El lector de cadáveres (27 page)

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Authors: Antonio Garrido

Tags: #Histórico, Intriga

BOOK: El lector de cadáveres
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Cí se interpuso entre su hermana y el adivino. Aunque ofrecer niñas en matrimonio era algo usual, y en ocasiones hasta se revelaba como la mejor elección para el futuro de las muchachas, él no iba a permitir que su hermana acabara esclavizada y baboseada por un anciano. Xu insistió. Dijo que las niñas eran como la langosta: sólo servían para comer y ocasionar gastos. Luego, cuando se casaban, pasaban a formar parte de la familia del nuevo marido y era a éste y a sus suegros a quienes cuidaba hasta que morían.

—Y a nosotros nos olvidan —agregó—. Es una desgracia no tener hijos varones. Ellos, al menos, consiguen mujeres que nos atiendan de mayores.

Como siempre, Cí logró postergar la discusión entregando más dinero a Xu.

Pero con las semanas, sus ahorros se fueron agotando.

A cada jornada, Tercera necesitaba más medicinas. Xu las adquiría durante su ronda por las farmacias, Cí las pagaba a un precio superior, se las suministraba con tristeza a su hermana y la veía languidecer. Lentamente, Tercera se iba consumiendo sin que él encontrara la forma de impedirlo. Le partía el corazón acudir cada día al cementerio y dejarla en la barcaza postrada, casi sin fuerzas, con sus manitas enrojecidas intentando limpiar el pescado del día mientras se despedía de él con un hilito de voz y un intento de sonrisa en la cara.

—Te traeré un dulce —le decía. Se tragaba la pena como si fuera hiel y se iba rezando para que sanara.

Y el poco dinero que había logrado reunir desaparecía de sus manos como agua guardada en un bolsillo de tela.

En el cementerio, Xu había decidido pasar de simple enterrador a desempeñar el puesto de Cí como nigromante de cadáveres, pero sus predicciones erróneas habían espantado a los pocos incautos que se habían acercado a consultarle. Y eso había reducido sus ingresos a poco menos que nada.

O, al menos, eso fue lo que le respondió a Cí cuando éste le suplicó un adelanto.

—¿Crees que a mí me lo regalan? Ya ha pasado suficiente tiempo. Si necesitas dinero, tendrás que volver a ganártelo. —Y le señaló el atuendo de adivino, que descansaba tirado sobre un ataúd destartalado.

Cí se sacudió el polvo de las manos encallecidas por el trabajo y miró el disfraz del que dependía su futuro. Xu no lo había modificado. Aspiró con fuerza y frunció los labios. Temía que el alguacil regresara, pero si quería salvar a su hermana, debía asumir el riesgo.

El momento de enfundarse el disfraz se presentó aquella misma tarde, cuando una comitiva de estudiantes guiados por un profesor ascendió en ordenada procesión hasta el mausoleo. Según le contó Xu, de vez en cuando, los alumnos de la afamada Academia Ming acudían al cementerio y, por una módica cantidad que satisfacían al encargado de los Campos de la Muerte, se les permitía examinar aquellos cadáveres que en los días precedentes no hubieran sido reclamados. Por fortuna, aquel día aún esperaban sepultura tres cuerpos, y Xu lo celebró como si de repente le hubieran invitado a un banquete.

—Prepárate para contentarles —le advirtió Xu mientras le señalaba el disfraz—. Estos jóvenes son desprendidos con las propinas si sabes cómo adularlos.

Cí asintió.

Al despojarse de sus ropas, un escalofrío le recorrió la espalda. Los meses de trabajo como enterrador habían endurecido su cuerpo hasta convertirlo en un haz de fibras que se tensaban al solicitarlo, aunque quedaran ocultas bajo las quemaduras que asolaban su pecho. Cogió el disfraz y se lo enfundó. Pensó en Tercera. Procuró concentrarse y aguardó a que Xu le avisara para la actuación. Cuando le hiciera la señal, estaría preparado.

Desde un rincón observó cómo el profesor, un hombre calvo vestido de rojo cuyo aspecto le resultó familiar, situaba a los alumnos alrededor del primer cuerpo. Antes de dar comienzo, el maestro informó a los estudiantes de su responsabilidad como futuros jueces. Debían guardar respeto por los muertos y emitir su juicio con la mayor honorabilidad. Luego levantó la tela que ocultaba el cadáver. Se trataba de una niña de pocos meses que había aparecido aquella misma mañana en los canales de Lin’an. El profesor estableció entre los estudiantes un turno de preguntas para discernir las causas del deceso.

—Sin duda falleció ahogada —comenzó el primero, un joven lampiño de rostro aniñado—. Tiene el vientre hinchado y no presenta otras marcas. —Miró ufano.

El profesor asintió antes de ceder el turno al siguiente alumno.

—Un típico caso de «ahogar al niño». Sus padres lo arrojarían al canal para evitar alimentarlo —argumentó el segundo.

—Tal vez no pudieran hacerlo —matizó el maestro—. ¿Algún otro apunte?

Un estudiante de pelo canoso, más alto que los demás, bostezó descuidadamente. El profesor lo observó de reojo, pero no dijo nada. Tapó el cadáver y pidió a Xu que trajese el siguiente cuerpo, momento que el enterrador aprovechó para presentar a Cí como el gran adivino del cementerio. Al advertir su disfraz, los estudiantes lo miraron con desprecio.

—No precisamos de supercherías —le espetó el maestro—. Aquí no creemos en adivinos.

Desconcertado, Cí guardó silencio y regresó junto a Xu, quien le conminó a que se despojara de la máscara y permaneciese atento. Los estudiantes prosiguieron. Frente a ellos aguardaba el cadáver blanquecino de un anciano que había aparecido muerto tras unas barracas en uno de los mercados.

—Se trata de un caso de muerte por inanición —comentó un cuarto estudiante mientras examinaba el pobre esqueleto con piel—. Presenta hinchados los tobillos y los pies. Contaría unos setenta años. Muerte natural, por tanto.

El profesor volvió a aprobar la conclusión y todos se felicitaron. Cí observó que el estudiante canoso asentía irónicamente, como si sus compañeros estuviesen descubriendo que la lluvia caía del cielo hacia abajo. El instructor formuló un par de preguntas más a los alumnos menos participativos, que cumplimentaron con prontitud. Luego, a unas palmadas suyas, avisaron a Xu para que trasladase el último cuerpo. Cí le ayudó a arrastrar el ataúd, una caja de pino de grandes dimensiones. Cuando levantaron la tapa y colocaron el cuerpo sobre la mesa, los alumnos más cercanos retrocedieron espantados con una mueca de estupor. Sólo entonces el estudiante canoso se abrió paso para contemplar el cadáver. Su rostro aburrido se tornó en otro pleno de satisfacción.

—Parece que tendrás ocasión de demostrar tu talento —le dijo el maestro.

En lugar de responder, el estudiante se inclinó con una sonrisa irónica ante su profesor. Luego, una vez obtenida su aprobación, se acercó lentamente al cadáver como si se enfrentara a un tesoro. Sus ojos fulguraban por la codicia, entornándose y abriéndose ante el espectáculo que ofrecía aquel cuerpo cosido a puñaladas. Preparó un pliego de papel, una piedra de tinta y un pincel. Cí lo observó.

Al contrario que sus compañeros, el estudiante espigado parecía seguir un procedimiento similar al que Cí había visto emplear al juez Feng durante las investigaciones de sus casos.

En primer lugar, inspeccionó las ropas del cadáver: miró bajo sus mangas, en la parte interna de la camisola, en los pantalones y en el interior de los zapatos. Después, tras desnudar y examinar completamente el cuerpo, exigió a Cí un recipiente con agua. Una vez en su poder, limpió cuidadosamente la masa de carne ensangrentada hasta dejarla rosada como la de un cerdo. A continuación, midió la longitud del cuerpo y habló por primera vez para anunciar que la estatura del difunto excedía en dos cabezas a la de un hombre normal.

Por su voz parecía disfrutar.

El joven estudió el rostro abotargado del cadáver, del que destacó la extraña herida abierta que se extendía sobre su frente y que dejaba a la vista el tejido del cráneo. En lugar de lavarla, extrajo algo de la tierra que la impregnaba, describiéndola como el producto de una caída contra un adoquín de bordes afilados. Anotó algo con el pincel y a continuación describió sus ojos semiabiertos y sin brillo, como los de un pescado reseco; detalló sus pómulos prominentes, su bigote fino y desaliñado y su mandíbula poderosa. Luego se detuvo en el grotesco tajo que seccionaba su garganta desde la nuez hasta la oreja derecha. Examinó los bordes y con la ayuda de un palito midió su profundidad. Sonrió y volvió a escribir.

A continuación, pasó a su torso, una montaña de músculos acribillada a puñaladas. Contabilizó un total de once, todas ellas concentradas en la zona dorsal. Las palpó con los dedos y volvió a anotar algo. Después ojeó sus ingles, que escoltaban un tallo de jade pequeño y arrugado. Por último, observó sus muslos, igualmente poderosos, y sus pantorrillas recias y sin vello.

Con la ayuda de Cí, le dio la vuelta al cadáver hasta apoyarlo sobre su vientre. Pese a las manchas de sangre provocadas por la limpieza, su espalda se veía lustrosa y sana. El joven echó un último vistazo y se retiró satisfecho.

—¿Y bien? —preguntó el maestro.

Una sonrisa descarada se dibujó en el rostro del estudiante. Se tomó su tiempo antes de responder, tiempo que empleó en mirar de uno en uno a los presentes con una mueca de afectación. Sin duda, disfrutaba de su momento. Cí enarcó una ceja y atendió.

—Es obvio que nos encontramos ante un caso singular —comenzó—. Un hombre joven, extraordinariamente fuerte y robusto, apuñalado y degollado. Un asesinato que espanta por su crueldad y que parece conducirnos a una pelea con ensañamiento.

Ahora fue Cí el que no pudo impedir un bostezo. Xu se lo recriminó.

El maestro alentó al estudiante espigado para que avanzara en su exposición.

—A simple vista podríamos aventurar que se trató de un ataque multitudinario, algo evidente, dada la naturaleza del muerto. Sin duda, hizo falta el concurso de varios hombres para asaltar y doblegar a un gigante que durante el combate recibió numerosas puñaladas y que, aun así, siguió luchando hasta que algún atacante logró asestarle la decisiva en la garganta. El tajo del cuello provocó que al derrumbarse se golpeara en la frente, dejando esa curiosa marca rectangular que tanto nos ha impactado. —Marcó una pausa excesiva que creó expectación—. ¿El motivo de su asesinato? Tal vez deberíamos especular sobre varios. Desde las consecuencias de una simple bravuconería en una taberna, pasando por una deuda impagada o el resultado de algún rencor antiguo, hasta una agria disputa por alguna bella
flor
... Todas ellas serían posibles, desde luego, pero menos probables que la que parece provenir del simple robo, como demuestra el que se le encontrase despojado de cualquier objeto de valor —consultó sus apuntes—, incluidas las pulseras que debía haber lucido en esta mano. —Y señaló la marca de la muñeca producida por la ausencia de sol allá donde debía haber estado el adorno—. Así pues, de haber mediado denuncia, el juez encargado haría bien en ordenar una batida inmediata por los alrededores de donde fue encontrado. Yo, por supuesto, sugeriría las tabernas de la zona, haciendo especial hincapié en aquellos alborotadores heridos que estuviesen gastando más de lo necesario. —Dobló sus apuntes, cubrió el cadáver y escrutó a los presentes a la espera de su aplauso.

En ese instante, Cí recordó el consejo de Xu sobre los halagos y las propinas y se acercó para felicitar al estudiante, pero éste lo despreció como si se le hubiera aproximado un leproso.

—Estúpido fanfarrón —murmuró Cí.

—¿Cómo te atreves? —El estudiante le enganchó por el brazo.

Cí se zafó de un tirón y tensó los músculos mientras le desafiaba con la mirada. Iba a replicarle cuando el profesor se interpuso entre ambos.

—De modo que el hechicero cree que fanfarroneamos... —Miró con extrañeza a Cí, como si su rostro le resultara lejanamente familiar. Le preguntó si se conocían de algo.

—No lo creo, señor. Llevo poco en la capital —mintió. Sin embargo, nada más pronunciar la frase, Cí reconoció al profesor Ming como la persona a la que había intentado vender el ejemplar de su padre en el mercado de los libros de Lin’an.

—¿Seguro? Bueno, es igual. —Sacudió la cabeza extrañado—. En cualquier caso, creo que debes una disculpa a Astucia Gris. —Y señaló al espigado estudiante de pelo canoso, que parpadeó nerviosamente mirándole por encima del hombro.

—Tal vez él me la deba a mí —repuso Cí.

Todos murmuraron ante la impertinencia del enterrador.

—Señor, os ruego que le disculpéis —intervino rápidamente Xu—. Últimamente no sabe lo que dice.

Pero Cí no se amilanó. Si no iba a conseguir propinas, al menos borraría la sonrisa estúpida de aquel estudiante engreído e inepto. Se volvió hacia Xu y le dijo que apostara por él. Xu no le comprendió.

—Todo cuanto tengas. Es lo que sabes hacer, ¿no?

____ 18 ____

E
l profesor se mantuvo al margen, pero finalmente, llevado por la curiosidad, accedió a los ruegos de unos estudiantes exaltados, ávidos de la carroña en que suponían que iba a quedar convertido Cí tras el desafío. Xu cerró hábilmente las apuestas mientras se echaba las manos a la cabeza para evidenciar su terror y aumentar los beneficios.

—Si me fallas, venderé a tu hermana por lo que cuesta un cerdo —advirtió a Cí.

El joven no se inmutó. Pidió espacio y depositó junto al cadáver una talega de la que extrajo un martillo metálico, dos pinzas de bambú, un escalpelo, una hoz pequeña y una espátula de madera. Los estudiantes sonrieron, pero el profesor frunció el ceño, estupefacto. Al instrumental, Cí añadió una palangana y varios cuencos con agua y vinagre, así como su piedra de tinta, un pliego de papel y un pincel fino ya mojado. Antes de comenzar se arrancó el disfraz y lo arrojó al fondo del mausoleo. Astucia Gris hubo de agacharse para evitar el impacto.

Cí despojó al cadáver del sudario que le cubría. Había seguido con curiosidad el examen practicado por Astucia Gris, y aunque albergaba alguna sospecha, ahora debía confirmarla. Tomó aire al recordar a Tercera. No podía fallarle porque quizá fuera su último intento.

Su atención se dirigió hacia la nuca del muerto. Examinó la piel pálida y blanda sin encontrar nada extraño. Luego le deshizo el moño y ascendió por el cuero cabelludo palpándolo con los dedos en dirección a la coronilla. Con la ayuda de una espátula inspeccionó las orejas, tanto por fuera como por dentro. Después, bajó al cuello, duro como el de un toro, y más tarde a los descomunales hombros. Observó la parte interna de los brazos, los codos y los antebrazos, sin advertir nada que le llamase particularmente la atención. Sin embargo, se detuvo en su mano derecha, prestando especial cuidado a la base de su dedo pulgar.

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