmigo.
Desde luego, James había sido un tonto en planear eso. ¿Pensó acaso que no me atrevería a recurrir a mis compañeros?
Hmmm. Pedirles ayuda... qué idea grotesca. No hacían falta grandes alardes de imaginación para adivinar lo que me diría Marius si le contaba lo que hice. Lo más probable era que ya lo supiese y estuviera ocultando su desaprobación. En cuanto a lo que opinarían los más viejos, me estremecía de sólo pensarlo. Lo mejor que me podía pasar, desde todo punto de vista, era que el intercambio de cuerpos pasara inadvertido. Eso lo supe desde el principio.
Lo más importante era que James no sabía —no podía saberlo— cuánto se iban a enojar los otros conmigo a causa de ese experimento. Y tampoco conocía los límites de las facultades de las que en ese momento disponía.
Ah, pero todo eso era prematuro. Robarme el dinero, saquear la casa, no era más que un chiste maligno de James, nada más que eso. No podía dejarme la ropa y el dinero; su mezquindad se lo impedía. Tenía que trampear un poco. Por supuesto que planeaba regresar y cobrar los veinte millones. Además, contaba con que yo no le iba a hacer daño porque
seguramente iba a querer repetir el experimento, porque lo valoraría por ser la única persona capaz de hacerlo.
Sí, ése era el asqüe se guardaba en la manga: que yo no iba a perjudicar al único mortal con quien podría intercambiar mi cuerpo cuando quisiera hacerlo de nuevo.
¡Hacerlo de nuevo! Tuve que reírme. Me reí en efecto, y qué sonido extraño me resultó. Cerré fuertemente los ojos y permanecí sentado unos momentos, disgustado con el sudor que se me adhería a las costillas, con la forma en que me dolían el estómago y la cabeza, con la pesadez que sentía en manos y piernas. Y cuando volví a abrirlos, lo único que vi fue ese mundo borroso de colores pálidos y bordes desdibujados...
¿Hacerlo de nuevo? Contrólate, Lestat. Apretaste los dientes Con tanta fuerza, que te lastimaste. ¡Te cortaste la lengua! ¡Te has hecho sangrar la boca! Y la sangre tiene gusto a salmuera, nada más que agua y sal, agua y sal. Por el amor del infierno, ¡domínate!
Al cabo de un instante de tranquilidad, me puse de pie y emprendí una búsqueda sistemática del teléfono.
No había ni uno en toda la casa.
Hermoso.
Qué tonto fui en no planificar mejor la experiencia. Me entusiasmé .tanto con las consideraciones más amplias de orden espiritual, que no preví nada con sensatez. ¡Tendría que haber tenido una suite en el Willard y el dinero en la caja fuerte del hotel! Debí haber pensado en un auto.
A propósito, ¿dónde estaba el auto?
Fui al placard de la entrada, encontré el sobretodo, advertí que el forro tenía un desgarrón —quizá por eso no lo había vendido— me lo puse lamentando que no hubiera un par de guantes en los bolsillos y salí por la puerta de atrás, pero no sin antes ocupar m de cerrar fuertemente la del comedor. Le pregunté a Mojo si quería acompañarme o quedarse adentro.