El lector de cadáveres (28 page)

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Authors: Antonio Garrido

Tags: #Histórico, Intriga

BOOK: El lector de cadáveres
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«Una callosidad circular...».

Anotó algo en sus papeles.

Deslizó sus dedos sobre la espalda presionando sobre las vértebras y los músculos hasta detenerse en los glúteos. No halló induraciones o fracturas, nada que revelara un homicidio. Tras concluir el examen de las piernas, giró otra vez el cadáver. Limpió de nuevo la cara, el cuello y el torso empleando una mezcla de agua y vinagre, para detenerse en las puñaladas que asaeteaban el cuerpo. Al menos tres eran mortales. Estudió su forma y las midió.

«Conforme imaginaba...».

Ascendió hasta el cuello. La herida era terrible. Partía de la zona izquierda, atravesaba la nuez por completo y llegaba casi hasta la oreja derecha. Comprobó la profundidad del tajo, su dirección y los desgarros de los bordes. Meneó la cabeza.

Dejó para el final la extraña herida de la frente y se concentró en el rostro. Primero inspeccionó las fosas nasales. Luego empleó las pinzas para hurgar en el interior de su boca, de donde extrajo una sustancia blanquecina que aproximó a su nariz. La aspiró con asco y la depositó sobre uno de los cuencos. Anotó algo de nuevo.

—El tiempo pasa —advirtió el maestro.

Cí no le prestó atención. En su cabeza bullían multitud de datos y aún no conseguía hilvanar la respuesta. Continuó concentrado en las mejillas del hombre, las cuales frotó con vinagre hasta revelar unos ligeros arañazos. Después ascendió a los ojos y, por último, se detuvo en la frente, el lugar en el que parecía que le hubieran machacado la piel con un objeto rectangular y pesado.

Con la ayuda de un escalpelo, retiró los restos de tierra que aún permanecían adheridos a los bordes de la herida. Para su sorpresa, comprobó que el hundimiento cuadrangular no obedecía a ningún impacto, sino que más bien respondía a una brutal disección practicada con algún objeto cortante y que la propia tierra había disimulado.

Dejó el instrumental y mojó el pincel en la piedra de tinta. Su corazón se aceleró. Había descubierto algo.

Volvió a los brazos y a las manos, donde halló nuevos arañazos. Luego inspeccionó de nuevo la coronilla, apartando con cuidado el cabello. Una vez confirmadas sus sospechas, cubrió el cuerpo con el sudario. Cuando se volvió hacia el maestro, sabía que había ganado.

—Y bien, hechicero, ¿algo nuevo que añadir? —preguntó con una sonrisa Astucia Gris.

—No demasiado. —Y bajó la cabeza para releer sus notas.

Los estudiantes rompieron a reír y exigieron a gritos que Xu les pagase. El adivino pidió, nervioso, que aguardasen el informe de Cí, pero éste continuaba enfrascado mirando sus notas.

Xu lo maldijo.

Iba a comenzar a pagar cuando Cí le detuvo. Acto seguido, el joven sostuvo que serían los estudiantes los que pagarían hasta el último
qián
. Los alumnos mudaron la sonrisa de burla por un gesto de estupor.

—¿A qué te refieres? —se adelantó Astucia Gris—. Si lo que pretendes es burlarte de nosotros...

Cí ni siquiera lo miró. Se dirigió hacia el lugar donde permanecía el maestro y esperó a que éste le permitiera continuar. El profesor lo contempló en silencio un buen rato, como si intuyese que se encontraba frente a alguien verdaderamente especial. Alguien que, desde luego, no era un vulgar hechicero.

—Adelante —le invitó.

Cí le obedeció. Había preparado bien su discurso.

—En primer lugar, he de advertiros que cuanto aquí escuchéis responde fidedignamente a los designios de los dioses del cielo. Los mismos designios que me obligan a exhortaros respecto a las obligaciones a las que a partir de este momento os comprometéis. Os conmino a que mantengáis el secreto de las revelaciones que os haré llegar y de cuantas atañan a su autor, el que es vuestro humilde siervo. —Y se inclinó en espera de aprobación.

—Continúa. Tu secreto permanecerá a salvo —dijo el maestro sin demasiada convicción.

—Vuestro alumno, Astucia Gris, ha practicado un examen burdo y superficial. Ofuscado por la vanidad, se ha detenido en asuntos banales, pasando por alto aquellos detalles en los que reside la verdad. Al igual que un millar de
li
han de recorrerse paso a paso, el examen de un cadáver exige la pausa de la modestia y la minuciosidad de la humildad.

—Una humildad de la que pareces carecer... —apuntó Ming.

Cí se mordió la lengua. Hizo una reverencia y continuó.

—El asesinado se llamaba Fue Lung. Convicto por graves crímenes, había sido condenado a servir como soldado en el destacamento de Xiangyang, en la frontera del río Han, destacamento del que recientemente desertó. Llegó a Lin’an con la intención de comenzar una nueva vida, pero su carácter violento se lo impidió. Como en tantas ocasiones, ayer por la tarde mantuvo una discusión con su esposa, a la que agredió brutalmente, sin miramientos. La mujer no aguantó más. Aprovechó el momento en que su marido cenaba confiado para atacarle por la espalda y rebanarle el cuello. Respecto a esa desdichada, podréis encontrarla en su casa, cerca de las murallas donde apareció el cadáver. Tan sólo debéis preguntar en la tienda de los yurchen, la que está situada junto al muelle del norte. Allí os indicarán dónde vive, si es que no se ha suicidado.

Nadie respondió. Ni siquiera Xu fue capaz de articular palabra cuando Cí le indicó que cobrara sus deudas. Finalmente, Astucia Gris se adelantó un paso. De repente, abofeteó a Cí.

—Pero... —Cí enmudeció.

—Hasta ahora creía haber escuchado divagar a todo tipo de charlatanes, buscavidas y granujas —le interrumpió—, pero tu descaro supera cualquier acto imaginable. ¡Desaparece antes de que nos enfademos!

Por toda respuesta, Cí le devolvió la bofetada.

—Ahora escúchame tú. No soy culpable de tu ineptitud ni de tu indolencia. Si hasta limpiaste el cuerpo antes de comprobar cualquier evidencia.

Astucia Gris intentó responder a Cí, pero Ming lo detuvo.

—Pero, maestro... ¿No veis que sólo pretende esquilmarnos?

—Tranquilo, Astucia Gris. Las palabras de este joven rezuman tal convencimiento que puede que respondan a algún tipo de verdad. Sin embargo, como os he comentado en otras ocasiones, aunque la convicción pueda ayudarnos en nuestro trabajo, a veces también es el arma del fanatismo y la intolerancia. Por sí misma, la exaltación no es suficiente para condenar a una persona y por esa misma razón ningún tribunal la aceptaría como prueba, de modo que mantened las monedas en vuestros cinturones porque aún están a salvo. —Se giró hacia Cí—. Y ahí permanecerán mientras este insolente no argumente sus afirmaciones. En caso contrario, habríamos de concluir que únicamente son fruto de su imaginación. O peor aún: de su presencia en el lugar del crimen.

Cí respiró pesadamente. Esta vez no se encontraba frente a un crédulo cortejo de familiares desolados, sino ante la élite de la Academia Ming, el lugar en el que se preparaban los mejores investigadores del estado, y frente a su máximo representante, el maestro Ming. Si rechazaba ofrecer explicaciones le tomarían por un farsante, pero si se las suministraba, sabrían sin duda que poseía conocimientos de medicina. Y eso podría resultar peligroso.

Intentó evitarlo argumentando que si precisaban pruebas, tan sólo tenían que acudir al lugar del crimen y comprobar la veracidad de sus afirmaciones, pero en lugar de convencer al maestro sólo logró que éste le amenazara con acudir a las autoridades y denunciarlo.

Apretó los puños. Sabía que corría un riesgo, pero había llegado el momento de acallar a aquellos ricos presuntuosos.

—De acuerdo. Comencemos por la causa de su muerte —dijo por fin—. Este individuo no falleció en ninguna pelea. No existieron varios agresores ni tampoco distintos embates. Murió a causa de una única herida, la de su cuello, que secciona completamente la garganta y los conductos sanguíneos de su costado derecho. Su inicio y dirección indican que fue realizada desde atrás y de abajo hacia arriba. Podrían habérsela inferido estando de pie, pero no olvidemos que hablamos de un gigante, de un hombre que supera en dos cabezas la altura de cualquier otro, lo que en principio nos conduciría a un agresor de una estatura muy superior y, por tanto, inexistente. A menos, claro está, que nuestro hombre se encontrase sentado, agachado o tumbado. Respecto a las otras puñaladas, las que presenta en la parte frontal del torso, del análisis de las heridas se desprende que todas fueron provocadas con la misma arma, desde el mismo ángulo y con la misma intensidad, es decir: todas fueron asestadas por la misma persona. Curiosamente, tres de ellas, las que atraviesan el corazón, el hígado y el pulmón izquierdo, son mortales de necesidad, lo que haría innecesario el resto de las puñaladas, incluida la que le degolló. —Se acercó al cadáver y lo destapó para señalarlas—. Así pues, nada lo relaciona con la extraña fábula de una cuadrilla de atacantes.

—Presunciones —dijo Astucia Gris.

—¿Estás seguro?

Sin mediar palabra, Cí asió su espátula a modo de puñal y se abalanzó sobre Astucia Gris con la intención de agredirle. Al advertirlo, el estudiante retrocedió de un salto y se defendió como pudo interponiendo los brazos ante los envites que una y otra vez Cí lanzaba con la herramienta de madera. Cí acorraló al joven contra una esquina, pero por más que lo intentó, no logró impactar en su pecho.

De repente, del mismo modo que había iniciado la agresión, Cí la detuvo.

Astucia Gris permaneció de pie, con la boca abierta y los ojos, aún incrédulos, a punto de salirse de sus órbitas. Para su extrañeza, nadie había acudido en su auxilio. Ni siquiera el maestro Ming, quien había observado la escena impasible.

—¡Maestro! —protestó Astucia Gris.

Por toda respuesta, Ming concedió la palabra a Cí.

Éste le cumplimentó.

—Como ves —se dirigió a Astucia Gris—, por más que lo he intentado, no he logrado superar tu defensa. Ahora imaginemos la situación: si en lugar de una espátula de madera hubiese empleado un puñal, tus brazos mostrarían ahora cuchilladas. E incluso aunque te hubiera alcanzado en el pecho, los ángulos y la profundidad de las heridas habrían sido diferentes.

Astucia Gris no respondió.

—Pero eso no explica que el asesino fuese una mujer, ni que esa mujer fuese su esposa, ni que el hombre fuera un exconvicto, ni que hubiera desertado del regimiento de Xiangyang, ni, por supuesto, el resto de invenciones que te has atrevido a pronunciar —le increpó el maestro.

En lugar de contestar de inmediato, Cí regresó junto al cadáver. Luego le alzó la cabeza y señaló la herida de la frente, cerciorándose de que todos pudieran contemplarla.

—¿El resultado de una caída? De nuevo un error. Astucia Gris limpió el cuerpo donde no debía y, en cambio, no lo hizo donde se necesitaba. De lo contrario, habría descubierto que la piel que él supuso machacada, en realidad fue arrancada del cráneo con el mismo cuchillo con el que el difunto fue degollado. Observad los bordes de la herida. —Cí los recorrió con sus dedos enguantados—. Sus límites, antes ocultos por la tierra, tras la limpieza se revelan agudos y definidos siguiendo una trayectoria cuadrangular practicada con un único propósito.

—¿Un ritual demoníaco? —se le adelantó Xu.

«Por favor, Xu. No me ayudes ahora».

—No —continuó Cí—. El recorte en la piel intentaba eliminar algo que, de permanecer, habría posibilitado la identificación del cadáver. Una señal que establecía sin lugar a dudas que el difunto era un peligroso criminal, condenado al peor de los castigos. Y un hecho que vinculaba indefectiblemente al fallecido con su asesino. —Hizo una pausa y se dirigió al maestro—: La piel que le fue extraída no era común. Al contrario, el fragmento que le fue extirpado lucía el tatuaje que se les practica a quienes son declarados culpables de homicidio. Por ese motivo su asesina trató de borrar el rastro. Pero, por fortuna, olvidó, o quizá lo desconocía, que a los convictos por asesinato no sólo se les tatúa en la frente la advertencia sobre su delito, sino que sus nombres también se graban en la coronilla, aquí, bajo el pelo.

Los rostros de los estudiantes comenzaron a cambiar el desdén por el estupor. El maestro se adelantó.

—¿Y la conclusión de que desertó de Xiangyang?

—Es bien conocido que nuestro código penal establece la ejecución, el exilio y los trabajos forzados en el ejército como penas posibles para los delitos de asesinato. Puesto que sabemos que el sujeto estaba vivo hasta ayer, nos quedarían el exilio y los trabajos forzados. —Se desplazó hasta el lugar donde descansaba la mano derecha del cadáver—. Sin embargo, la callosidad circular que bordea la base de su pulgar derecho confirma con rotundidad que este hombre portó, hasta hace muy poco, el anillo de bronce con el que se tensa el tendón de los arcos.

—Déjame ver —le apartó el maestro.

—Y sabemos que en la actualidad, debido a la presión de los invasores Jin, todo nuestro ejército está concentrado en Xiangyang.

—Y por eso afirmas que desertó.

—En efecto. En situación de alerta, nadie puede abandonar el ejército, pero este hombre lo hizo para regresar a Lin’an. Y no hace mucho, a juzgar por el color moreno de su frente.

—No acabo de entender —se extrañó el maestro.

—Fijaos en esta débil marca horizontal —le señaló la frente—. Existe una ligerísima diferencia en el tono de su piel, aquí, a lo largo de las cejas.

El maestro comprobó que era cierto, pero aun así no comprendió.

—Es la típica marca de un pañuelo. En los campos de arroz, a los campesinos que los usan les llaman los «doscolores». Pero esta señal es mucho más tenue, lo que indica que empezó a usar el pañuelo para ocultar su tatuaje hace poco.

El maestro volvió a su sitio. Cí comprobó que su rostro se fruncía, como si valorase con detenimiento su siguiente pregunta.

—¿Y el lugar en el que podemos encontrar a su mujer? ¿Qué es eso de que preguntemos en el mercado?

—Ahí tuve suerte. —Le traicionó su espontaneidad, pero siguió—: En su boca hallé restos de un alimento blancuzco en cantidad tan abundante que me lleva a deducir que fue asesinado mientras comía.

—Pero aún no entiendo...

—Lo del mercado, sí... Mirad. —Cogió el cuenco donde había depositado los restos de comida—. Es queso.

—¿Queso?

—Sorprendente, ¿verdad? Una vianda tan impropia de estas latitudes y de nuestros gustos, pero que sin embargo es típica entre las tribus del norte. Que yo sepa, tan sólo lo importa el puesto de alimentos exóticos que desde hace años administra el viejo Panyu, quien sin duda conocerá de memoria a los clientes que le encargan un alimento tan asqueroso.

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