Read El ladrón de cuerpos Online
Authors: Anne Rice
Me eché hacia atrás e hice una seña al perro para que se quedara quieto.
Luego me propuse mentalmente elevarme y sentí que una vibración recorría todo mi cuerpo. Después vino la maravillosa sensación de estar elevándome como espíritu ingrávido, libre, mientras aún podía ver mi forma masculina, con sus brazos y piernas extendidos, muy próxima al techo blanco, y cuando miré hacia abajo observé el asombroso espectáculo de mi propio cuerpo sentado todavía en el sillón. ¡Ah, qué gloriosa la sensación, como si pudiera ir a cualquier parte en un instante!
Como si no necesitara el cuerpo y mi vínculo con él hubiera sido un engaño desde el momento de nacer.
El cuerpo físico de James cayó levemente hacia adelante y sus dedos comenzaron a moverse hacia afuera sobre la mesa blanca. No tenía que distraerme. ¡Lo importante era la mutación!
—Debo bajar y meterme en ese cuerpo! —expresé en voz alta, pero no hubo una voz audible; después, sin palabras, logré caer verticalmente y fusionarme con esa carne nueva, con esa forma física.
Un sonido estentóreo inundó mis oídos; luego experimenté una sensación de constreñimiento, como si todo mi ser se viera forzado a recorrer un tubo angosto y resbaladizo. ¡Dolorosísimo! Ansié la libertad, pero en cambio sentí que iba llenando los brazos y piernas vacíos; sentí el hormigueo y el peso de la carne que me cercaba, y sensaciones similares sobre mi rostro.
Con esfuerzo abrí los ojos antes de darme cuenta siquiera de que estaba moviendo los párpados de ese cuerpo mortal, que de hecho estaba parpadeando, mirando la habitación en penumbras con ojos humanos, y vi ante mí mi viejo cuerpo y mi vieja piel bronceada, mis ojos azules que a su vez me miraban a través de los vidrios color violeta.
Sentía que me ahogaba —tenía que escapar!—, pero al mismo tiempo tomé conciencia de que ¡había entrado! ¡Estaba dentro del Otro cuerpo! Se había operado el cambio. No pude dejar de inhalar Una bocanada de aire gruesa, pesada, y al hacerlo moví esa monstruosa osamenta de carne.
Luego me di una palmada en el pecho y Consternado noté lo sólido que era, al tiempo que oía el paso húmedo de la sangre por el corazón.
—Dios santo, estoy adentro —exclamé, luchando por despejar la penumbra que me envolvía, el velo oscuro que me impedía ver con más nitidez la silueta que tenía ante mí y que en ese momento cobró vida.
Mi viejo cuerpo pegó un salto y se elevó con los brazos en alto, en ademán de horror. Una de las manos chocó contra la luz del techo e hizo explotar la lamparita, al tiempo que el sillón caía ruidosamente contra el piso. El perro se incorporó y emitió una suerte de aterradora melodía de ladridos guturales.
—No, Mojo, no. ¡Siéntate! —me oí clamar con mi gruesa garganta de mortal, tratando aún de ver en las tinieblas pero sin poder hacerlo, y dándome cuenta de que era mi mano la que lo sujetaba del collar y le pegaba un tirón para que no atacara al viejo cuerpo vampírico, cuerpo que a su vez contemplaba al perro con enorme perplejidad, con un brillo feroz en los ojos azules desmesuradamente abiertos, ausentes.
—Sí, mátelo! —profirió, estentórea, la voz de James saliendo de mi vieja boca preternatural.
De inmediato me tapé los oídos con las manos para protegerme del sonido. El perro volvió a adelantarse, y una vez más lo aferré del collar.
Me dolieron los dedos al sujetar los eslabones y me llamó la atención la fuerza del animal como asimismo la poca resistencia de mis brazos mortales. ¡Oh, dioses, tenía que hacer funcionar este cuerpo! El no era más que un perro, ¡y yo, un fornido humano!
—Basta, Mojo! —le imploré en el momento en que me arrastraba del sillón haciéndome caer de rodillas—. ¡Y usted, váyase de aquí! —me indigné. Me dolían terriblemente las rodillas. La voz me pareció insignificante, opaca.
—Váyase! —repetí.
El ser que yo había sido pasó a mi lado sacudiendo aún los brazos, se estrelló contra la puerta del fondo e hizo astillas los cristales, por lo cual entró una ráfaga de viento frío. El perro estaba enloquecido, y yo ya casi no lo podía dominar.
—Váyase! —grité una vez más y, consternado, observé que el ser retrocedía y atravesaba la puerta, que despedazaba la madera Y lo que quedaba de vidrio, y en el porche se elevaba para internarse en la noche nevada.
Lo vi un último instante, repugnante aparición suspendida en el aire sobre los escaloncitos del fondo, mientras la nieve se arremolinaba en derredor. Sacudía sus extremidades rítmicamente, cual nadador en un mar invisible. Sus ojos azules seguían muy abiertos e insensibles, como si la carne pretematural que los rodeaba fuese incapaz de formar una expresión, Y brillantes como dos gemas incandescentes. Su boca —mi vieja boca— se había estirado en una sonrisa insensata.
Al instante desapareció.
Me quedé sin aliento. La habitación estaba helada a causa del viento que entraba por todos los rincones, haciendo caer las ollas de cobre de su elegante soporte mientras se precipitaba contra la puerta del comedor. Y de pronto el perro se sosegó.
Tomé conciencia de que yo estaba en el piso a su lado, que le había pasado el brazo derecho por el cuello y que, con el izquierdo, le rodeaba el pecho peludo. Cada respiración me hacía doler, forzosamente tenía que entornar los párpados para que la nieve traída por el viento no me entrara en los ojos, me sentía atrapado en ese cuerpo extraño relleno con pesos de plomo, y el aire frío eran punzadas que sentía en cara y manos.
—Dios santo, Mojo —murmuré en su oreja suave, rosada—. Dios santo, ¡sucedió! Ya soy un hombre mortal.
De acuerdo —dije estúpidamente, sorprendiéndome una vez más ante el sonido bajo y débil de la voz—. Esto ya empezó, así que, a controlarse. — La idea me hizo reír.
La peor parte fue la del viento frío. Me castañeteaban los dientes. El dolor punzante en la piel era totalmente distinto del que sentía como vampiro.
Era preciso arreglar esa puerta, pero no tenía idea de cómo se hacía.
¿Quedaba algo de puerta? Imposible saberlo, porque era como tratar de ver en medio de una nube de humos tóxicos. Lentamente me puse de pie, y en el acto tomé conciencia del aumento de estatura; me sentí muy inestable.
Ya no había en la habitación ni rastros de calor. Es más, la entrada del viento producía ruidos en toda la casa. Con sumo cuidado me encaminé al porche. Mis pies resbalaron hacia la derecha y me arrojaron de nuevo contra el marco de la puerta. Presa de pánico, logré de todos modos asirme de la madera húmeda con esos dedos grandes y temblorosos, lo que impidió que rodara por los escalones. Me esforcé otra vez por ver en la penumbra, pero no pude distinguir nada en absoluto.
—Tranquilízate —me dije, notando que los dedos me transpiraban y se me entumecían al mismo tiempo, y que los pies también me dolían pues se me estaban adormeciendo—. Lo que pasa es que aquí no hay luz artificial, eso es todo —pensé—, y estás mirando con ojos de mortal.
¡Ahora haz algo inteligente! —Y con cuidado, casi resbalando de nuevo, volví a entrar.
Alcanzaba a adivinar el tenue contorno de Mojo que me observaba jadeando ruidosamente, y noté un hilito de luz en uno de sus ojos oscuros. Le hablé con dulzura.
—Soy yo, Mojo. ¡Soy yo! —Le acaricié con suavidad el pelo de las orejas.
Enfilé hacia la mesa, me desplomé bruscamente en una silla— siempre asombrado por la consistencia de mi nueva carne —y me tapé la boca con la mano.
Sucedió de verdad, tonto, me dije. No hay duda. Un hermoso milagro, eso es lo que es. ¡Te liberaste de tu cuerpo preternatural! Eres un ser humano, un hombre. Ahora debes contrarrestar el pánico. ¡Piensa como el héroe que te vanaglorias de ser! Tienes asuntos prácticos que resolver. Te está entrando nieve. Este cuerpo mortal se está congelando, por el amor al cielo. ¡Ocúpate de las cosas como debes!
No obstante, lo único que hice fue abrir más los ojos y fijarlos en algo que parecía ser la nieve acumulándose con pequeños cristales chispeantes sobre la superficie blanca de la mesa, en la esperanza de que en cualquier momento la visión fuera más nítida, aunque desde luego no lo iba a ser.
Eso era té derramado, ¿no? Y vidrios rotos. No te cortes con los vidrios, ¡porque no vas a cicatrizar! Se me acercó Mojo y me gustó que apoyara su flanco tibio y peludo contra mi pierna temblorosa. Pero, ¿por qué la sensación me resultaba tan lejana, como si tuviera que traspasar varias capas de franela? ¿Por qué no alcanzaba a oler el maravilloso aroma de su pelo? Eso quiere decir que los sentidos son más limitados. Tendría que haberlo supuesto.
Bueno, ahora ve y mírate en un espejo. Sí, y cierra todas las puertas, que hace frío.
—Vamos, muchacho —le dije al perro, y salimos de la cocina para entrar en el comedor. Cada paso que daba era lento, pesado. y con dedos torpes, muy imprecisos, cerré la puerta. El viento chocó contra ella y se coló por los bordes, pero la puerta resistió.
Giré sobre mis talones, perdí un instante el equilibrio pero en el acto me enderecé. ¡No tendría que ser tan difícil habituarme, por Dios! De nuevo me asenté firmemente sobre los pies, bajé la vista para mirarlos y me asombró su tamaño; luego me estudié las manos, también grandes pero de ninguna manera feas. ¡No te dejes dominar por el pánico! El reloj pulsera me resultaba incómodo pero me hacía falta. Está bien: déjatelo puesto. Pero los anillos... Decididamente no quería tenerlos en los dedos.
Me picaban. Quise sacármelos, ¡pero no pude! No salían por nada. Dios santo.
Bueno, basta. Te vas a volver loco sólo porque no puedes quitártelos Qué tontería. Tranquilizate. Sabes que existe el jabón... Bueno, enjabónate las manos, esas manazas oscuras, heladas, y los anillos te saldrán enseguida.
Crucé los brazos y, al apoyar las manos sobre los costados de mi cuerpo, me sorprendió sobremanera la sensación húmeda de la transpiración humana bajo la camisa —nada que ver con el sudor de la sangre—; inspiré lentamente sin prestar atención a la sensación de que algo fuerte me oprimía el pecho, a la sensación del acto mismo de respirar, y haciendo un esfuerzo me obligué a pasear la vista por el ambiente. No era momento para lanzar un alarido de terror.
Estaba muy oscuro. Sólo había una lámpara de pie en un rincón lejano y otra muy pequeña sobre la repisa de la chimenea, ambas encendidas pero de todos modos estaba tremendamente oscuro. Me dio la impresión de hallarme bajo agua, y que el agua era sucia, quizás hasta enturbiada con tinta.
Esto es normal; esto es mortal. Así es como ellos ven. Pero qué lóbrego me parecía todo, qué parcial, sin nada de ese característico espacio abierto que tenían las habitaciones donde se desplazan los vampiros.
Qué sombrías las sillas y su oscuro fulgor, la mesa apenas visible la opaca luz dorada que trepaba por los rincones, las molduras de yeso de los techos que se esfumaban entre las sombras, las tiniebla impenetrables, y qué atemorizante la negrura vacía del pasillo. Podía haber algo oculto en esas sombras, una rata, cualquier Cosa. Podía haber otro ser humano en ese pasillo. Miré a Mojo y me asombró lo borroso que lo veía, misterioso pero de una manera totalmente distinta.
Era eso: las cosas perdían sus contornos en esa Suerte de penumbra.
Imposible. calcular su textura o tamaño total.
Ah, pero sobre la chimenea había un espejo. Fui a buscarlo, frustrado por lo mucho que me pesaban las piernas, por el repentino miedo a tropezar y la necesidad de mirarme los pies más de una vez. Coloqué la pequeña lámpara bajo el espejo Y luego me miré.
Oh, sí. Qué distinto estaba. Desapareció la tensión, el brillo nervioso de los ojos. El que me devolvía la mirada era un hombre Joven, con cara de gran susto.
Levanté la mano y me palpé la boca, las cejas, la frente —que era más alta que la mía—, y por último el pelo suave. El rostro me resulté muy agradable, infinitamente más de lo que suponía, por el hecho de ser cuadrado, de no tener arrugas marcadas y ser muy proporcionado, por los ojos de mirada intensa. Pero no me gustó la expresión de miedo que
había en ellos. Traté de ver una expresión distinta, de afirmar las facciones desde adentro, de dejarlas que expresaran el asombro. Y no estoy seguro de que en ese momento me sintiera maravillado. Hmmm. No pude ver en esa cara nada que viniera de adentro.
Lentamente abrí la boca y hablé. Dije en francés que yo era Lestat de Lioncourt, que me hallaba en el interior de ese cuerpo y que todo estaba bien. ¡El experimento había resultado! Estaba transcurriendo la primera hora de la prueba, el malvado James se había ido y ¡todo había salido bien! En ese momento advertí en los ojos algo de mi antigua ferocidad; y cuando sonreí vi mi propia malicia durante al menos unos segundos antes de que se borrara la sonrisa, dejándome inexpresivo, con cara de asombro.
Me volví y miré al perro, que se hallaba a mi lado y levantaba la cabeza para observarme, como era su costumbre, con gran satisfacción.
—Cómo sabes que soy yo el que está aquí adentro, y no James? —pregunté.
Levantó la cabeza y movió apenas una oreja.
—Vamos, basta ya de tanta locura y debilidad! —Enfilé hacia el pasillo oscuro, pero de repente se me doblé la pierna derecha y me deslicé pesadamente; la mano izquierda patiné sobre el piso para amortiguar el impacto; la cabeza chocó contra la chimenea de mármol, y sentí una súbita explosión de dolor cuando el codo golpeó también contra el mármol. Con gran estrépito se me cayeron encima los implementos para el fuego, pero eso no fue nada. El golpe en el codo me había tocado el nervio y el dolor era un fuego que me subía por todo el brazo.
Me di vuelta boca abajo y aguardé un momento que me pasara el dolor.
Sólo entonces tomé conciencia de que la cabeza me latía por el golpe contra el mármol. Levanté una mano y sentí entre el pelo la humedad de la sangre. ¡Sangre!
Ah, qué bueno. A Louis le haría mucha gracia, pensé. Me puse de pie y el dolor se trasladó al costado derecho de la frente, como si fuera un peso que se corría desde adelante. Para afirmarme, me sostuve del borde de la chimenea.
Una de las numerosas alfombritas de la habitación yacía en el piso a mis pies. La culpable. La pateé para sacarla del camino, giré sobre mis talones y con sumo cuidado me encaminé al pasillo.
Pero, ¿adónde iba? ¿Qué pensaba hacer? La respuesta me llegó de improviso. Tenía la vejiga llena el malestar era mayor desde el momento de la caída. Tenía que orinar.